Habían pasado poco menos de cinco días, días en lo que el trayecto al nuevo destino se había prolongado por la tardía recuperación de Xinia, quién, con el apoyo de Primius caminaba con dificultad.
La tenue luz del amanecer, que luchaba para abrirse paso por la densa bruma, anunciaba el inicio del nuevo día. El prado, cubierto por la extensa sábana nívea había resultado en un refugio incómodo para el ber'har, que nervioso por la posible emboscada no había podido pegar los párpados ni un solo momento de la noche.
Ollin se mantenía en el eterno letargo al que había sido sometido, no obstante, su respiración calma había aliviado los corazones de sus compañeros de viaje, que se mostraban alegres al conocer que su vida no peligraba, al menos por el momento.
—Solo necesitas concentrarte —dijo con fuerza, molesta por la incapacidad que mostraba el joven.
Gustavo exhaló con pesadez, su mirada solemne se posó en el expresivo rostro de la hermosa dama de cabello negro, entendiendo su sentir, no obstante, su acción no era intencional, de verdad se había estado esforzando estos últimos cinco días en las enseñanzas matutinas, pero le era imposible tranquilizar su mente, la cual divagaba en recuerdos atroces de oscuridad y abandono, de muerte y deshonor, de amor y perdida... Se le había explicado con detalle que el paso fundamental para controlar la energía mágica con destreza era el control propio de la mente, pero, parecía que ya flaqueaba en el primer paso, he, ahí la molestia e impotencia de la maga.
—No lo comprendo —dijo con fuerza—, ¿cómo es posible que puedas lanzar hechizos si eres incapaz de realizar una tarea tan simple?
Gustavo le lanzó una mirada abatida, misma que había ocupado en los últimos días cuando preguntas similares salían de los pálidos labios de Amaris.
—No lo sé.
La maga frunció el ceño, alzando las cejas en claro gesto de irritación.
—¿Es lo único que sabes decir?
—En esta circunstancia sí.
Suspiró, no iba a perder la paciencia, no cuando ella misma había sido la de la idea de enseñarle. Y, aunque había molestia en su rostro, su corazón bailaba de contento por el tiempo que podía compartir con su amado.
El diálogo se suspendió en el aire, como una melodía a medio tocar. Una tensión palpable los rodeaba, alimentada por la frustración de no lograr la conexión que ambos anhelaban. Amaris sabía que Gustavo había invertido tiempo y esfuerzo en dominar la magia, pero su incapacidad para realizar tareas aparentemente sencillas era desconcertante.
Desde el primer día, respirando paciencia y amor en cada encuentro, Amaris había intentado transmitirle sus conocimientos, guiándolo con suavidad por los senderos de la magia. Pero Gustavo parecía estar atrapado en un laberinto sin salida, incapaz de encontrar el hilo conductor que lo llevara al éxito.
—Bien —Suspiró, reingresando en su cuerpo la calma—, retomemos desde el principio. Cierra los ojos... —Gustavo obedeció.
Su respiración comenzó a volverse irregular al instante en que se vio inmerso en la oscuridad que provocaba el cierre de sus párpados. Sus brazos temblaron, presos del nerviosismo. No era miedo lo que su corazón sentía, de eso estaba seguro. Entonces, ¿por qué temblaba? ¿Por qué anhelaba con tanta intensidad abrir los ojos y recuperar la tenue claridad que otorgaba el día?
No iba a abrirlos, y se concentró en intentar calmar su mente, aunque pudiera sentir lo agitado de su corazón, quería ser valiente, enfrentarse cara a cara con aquello que le impedía concentrarse, ser nuevamente aquel joven de una patria desconocida llamada México. Su entrecejo se endureció al experimentar lo imposible de la tarea, y entonces...
°°°
Abrió los ojos, lentamente, como si el simple acto de mirar requiriese un esfuerzo sobrehumano. A través de sus párpados entrecerrados, la tenue luz amarillenta le llegó a los ojos, cegándolo momentáneamente. Un dolor punzante le atravesó la frente, como si un clavo invisible se hubiese alojado en su sien y pulsara con cada latido de su corazón acelerado.
Sintió el sudor frío deslizándose por su frente, perlándole la piel y sumándose al entumecimiento que le envolvía el cuerpo. Cada movimiento era una lucha contra el cansancio, como si su propia existencia se debatiera entre un sueño interminable y una realidad incomprensible.
Intentó levantarse, pero sus músculos se negaron a obedecer. Eran como marionetas rotas, sin hilos que los guiaran. El esfuerzo de respirar se convirtió en una tortura, un recordatorio constante de su debilidad.
«¿Dónde estoy?», se interrogó en su mente, ahogado en la confusión. Sus recuerdos solo eran imágenes fragmentadas de situaciones incomprensibles.
En medio de aquel maremágnum mental, notó cómo una sombra acariciaba su frente con suavidad. Levantó la mirada, intentando desentrañar el enigma que las sombras le escondían, pero, solo logró apreciar una silueta difusa. Escuchó su nombre susurrado, mientras la figura borrosa se aproximaba con cautela, sosteniendo un pequeño pocillo de arcilla frente a sus labios, que sin obligarle le hizo beber su contenido con calma, dejando que el líquido de hierbas se deslizara por su garganta. Reconoció aquel brebaje al instante, aunque no podía discernir de dónde provenía aquella información. El sabor era amargo y desagradable, una sensación que su paladar no podría olvidar jamás.
—No lo desperdicies, niño.
Y con la voz familiar la silueta comenzó a tomar forma ante sus ojos. Era un hombre, de estatura baja, bigote, cejas tupidas y cabello ondulado. Ojos pequeños, pero de mirada profunda, el sol había endurecido su piel, tostando su tono a un moreno oscuro. Pero su atractivo radicaba en su sonrisa, que iluminaba todo su rostro.
—¿Tío?
No podía creerlo, era algo imposible, inconcebible para su mente mortal, que, incluso con la repentina amnesia, entendía que ese hombre no podría estar frente a él, sin embargo, ahí estaba, Gustavo Montes de la Cruz, el hermano de su padre, y el hombre que daba sentido a su propio nombre. Sonriéndole con la misma calidez de siempre.
El tumulto de emociones se agolpaba en el pecho de Gus, luchando por escapar y desbordar sus lágrimas contenidas. Quería abalanzarse hacia él, cruzar ese abismo temporal, abrazar a ese hombre que quizás, en algún rincón olvidado de su memoria, había dejado una huella imborrable. Pero su cuerpo se lo impedía, paralizado por la incredulidad y por las cadenas invisibles de una enfermedad que no solo robaba la memoria, sino también la capacidad física de enfrentarse a la vida. La agonía se dibujaba en su rostro, en esos ojos que ya no reflejaban la vitalidad de un joven como él debía poseer.
Su tío, sin embargo, no parecía ser consciente de esa lucha interna que se libraba en el alma de su sobrino. Con una sonrisa enigmática, jugueteaba con un vaso que emanaba el terroso aroma del mezcal. Gus sentía cómo ese olor invadía sus sentidos, despertando una furia contenida que de inmediato provocó el sentimiento de querer golpear su brazo y así derramar la bebida, esa maldita bebida que le había cobrado más de la cuenta.
—También me sorprende verte, Gus —susurró Alfonso, como si las palabras fueran un susurro en el viento—. Pero dime, ¿qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?
—¿Dónde estamos? —inquirió al sentir que las emociones se desvanecían, dando paso a la razón.
—En mi casa —respondió con ligera obviedad—. ¿Te golpeaste la cabeza?—La sonrisa se hizo más evidente, aunque en su mirada había desconcierto y preocupación.
Gus trató de recordar, pero entre más trataba más confundido se encontraba, y el dolor en su cabeza incrementaba.
—Tío —dijo en un susurro inquieto.
—¿Qué te pasa, Gus?
—Tengo miedo. —Sus brazos temblaban, y sus ojos que debían reflejar la maravilla de la niñez estaban opacos, oscurecidos por un torbellino influenciado por el infortunio.
—¿Es tu padre nuevamente? —Dejó el vaso sobre el mueble cercano, acercándose lo suficiente para poder sentir la respiración del niño.
—¿Mi padre? —dudó por un instante—. No, es otra cosa. Tío, creo que viene por mí. Lo siento, ayúdame.
—Gus —Tragó saliva, pues, sin saber porque, la oscuridad que rodeaba a su sobrino comenzaba a influenciarle—, chico, dime, ¿qué fue lo que te pasó?
—No lo sé, tío —Comenzó a experimentar una fuerte opresión en su pecho, que le impidió respirar con claridad—, ayúdame, por favor...
°°°
—¡Gustavo!
Abrió los ojos de forma abrupta, deslumbrándose por la tenue luz de la tarde. Estaba empapado en sudor, su respirar era un descontrol y sus extremidades temblaban. Se sentía débil, demasiado, como si hubiera estado peleando durante horas... Su mirada se perdió en la preocupada expresión de la maga, junto a la de Meriel que le acompañaba. Había vuelto de Dios sabe dónde, no tenía ni idea, y, sin embargo, en vez de tener un sentimiento de alivio en su corazón, se sintió vacío, como si algo de suma importancia hubiera olvidado... o perdido.