La oscuridad descendió, tan preñada de silencio y deslizándose con tanto frío como lo había hecho en el último año. Los rayos de luna se zambullían en la noche, creando un tapiz de un infinito abismo.
Sus ojos, tan desgastados como el cuero viejo, sondeaban el nocivo panorama, reacios a permitir que los párpados cedieran al dulce abrazo del sueño. La noche ya no le traía reposo, y sus mañanas estaban plagadas de un bullicio que retorcía cualquier posibilidad de calma que pudiera usar para rendirse a los brazos de la diosa del sueño. Ya no recordaba cuando su recurvo compañero había conocido la paz de su espalda.
Sus dedos, marcados por la crueldad del clima y las circunstancias, recorrieron con cariño y pesar el contorno de su rostro, tan pálido como la nieve recién caída. Su piel, aunque delicada bajo su áspero tacto, retenía la seriedad grabada tan hondo que ninguna ráfaga, por muy fría, podía borrar. Su gesto era perpetuo, una máscara que parecía esculpida en mármol blanco.
Se perdió en el firmamento oscuro, despejado, más sin estrellas que lo adornaran. Era un gusto que había desarrollado para los momentos de dificultad, cuando necesitaba hallar sosiego y apartar de su mente las horribles circunstancias que había padecido su pueblo. No existieron en su mente promesas, ni palabras de aliento, el único rezo fue el suspiro, que le provocó el regreso a la penumbrosa realidad.
Calma, las últimas noches los alrededores habían gozado de una misteriosa tranquilidad, pero a ojos de la hembra solo era una ilusión, un engaño del enemigo para darles una falsa esperanza. Sabía estaban fuera del resguardo que las sacerdotisas con el poder de su diosa habían creado, esperando el momento oportuno para atacar, pero ella estaba más que preparada para dar caza a cualquier forma maligna, aunque tuvieran el rostro de los que alguna vez fueron su raza.
El árbol grabado con la señal de la diosa Vera perdió una de sus preciadas hojas, de un hermoso y brillante verde, pero con manchas amarillas recubriendo su superficie. Debilidad, supuso Ariz al levantarla, su corazón tembló, entendiendo que el tiempo que había estado esperando en silencio, pero no deseando, había llegado.
Apuntó al cielo oscuro con una flecha elemental de luz pura, una de las pocas que todavía tenía en posesión. El arco se tensó, y con un suspiro, dejó volar el proyectil al horizonte. La punta de luz se desplegó en un resplandor brillante, una señal que se extendió por todo el campamento. Una alerta que cada alma presente recibió, exhibiendo en sus rostros expresiones contrariadas.
El cielo artificial que les había protegido por tanto tiempo se resquebrajó, y con el llanto de un niño muchos de los presentes se arrodillaron, no por miedo, más bien fue la carga de los sucesos que estaban seguros pronto debían enfrentar.
Otra grieta se dibujó en el cielo nocturno, más larga y profunda. Las hojas del árbol grabado con el símbolo de Vera fue forzado a liberar sus hojas, impotente ante el poderío enemigo.
Itcit emitió sus órdenes férreas a todos los valientes que habían escogido permanecer a su lado. Su voz resonaba con la fuerza de un trueno, mientras se mantenía recio e inamovible como la montaña misma. El arco se encontraba pegado en su mano diestra, el sable ceñido a su espalda, junto al carcaj, una imagen que clamaba su entereza y motivación. Pero aun en medio de sus pensamientos militares, sus labios resecos y agrietados susurraban oraciones apenas perceptibles a la única diosa reconocida por su raza. Sabedor de que no había tiempo para rituales largos, no había olvidado besar el suelo en un saludo a la Madre Naturaleza, consciente de que algún día, la tierra que sus pies tocaban, sería la misma que su cuerpo ocuparía de reposo.
El cielo falso se fracturó, dañado como un espejo por una piedra arrojada con fuerza. Una miríada de diminutas luces cristalinas bailaron al viento, bañando con su luz a los ber'har en un caleidoscopio fantasmal de color y sombra. Pero tan rápido como se manifestó esa efímera belleza, desapareció, dejando tras de sí un paisaje de oscuridad y hostilidad, una tierra maldita que echaba un vistazo al corazón temeroso de la noche.
Alrededor, decenas de siluetas humanoides se dejaron apreciar, cubiertas por un manto negro, y la propia oscuridad que parecía inherente a sus cuerpos. Pero fue una de ellas la protagonista, la que dio un paso adelante, dejando que la luz de las estrellas tocará su rostro corrompido por la muerte.
—No pierdan energía entrometiéndose en nuestro camino —dijo con una voz gutural, que parecía provenir del mismísimo abismo.
—No...
—Es Syrfon —dijo uno de los aliados, indescriptiblemente sorprendido.
Itcit volteó a verle, con un matiz de enojo en sus ojos, combinado con la propia sorpresa. Conocía a Syrfon, más bien la leyenda de su nombre, era su semejante en título y cargo, pero probablemente superior en todo los ámbitos relacionados con la batalla, o eso lo habían demostrado sus hazañas en la época del conflicto con los orejas cortas. Tembló, nunca habría pensado que otro Qutqu había sucumbido ante las garras del enemigo, su mente no podía procesarlo.
—¿Cómo te dejaste vencer por la oscuridad?
Las esquinas de su boca se levantaron para conformar una sonrisa helada, un fino arco de desdén tan marcado y cruel como el filo de un cuchillo, constatando el desinterés por aquellos que alguna vez llamó hermanos de raza.
—Tiren sus armas.
—Jamás —grito Itcit, aunque ya no se encontraba tan determinado—, moriríamos antes de doblegar nuestras rodillas ante aliados de los oscuros.
—Tiren sus armas —repitió, su voz fue como un susurro sepulcral que se escuchó a espaldas de cada uno de los presentes, erizando la piel, y congelando sus corazones.
Ariz inspiró profundo, asfixiada por la sensación que desprendía cada aliado del abismo, pero, sobre todo, la que confería Syrfon. Apretó la madera sagrada de su arco, buscando seguridad que no logró obtener.
Syrfon erguido, y desafiante dejaba bajo sus pies un rastro de muerte. La hierba, antes exuberante, se marchitaba a su paso y la veracidad de su poder se manifestaba en formas impías. Lianas teñidas de sombra salían del suelo sin previo aviso, arrastrándose sigilosas por la oscuridad nocturna, en su furia sometieron a los valientes ber'har, desgarrando sus extremidades con sus cuchillas espinosas.
Itcit dio la orden de ataque, manifestando en su rostro la pena por no haberla dado antes.
—Traidor —bramó, encontrando valor en la justicia divina de su enfrentamiento. La lucha de la luz contra la oscuridad, de lo correcto contra lo impío... una batalla crucial para la supervivencia de su raza.
Ariz serpenteó sobre el frío terreno de tierra, cortando con su preciada daga de acero elemental las oscuras lianas que se levantaban en un intento por someterla. El sudor le enfrió el rostro, mientas el aire dificultaba su respirar. Las sombras del enemigo aparecieron ante ella, tratando de hacerse con su cuerpo de manera salvaje. Uno de esos brazos oscuros, corrompidos por el abismo le sujetó del cuello de la túnica, pero su rápido corte con la daga le salvó.
Eran demasiados enemigos, y con cada minuto que pasaba se perdían aliados. Desde el comienzo había sido una batalla perdida, y la realidad de aquella verdad fue brutal para los corazones de los sobrevivientes.
Su respiración se convirtió en un esfuerzo titánico. Su brazo izquierdo, blanco como la luna plena, se manchaba de un rubí escarlata, siendo su propia sangre el pigmento indeseado. La armadura elemental que una vez vistió inmutable, ahora se resquebrajaba, aguantando por un hilo de vida. Mechones rebeldes se deslizaban desde la coleta en su cabeza, adornando su rostro y oscureciendo su visión. No obstante, lo que más la incomodaba era la penuria de su arsenal —dos flechas solitarias en su carcaj— las últimas murallas entre ella y sus enemigos.
La necesidad llamó pronto a sus puertas cuando un villano emergió de la línea de sombra, amenazante y apenas a unos pasos de distancia. Con una precisión innata, una de las flechas se hundió entre las cejas del adversario. Resultó un respiro temporal, pero un jadeo angustioso arrasó con la efímera serenidad. La suya era una voluntad que rechazaba toda idea de capitulación, no obstante, incluso aquella fortaleza mostraba señales de desgaste. Con un gesto lleno de resignación, se hizo con la última flecha mientras sus ojos, llenos de un extraño y apacible miedo, apuntaban al último blanco de su arco. Sus pupilas encontraron a Itcit, cuya riña era tan feroz que parecía discordante con su propio linaje. Pasó un instante en silencio, un instante plagado de dudas y temores, una pausa en el caos de la batalla. Se quedó congelada, el tiempo pareció dilatarse.
Syrfon era un combatiente excepcional, brutal y despiadado, un asesino en toda regla, e Itcit daba fe de ello, pues lo estaba experimentando de primera mano.
La sangre resbalaba de su mentón, de sus dedos temblorosos, y de la larga y profunda herida en su pecho. Pero su sable de hoja plateada, que reflejaba la minúscula luz lunar se encontraba impoluta, ni una sola vez había podido asestar un corte en su enemigo. La diferencia de poderes era abismal, lo había intuido desde el principio, pero al quedar demostrado, la verdad fue inimaginablemente cruel. No había esperanza, nunca la hubo.
—Que tu esencia... se marchite... y el tiempo... te olvide...
Syrfon hizo una mueca de sonrisa, que se observó grotesca por la textura y color de su piel.
—Soy eterno —dijo.
Levantó una de sus manos, materializando la oscuridad en un orbe intangible, con una tormenta de muerte en su interior.
—Nadie es eterno... solo los dioses...
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja. Eres un ignorante, y perecerás siéndolo.
La esfera sobrevoló con una velocidad parsimoniosa, pero ni con toda su lentitud Itcit pudo, o hizo por esquivarla. Su cuerpo comenzó a destruirse por dentro, el dolor fue inimaginable, tanto que no logró vocalizar ni el más mínimo ruido. La sangre salió expulsada de todos los orificios disponibles, convirtiéndolo en poco de unos segundos en una pulpa de carne, amorfa y sumamente asquerosa.
Ariz tembló ante tan cruenta escena. Un temor profundo y sin precedentes inundó su ser. Su corazón clamaba en un grito sordo, besando la idea de la huida, mientras su mente la reprimía, murmurándole un eco fatídico, denotando que ya era tarde, demasiado tarde. Los adeptos de la penumbra les habían rodeado, con cada segundo que pasaba sus tinieblas avanzaban, asfixiándoles como una neblina envenenada. Agarró con firmeza el mango de su daga, decidida a no perecer sin poner resistencia, este acto final era su último deseo, su plegaria final a la diosa que parecía haberles dejado a su suerte. Gritó, su voz un manifiesto audaz de su disposición a enfrentarse a la oleada de adversarios, sin embargo, la mera visión de Syrfon coartó su impulso. La tiranía que irradiaban aquellos ojos bermellón era abrumadora, tan intensa que el resuello escapó de su cuerpo como si hubiesen exprimido sus pulmones.
—¿Por qué? —vociferó, estremecida de impotencia y decepción, su determinación se retiraba como una marea decreciente, dejando en su lugar una desolación brutal—. No debería ser así... La oscuridad no tendría que vencernos... —Su daga resbaló de su mano, cayendo al suelo, mientras sus ojos, verdes como las esmeraldas, veían cómo los proyectiles enemigos se arrimaban a su figura. Suspiró.
«Adios hermana». Cerró los ojos.