Siempre creí que aquél sentimiento que se aferró a mi cuerpo en aquellas estaciones, era solamente imaginaciones mías. No obstante a la vida le gusta llevarme la contraria. Ocasionando que yo me llevara unos tantos malos ratos, aunque por desgracia, no era ella de la que debía de cuidarme de sus malas bromas.
Y eso lo supe nueve días después de que cumpliera veintisiete años en mi pequeño departamento. En una horrible tarde calurosa, en la estación Hidalgo de la ciudad de México.
Esa vez, la gente caminaba de un lado para otro apurada; algunos con audífonos; unos tantos platicando animadamente con su compañía e incluso podría decir que había bastante parejas acarameladas, listas para compartir un cuarto de hotel barato. Otros más mirando la magnífica nada, imaginando algo que seguramente era mucho mejor que su presente y finalmente, algunos más esperando un metro que no hacía su llegada.
Todo normal, como todos los días.
Por mi parte, estaba buscando un lugar en la fila, en dónde hubiera menos gente y me fuera más fácil abordarlo. Pensando en que sí tenía suerte, cosa que nunca ocurría, podría sentarme.
En ese lapso, noté algo inusual en esa concurrida estación.
Todas las personas se aglomeraban en todas partes menos en el único lugar de espera que se encontraba justo al centro. La gente pasaba caminando, buscando entre la multitud algo que prácticamente estaba en sus narices y eso para mí, en ese momento significó la gloria.
Algo emocionado caminé hacia ése lugar, tratando de que no se notara mi felicidad por algo tan absurdo.
Llegué al lugar, no sin antes ser empujado en dirección contraria, siendo detenido por momentos o prácticamente siendo envuelto por la multitud; y me situé en dónde iniciaría la fila.
«Hay muchas cosas que me habrían gustado cambiar en mi pasado y esa tarde era una.»
Debió de parecerme extraño, pero no fue así para mí en ese momento. Ese lugar tan solitario, siendo ignorado inclusive por una multitud apretada, estando ahí solitariamente, casi exclusivamente para un grupo selecto y al mismo tiempo, esperando ser ocupado por alguien con tan poca fortuna como lo era ése lugar.
En cuanto llegue al sitio, coloque las puntas de mis pies rozando justo la línea de la vida que está dibujada en el piso para esperar al metro. Una regla del metro de esas a las que yo, incluso ese último día, religiosamente nunca rompía. Es decir, nunca la pasaba, ni la pisaba. Pese a que nunca fui muy fan, más que a Freddie Mercury desde que tuve el dinero suficiente y pude ir al primer concierto que dio hace tan sólo cuatro, ya casi cinco años; de las medidas de seguridad, siempre lo tuve muy presente. Hasta que el metro se detenía por completo y abría sus puertas, pasaba de ser la línea de la vida a ser una línea común dibujada como en todas las estaciones del metro.
Creo que hasta aquí, esa misma tarde no era diferente a las demás, pero al menos yo no lo sentí así. En cuanto me coloqué en aquella fila, lo vi justo al otro lado. Y ese sentimiento tan vago que conocí hace muchos ayeres, se instaló en mi pecho violentamente.
Él estaba esperando, como todos, al metro que vendría del lado contrario al que yo estaba esperando. Parado justo en frente mío, sin mirar a nadie en concreto. Con sus audífonos puestos, ignorando al mundo. Moviendo su cabeza al compás de una canción. Como un tipo cualquiera.
Aquél desconocido desprendía una extraña sensación, que me hacía sentir incómodo. Aunque por algún motivo no dejaba de verlo, me sentía raro estando observando a un hombre, después de todo yo no tenía "esos gustos".
Noté también un pequeño detalle, algo insignificante: nadie se formaba atrás suyo por más lleno que estuviera, como me pasaba a mí. Era alguien que prácticamente no existía, pero en sí, eso no era lo que llamó mi atención. Su delgada apariencia me dio la impresión de que no había comido hace días; hacía movimientos extraños con sus delgadas manos, golpeando repetitivamente el costado de su pierna derecha.
Si alguien me lo preguntase, diría que era un universitario por la forma alargada de su cara. En ella, tenía grandes ojeras que sólo eran acentuadas por su piel pálida y la fría luz. Algo me hizo pensar que estaba en temporada de exámenes y su nerviosismo podría ser una evidencia de mi pequeña hipótesis. Pese a eso, algo no encajaba en el perfil que yo le dí en ése momento. Pues no llevaba mochila y por lo mismo, no traía consigo libretas.
Escuché el típico sonido que hacía el metro cuando finalmente se dignaba a aparecer. Sin embargo mi desilusión fue evidente cuando vi que era del otro lado.
Fue entonces que sentí su mirada en mí. Cosa que habría sido algo sin importancia de no ser porque él la mantuvo, buscando mi mirada que huía de la suya. Pues me sentí incómodo y al mismo tiempo algo me decía, no, me gritaba que no tenía que mirarlo.
Esa tarde, la primera cosa que entendí fue a aquel sentimiento. Qué no era más que uno de supervivencia; como cuando eres una presa indefensa de algún depredador, que espera a que te descuides para que en un segundo él te desgarre con sus filosos colmillos, saboreando la textura de tu carne. En cambio tú, solo esperas salir vivo de ahí escapando, porque es la única manera que te queda.
Y eso siempre lo sabes, lo sientes en tu cuerpo que te grita que te largues de ahí. Desde ese momento prácticamente, sentí que el mundo empezó a moverse de manera lenta, pero constante y precisa.
El metro se fue acercando justo a dónde estábamos parados. Creí que sentiría un alivio al ya no tener que soportar su mirada en mí. Y por eso mis ojos buscaron en dónde estaba y lo miré.
Gran error.
Él hizo una mueca con sus labios secos, dejándome ver sus dientes amarillentos. Era una sonrisa, tal vez. Aún ahora no lo sé.
Su mirada creída me molestó y por un momento quise apartar mis ojos de los suyos. Cosa que habría hecho de no ser porque él cruzó la línea de la vida.