La potencia en la caída del aguanieve aminoró de golpe, dejando únicamente una muy fría brisa.
—¿Gustavo, está todo bien? —preguntó Amaris al salir del refugio, con el pequeño lobo en brazos.
La oscuridad era inmensa, tétrica y silenciosa, y por más que forzara a sus ojos a ver, aquella silueta no aparecía en su punto de visión. Conjuró un orbe de luz que flotó sobre su cabeza al crearse, despejando las sombras a su alrededor.
Meriel fue la segunda en salir, sin imaginarse de la baja temperatura del exterior. Temblaba, y le costó trabajo reunir la fuerza para moverse.
La maga se detuvo. A sus pies, y en todo el terreno frente a ella cuerpos inertes descansaban, la mayoría con sus cabezas desprendidas de sus cuerpos, pero sin ningún indicio de sangre derramada, probablemente limpiada por el aguacero que impactó la zona. Volvió nuevamente su atención al frente, cantando un hechizo rápido que ocuparía al primer indicio de peligro, pero lo que observó saliendo de las entrañas del bosque fue a su joven amado, quién parecía indiferente a su actitud y a lo sucedido. Sus ojos negros como la más oscura noche reflejaban muerte y desolación, y su sable empapado de oscuridad rugía con furia.
—¿Estás bien? —preguntó ella, la gelidez no había abandonado el lugar, pero ahora no temblaba por ello.
—No encontré a más —dijo al recoger la vaina. La hoja del arma recuperó su color original, el azul oscuro tan hermoso como el océano nocturno.
—¿Quiénes son?
Sus ojos se volvieron a la cabeza cercana, fue rápido al levantarla y mirarla con curiosidad. La capucha que le protegía cayó al suelo, desvelando la criatura humanoide de orejas puntiagudas que había estado oculta.
—Maldición. —Sus ojos titilaron con la normalidad, combatiendo con la muerte que lo atrapaba—. ¡Maldición! —Bajó la cabeza del occiso con mucho cuidado, el café rellenó el iris de sus ojos, suspiró, perdiendo la fuerza en sus piernas al vislumbrar de reojo los demás cuerpos, amenazado con el recuerdo fresco en su mente de sus violentas ejecuciones.
—Gustavo...
—Quiero estar solo —interrumpió.
—No creo que debas...
—¡¡Qué quiero estar solo!! —bramó.
Amaris retrocedió de forma inconsciente al ver oscurecerse sus ojos, por lo que al recuperar el control de su cuerpo no supo cómo reaccionar. Asintió, volviéndose al refugio con sus emociones en caos.
Meriel se limitó a esperar, observando a su señor a lo lejos con una compresiva mirada.
—No debía ser así. —Se quedó de rodillas, observando la nada. El frío era intenso, pero su cuerpo solo interpretaba el dolor de su corazón—. No debía...
«Hiciste lo correcto». Escuchó decir en su mente.
—Por supuesto que no. Nadie tiene el derecho de robar una vida.
«Ellos lo merecían, querían matarlos».
—¿Cómo puedo saberlo? Los ejecuté antes de siquiera preguntarles que es lo que buscaban.
«Te atacaron. Solo respondiste a la agresión».
—No debí matarlos, prometí no volver a hacerlo.
«No es tu culpa que este mundo te esté corrompiendo».
—Lo es, debería ser más fuerte.
«Pero no lo eres, Gustavo, eres solo un niño».
Se quedó en silencio, aquellas palabras resonaron por mucho tiempo, mordió la tierra con las manos, jadeando para no gritar.
«Un niño en una misión de hombres. No eres digno de la confianza del Padre Celestial».
—Lo sé.
«Lo mejor será que tomé tu lugar. Yo haré lo que deba hacer para cumplir con la encomienda y regresar con Monserrat».
—Oh, querida Monserrat... —Se tocó el pecho, jugando con sus dedos el relicario de plata.
«Descansa, Gustavo».
—No puedo.
«Recuerda lo que has hecho, están muertos por tu culpa. Deberías descansar».
—Dijiste que me provocaron.
«Mentí. Eres un asesino».
—Desde hace mucho que soy consciente de ello.
«Eres un monstruo, Gustavo».
—Por supuesto no.
«Sabes que es cierto».
—No soy un monstruo.
«¿Has mirado tu reflejo últimamente?... Vendas tu brazo por miedo a que observen lo horroroso de tu piel convertida en huesos, las líneas carbonizadas que recorren tu cuello, tus ojos negros como los de un demonio. Y que decir de tus pensamientos. Eres un monstruo, Gustavo, y uno abominable».
Se quedó en silencio.
«Se está volviendo rutinario quejarte de lo que te sucede. Rogando a Dios porque te ayude, pero en la primera dificultad que se te presenta actúas igual».
Se agachó, temblando de impotencia.
«Eres un niño, y ya basta».
—Como puedo actuar con normalidad si me han roto.
«¿Esa es tu excusa?».
—No es una excusa, es la verdad.
«¿Hasta cuándo te seguirás mintiendo?».
—Bien, lo acepto, soy un muchacho. Un chico en una tierra extraña que anhela su patria, su amada y su familia. Estoy solo cargando con una enorme responsabilidad, acompañado por individuos que no quieren aceptar que este camino solo es de ida porque confían en mí... Y estoy maldito por el amor de un amigo que creyó conveniente concederme un poder que no he podido resistir ni un solo día. Dime, ¿qué excusa puedo ocupar sino decir que estoy roto? No soy el mismo que murió... —Las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos, pero su corazón no fue consciente del fuerte dolor que sufría—. Por Dios Santo, morí, lo hice. Todavía puedo recordar la sensación de las balas impactar mi cuerpo —Se tocó donde deberían estar las cicatrices—, el frío envolver mi ser, ver mi vida en un instante, y Héctor... Por Dios... sus ojos, mirándome perplejo, sin haberse enterado de su final... Mi último aliento se lo dediqué a ella, a mi hermosa Monserrat, pero ya no estoy en casa, y comienzo a dudar que algún día lograré volver. Aunque se lo prometí.
«¿Ella estaría esperando a un cadáver? Porque dudo que al enterarse de tu muerte decidiera guardar el luto».
—Púdrete.
«Nunca formalizaron la relación, no debería estar obligada a actuar como viuda».
—¿Quién eres? —Se limpió la humedad de los ojos, observando los alrededores con extrema precaución. Tomó la empuñadura del sable, dispuesto a comenzar con una nueva masacre.
«¿Quién piensas?».
—Responde.
«Conoces la repuesta».
—Sal de mi cabeza y responde cobarde.
«Ja, ja, ja, ja, no tengo ego que puedas herir, Gustavo».
—Eres un demonio, ¿no es cierto? Un enviado del propio rey de las tinieblas para evitar que logré con lo que Dios Padre me encomendó.
«No, un demonio no puede entrar a tu cabeza sin tu permiso, aunque hayas decretado en más de una ocasión que estás maldito. No, Gustavo, pero te lo diré, pues deseo que conozcas quién gobernará tu cuerpo. Soy tú y tú eres yo, somos una sola entidad, y a la vez no. Nací de la oscuridad de tus pensamientos, de la soledad de tu corazón, y lo miserable y detestable de tu ser. Soy el miedo, la furia, la tristeza y todo aquello que alguna vez te detuvo, pero ya no, Gustavo, ya no lo hará, porque ya no gobernarás».
—No permitiré que me engañes demonio.
«No lo soy. Escucha mi voz y dime a quién pertenece».
Guardó silencio, sin poder replicar la simpleza de la afirmación, pues la voz que escuchaba no era otra que la suya.
—No me dejaré envenenar por tus mentiras.
«Será más fácil si no opones resistencia».
—Jódete, demonio.
«Sufrirás».
—Estoy acostumbrado.
«No a esto».
—Nunca me dejaré vencer por un demonio.
«Me rogarás porque me detenga y no lo haré».
—Aparece y lucha, no me importaría matar a tu clase.
«Eres un necio, desgraciado e imbécil. Pero te haré suplicar por misericordia antes de tomar tu cuerpo».
—Antes muerto.
Las escenas que nunca pensó volver a ver pasaron ante sus ojos: la noticia del suicidio de su tío, el fallecimiento de su padre, de su abuelita, de su mascota, de sus dos hermanos mayores; la despedida de Monserrat, la guerra, la desolación en los parajes que tuvo que visitar, y la muerte de todos los que conoció en la academia. Sus recuerdos fueron afectados por la realidad, alterados de forma que su corazón no pudiera resistir, se miró asesinando a su buen amigo Héctor, golpeando a su madre, borracho, observando el desprecio de su amada en los brazos de otro hombre, la decepción de su padre y abuela paterna. Observó todos sus miedos, y sucumbió, fue difícil para él, para cualquiera, sintió pasar otra eternidad en los recuerdos y ya no podía soportar seguir habitando tiempos eternos, era un joven de diecinueve años, pero su mente había vivido siglos. Ya no podía más.
—Acabaré con esto. —Llevó la hoja de sable a su yugular.
—¡¡Señor!! —Escuchó decir en la lejanía.
«Puedes con esto». Detuvo el corte, su mano tembló y dejó caer el arma al suelo, las lágrimas inundaron sus ojos.
Inspiró profundo, avergonzando con su cobarde actuar.
—Tienes razón, abuelita. Yo puedo.
Sus dedos dibujaron dos rápidos sellos al aire, distintos y cargados con la absoluta energía de la luz, y como un ataque los impregnó en su frente. Gritó de dolor, un dolor inimaginable, sintió su mente fracturarse, y su cuerpo partirse en millones de pedazos, era una agonía inhumana, pero se forzó a soportar, debía hacerlo si quería acabar de una vez por todas con esos demonios que le habían estado susurrando por demasiado tiempo. Su voz se quebró, sus cuerdas vocales no pudieron resistir la salvajada del grito, pero continuó haciéndolo, y no por gusto. Sangre salió por sus orificios, cubierta de una tonalidad negruzca, sus ojos negros fueron bautizados por la luz, que quemaron sus córneas. Y por increíble que pareciera, el dolor aumentó.
Luego todo fue oscuridad.