La muerte despedaza la muerte.
Abrí la puerta con una fuerza tan repentina que ni siquiera yo mismo pude pensar que, alguna vez, tendría yo el poder y esa excesiva adrenalina que danzaba perturbada dentro de mi cuerpo. Tomé el cuchillo de la cocina, el más filoso que encontré, y me escondí adentro del armario.
Los pasos retumbaban en mis oídos como si fueran densos tambores dentro de mi mente. Por poco mi alma y mi cuerpo físico dejaban de respirar, y mi corazón latía tan fuerte que pensaba que podría agarrarlo si llevaba una mano hacia el pecho. Sin embargo, el escondite no tardó en serme inservible; las fuerzas malas me habían encontrado, y no sabía cómo ni porqué estaban detrás de mí, pero sabía, en aquel momento, que debería prepararme para morir de las formas más horripilantes e inimaginables.
El cuerpo oscuro y alargado penetró mis ojos con su mirada oscura y profunda. Aquel ente no tenía rostro, solo un ojo gigante que tenía el tamaño de mi cabeza. El ojo que todo lo miraba, se apoderó de mi cuerpo y me llevó, en un remolino, por el tiempo y el universo. Me dejó en el helado vacío, solo, sin aire y sin vida, hasta que sólo quedaron trozos de lo que mi ya despedazado cuerpo podría siquiera imaginar.
Me volví hielo. Me volví parte de un vacío. Me volví un ente. Y allí, lo observé todo.