Al volver a la cabaña no esperé dos segundos antes de dejar atrás a Arthur y encerrarme en mi cuarto. Sin embargo, me llevé una buena sorpresa al abrir la puerta del pequeño baño y toparme con nada más y nada menos que la alegre mesera de esta mañana.
– ¿Qué haces? – casi gruñí al verla tomar lo que se suponía eran mis cosas.
– Oh, disculpa. – se recogió un castaño mechón de pelo tras la oreja y sonrió calmadamente, como si no le afectara en nada la mirada de muerte que le estaba dedicando. Odiaba que tocaran mis cosas. – Solo vine a cambiar las toallas y a preparar el agua.
– ¿Qué? – la miré interrogante. – ¿Agua para qué?
Ella soltó una risita que no supe interpretar. Tal vez solo era su naturaleza risueña o bien podría haberme engañado y solo se estuvo burlando de mí todo este tiempo.
– Supe lo de tu entrenamiento como caballero, deben estar cansados, así que preparé agua en cada una de sus habitaciones para que puedan tomarse un baño caliente. – explicó sin borrar esa sonrisa que, curiosamente, ya no me parecía tan molesta. – Soy Amber, por cierto. – extendió su mano y, por un breve segundo, dudé sobre si tomarla o apartarme instintivamente.
Rechazando una reacción usualmente natural, acepté su saludo y ambos estrechamos manos. Luego de un par de tensos segundos aun aferrados, reaccioné soltando su mano. Nunca antes le había estrechado la mano a alguien, por lo general, solo nos saludábamos con la mirada o ni siquiera eso. No es como si alguno de nosotros tuviese la intención de hacerse amigo del otro, allí cada uno estaba por su cuenta y, si querías terminar el día con cada parte de tu cuerpo intacta, debías ser precavido con quien te metías.
– Y... em, ¿Me dirás tu nombre o debo preguntar al tipo bonito de abajo?
– Eh, ah, sí. Carbón, me llamo Carbón. – finalmente reaccioné.
– Carbón. – pareciera que estaba saboreando la palabra mientras me miraba intensamente, lo que me crispó un poco los nervios. No rechazaba la interacción con el sexo femenino, pero realmente no estaba listo para intentar siquiera entablar conversación con alguien que no fuera el pesado de Arthur. – Es bonito nombre.
– Claro. – resoplé por lo bajo, sin creérmelo.
– Es verdad, bastante original. Si me lo preguntas, nunca conocí o lograré conocer a otra persona que se llame Carbón. – alegó mirando al techo, como si estuviese rebuscando en el fondo de su mente por alguien con un nombre similar. – Nop, único en su clase.
Chisté por lo bajo, ofuscado. Seguí sin creerme esa mentira, pero, por mi bien, preferí dejar que la plática muriera ahí. Sabía que, si seguía, iba a terminar por enojarme y hacer algo por lo que Arthur me regañaría. Y, honestamente, ya estaba harto de tenerlo pegado a mí como un jodido chicle. Menos para tenerlo detrás de mí corrigiéndome hasta el mínimo movimiento.
– Entonces... Creo que te dejaré para que te bañes. – la chica preció entender o eso creí. – Ah, por cierto, Arthur me dejó esto para ti. No te preocupes, yo tampoco sabía leer hasta hace poco.
Me le quedé viendo durante todo el rato que le tomó colocar el libro en el pequeño mueble del espejo y salir cerrando la puerta, aun sin verme a la cara. Y menos mal que no lo hizo porque, estaba seguro, iba a estallarle en la cara si se atrevía a sonreírme así de nuevo. Volví a odiar con toda mi alma esa sonrisa, tanto como la de Arthur cuando se burlaba de mí.
¿Cómo se atrevía a decirme aquello? ¿Cómo se atrevía a burlarse tan abiertamente de mí?
Más descarada no se podía ser.
– Infeliz. – miré con desprecio ese odioso libro.
Sabía que tenía que aprender, pero detestaba que los demás supiesen de mi analfabetismo. Era simplemente insoportable y vergonzoso. Debía hablar de Arthur sobre esto, no podía dejar que siguiera pisoteándome.
Joder, que ya no soy un esclavo para dejarme humillar por otros.
Luego de tomar un relajante baño de agua caliente, me vestí con la misma ropa que utilicé para dormir. No es como si tuviera otras prendas además de esta.
A pesar de haberme relajado lo suficiente, aun continuaba algo enfadado cuando tomé el dichoso libro y me dispuse a intentar descifrarlo como si de runas antiguas se tratasen.
Treinta segundos.
Treinta malditos segundos fueron suficiente para hartarme y aventar el odioso cúmulo de papeles lo más lejos posible en mi cama. No entendía nada, así que me recosté y me quedé viendo el techo lo que me parecieron horas.
– Bueno, parece que te me adelantaste. – me espantó la voz de Arthur provocando que me incorporara de golpe. – Oh, perdón. No quería asustarte.
– No me asuste. – mentí.
– Claro. – otra vez esa odiosa sonrisa. – Hay que continuar las lecciones, así que vine para ayudarte.
– ¿Vamos a seguir entrenando? – me quejé, realmente mi cuerpo ya no daba para más. Él solo rio, a lo que lo fulminé con la mirada.
– No, vamos a practicar tu lectura y escritura. No sobrevivirás mucho tiempo sin saber leer. – tomó el libro que terminó en una esquina y se sentó en mi cama, antes de palmear un lugar cerca suyo. Inmediatamente lo miré mal. – Debes acercarte para que te explique mejor, desde allí no verás nada. – sonrió comprensivamente, pero yo seguía sin acercarme.
– No voy a acercarme a ti. – rebatí a la defensiva. A pesar de ya haber tenido contacto con Arthur y de haberle mostrado mi lado vulnerable, seguía sin sentirme cómodo con ello. Especialmente porque estábamos en una cama y yo odiaba tener a alguien cerca mientras estuviéramos en una. – No aquí.
– Está bien. – resolvió aun sonriente mientras se incorporaba. – Vamos abajo, Amatista ya debió haber cerrado el local. Es tarde y no debe haber nadie. – comenzó a andar hacia la puerta y, a pesar de mi reticencia, terminé por seguirle.
El piso de abajo era mucho mejor que estar en este lugar.
Cuando llegamos, nos sentamos en la misma mesa que esta mañana y Arthur comenzó a explicarme pacientemente como iba el abecedario. Yo me limitaba a repetir en voz baja y a maldecir por cada error que cometía, pero es que las malditas letras se parecían. Sin duda alguna, los que inventaron este idioma no tenían imaginación. Había como cuatro letras que eran idénticas, solo que estaban volteadas nada más.
Luego de un rato, Arthur pidió papel y lápiz a una mujer que, por lo que atendí, se llamaba Amatista y era la madre de Amber. Ella lo trajo y él me pidió que intentara escribir varias veces la maldita letra A, pero mi agarre sobre el lápiz era patético y no llegaba ni a apoyarlo bien.
Al cabo de un rato de varias explicaciones suyas sobre como debería tomar el lápiz, se cansó y se incorporó de golpe para acercarse, acorralándome entre su corpulento cuerpo y la pared. Inmediatamente me tensé y fue aun peor cuando intentó tomar mi mano y acomodar el lápiz como debería ir.
– No me toques. – lo aparté de golpe. – Joder, es solo un puto lápiz, ya sabré como hacerlo. – me pegué contra la pared y dejé una de mis pierna en frente suya, listo para soltarle una patada si se atrevía a fastidiarme de nuevo.
Arthur hizo una mueca tensa, pero terminó asintiendo antes de suspirar por lo bajo.
– Está bien, puedes practicar un rato mientras voy al baño. – volvió a sonreír, pero se le notaba a leguas lo cansado que estaba de mí y no era el único. Por más que quisiera, ni yo podía aguantarme. Sabía que había rebasado los límites de su paciencia, pero me fue imposible no reaccionar así después de haberme tomado por sorpresa. – Vuelvo en un rato. – su voz salió suave, antes de retroceder un par de pasos y encaminarse hacia el aseo.
Me destensé una vez le tuve lejos y suspiré pesadamente antes de apretar hasta hacer rechinar mis dientes.
¿Por qué no podía dejar de ser tan desagradecido? ¿Por qué tenía que contradecirme a mí mismo cada tres minutos? Ni yo me entendía y lo peor de todo era que Arthur intentaba tanto como podía lidiar con mi horrible temperamento.
Me cubrí la cara con las manos.
Era un inútil desagradecido y bipolar que no sabía lo que quería, ni nunca podría llegar a ver las cosas como el resto lo hacía. Era un asco de ser humano.
– Hola. – me aparté las manos de la cara y la vi, tan sonriente como todos los días. Su largo cabello castaño cubría parte de sus descubiertos hombros y un sencillo vestido floreado resaltaba unas suaves curvas que había pasado por alto debido al delantal que siempre usaba. – Veo que estás estudiando, ¿Puedo unirme?
Suspiré harto.
– Supongo.
No obstante, ella me sonrió y se acomodó en el asiento que había sido de Arthur, antes de hablar.
– Estás agarrando mal el lápiz. – apuntó aun sonriente. – Es como agarrar una cuchara, solo que los dedos índice y anular van así. – dobló los dedos de su mano como si estuviese haciendo una especie de pinza con ellos.
Respiré hondo y acepté su ayuda. Si Arthur no había podido ayudarme, no veía como ella lo lograría, pero no tenía nada que perder. Salvo mi dignidad, pero de eso ya tenía poco.
Como parecía ser algo normal en mi vida, nada me salía bien. Terminé sosteniendo el endemoniado lápiz como si estuviese a punto de apuñalar a alguien y la letra que debía escribir estaba horrible.
Amber suspiró, pero no se rindió. Se puso de pie y, acercándose peligrosamente, tomó con delicadeza mis manos y acomodó mis dedos como debían ir. Yo me limité a dejarla ser porque, a pesar de su odiosa sonrisa, Amber era una chica bonita que parecía querer ayudarme aun siendo un desconocido para ella.
Sabía que con Arthur era lo mismo, sino mejor, pero había una clara diferencia entre ellos dos.
Arthur era hombre y Amber una mujer.
Arthur era enorme y podía romperme los huesos con una facilidad pasmosa.
Amber era pequeña, escuálida y sus dedos parecían estar hechos de seda.
Muy a pesar de sonar discriminativo y sexista, yo no podía confiar en nadie que no fuera una mujer débil, bonita y agradable. Como lo había sido la enfermera en Condecorado y como lo estaba siendo Amber aquí, pero no como lo había sido Madeleine, otra escolta de Arthur y la mujer que mantuvo mi cabeza quieta mientras el resto de su grupo me ataba a la camilla del hospital la primera vez que nos vimos.
Cuando aprendí a maniobrar bien el lápiz, Amber me ayudó a identificar y copiar las distintas letras del abecedario. Me hizo escribir como sonaban cada una en conjunto y a separar las palabras en sílabas, cosa que no disfruté, pero era necesario.
La acepté de buen agrado, pasando la incomodidad y vergüenza inicial, aprender con ella era agradable. Casi podía decir que, al finalizar la "clase", ya éramos algo más cercanos que simples conocidos.
Ella me hablaba de cosas que sucedían cada tanto cuando los aventureros visitaban la taberna y narraban historias épicas de guerreros batallando con bestias sacadas del mismísimo averno mientras yo terminaba de escribir las palabras que ella soltaba al azar durante su historia.
También me contó que, cuando termine el periodo de prueba de uno de sus trabajadores, ella abandonaría el hotel y viajaría de ciudad en ciudad, cazando bestias y atrapando bandidos como una verdadera aventurera. Aunque aquello de atrapar bandidos me sonaba más a caballero que aventurera, ya que los aventureros que había conocido no eran más que caza recompensas codiciosos que no veían más allá de su bolsillo.
Aunque, claramente, no quise arruinarle la ilusión. Ya no me caía tan mal como para tentarme con aquello.
– Y luego supongo que crearé mi propio gremio, uno compuesto por guerreros de orígenes humildes porque los ricos y muchos clase media siempre me parecieron idiotas presumidos. – refunfuñó lo último, aunque, desde mi punto de vista, ella contaba como clase media. Considerando que su familia tenía un hotel/bar.
– Y... ¿Cómo lo llamarías? – bostecé y terminé de escribir la palabra gremio, sintiéndome bien conmigo mismo al ver que sabía lo que decía y no parecía estar mal. Aunque mi caligrafía obviamente era pésima.
– Escribe golondrina ahora. – apuntó a la hoja, antes de contestar. – Supongo que lo llamaría Diamante en bruto. – me miró significativamente y yo no supe entenderla de lo fundido que tenía el cerebro de tanto escribir, pero Amber lo dejó allí en cuanto vimos a Arthur volver después de varias horas.
– Veo que se llevan bien y, Carbón, avanzaste bastante en tan poco tiempo. Te dije que tú podías, solo debías intentarlo. – detalló las varias hojas que había logrado escribir, antes de dirigirse a Amber. – Te agradezco que ayudaras, pero es algo tarde y Carbón ya debe dormir, ¿No es así? – me limité a asentir mansamente, el cansancio podía conmigo y, muy a mi pesar, terminé haciéndole caso a Arthur al prácticamente arrastrarme a mi cuarto sin rechistar.
Había sido un día muy largo.
– Que duermas bien, Carbón. – saludó Amber y, antes de que desapareciera por el hueco de la puerta, asentí sin mirarla, levantando mi mano para saludarla a lo lejos.
No duré ni tres segundos tumbado en la cama antes de terminar noqueado hasta la mañana siguiente.