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Chapter 190 - 14 Los visitantes de Virlomi

De: SerImperial%HotSoup@CiudadProhibida.ch.gov A: Suriyawong@hegemon.gov

Sobre: Hemos encontrado a Paribatra

Suriyawong, me alegra decirte que Paribatra, el antiguo primer ministro de Tailandia, ha sido localizado. Su salud no es buena pero con cuidados adecuados se cree que podrá recuperarse hasta donde cabe esperar en un hombre de su edad.

El antiguo Gobierno casi había perfeccionado el arte de hacer desaparecer a las personas sin llegar a matarlas, pero aún estamos tratando de localizar a otros exiliados tailandeses. Tengo grandes esperanzas de encontrar y liberar a los miembros de tu familia.

Sabes que me opuse a todas estas acciones ilegales contra Tailandia, sus ciudadanos y su Gobierno. He aprovechado la primera oportunidad para deshacer tanto daño como me ha sido posible.

Por motivos políticos internos no puedo entregar a Paribatra directamente a la organización de Tailandia Libre de Ambul en este momento, aunque espero que este grupo sea el núcleo del nuevo Gobierno de Tailandia y espero una pronta reconciliación.

Como entregamos a Paribatra al cuidado del Hegemón, parece adecuado que tú, que tanto te esforzaste por liberar Tailandia, seas quien lo reciba.

* * *

Virlomi fue a Hiderabad y, delante de la verja del complejo militar donde una vez trabajó en virtual cautiverio, trazando planes para guerras e invasiones en las que no creía, construyó una choza con sus manos.

Cada día iba a un pozo y sacaba agua, aunque había pocas aldeas en la India que no tuvieran ya agua corriente y potable. Cada amanecer enterraba sus detritos nocturnos, aunque la mayoría de las aldeas tenían sistemas de alcantarillado en funcionamiento.

Los indios acudían a ella a centenares para hacerle preguntas. Cuando estaba cansada, salía y lloraba por ellos y les suplicaba que volvieran a casa. Se iban, pero a la mañana siguiente llegaban otros.

Ningún soldado se le acercaba, así que no hubo ninguna provocación abierta por parte de los musulmanes del complejo militar. Naturalmente, ella controlaba al Ejército indio, que se volvía más fuerte cada día, por medio de sus móviles codificados, que cada día eran cambiados por otros nuevos y recargados por ayudantes que se hacían pasar por suplicantes ordinarios.

De vez en cuando personas de otras tierras iban a verla. Sus ayudantes les decían entre susurros que ella no hablaba con nadie que no estuviera descalzo, y si llevaban traje occidental les ofrecían ropa adecuada, cosa que no les gustaba, así que era mejor que fueran vestidos ya con ropa india de su propia elección.

Tres visitantes fueron a verla en una semana de vigilia.

* * *

El primero fue Tikal Chapekar. El emperador Han lo había puesto en libertad, junto con muchos otros cautivos indios. Si esperaba algún tipo de ceremonia cuando regresó a la India, se quedó con un palmo de narices.

Al principio supuso que el silencio de los medios se debía a que los conquistadores musulmanes no permitían ninguna mención del regreso del primer ministro prisionero de la India.

Así que fue a Hiderabad a quejarse al califa en persona, quien gobernaba su vasto imperio musulmán desde dentro de los muros del complejo militar que había allí. Le permitieron entrar en el complejo, aunque mientras esperaba en el puesto de control sintió curiosidad por una choza que se alzaba a unas docenas de metros de distancia, ante la cual hacían cola muchísimos más indios de los que la hacían para ver a los gobernantes de la nación.

—¿Qué es esa choza? —preguntó—. ¿Tienen que ir ahí los ciudadanos corrientes antes de entrar por esta verja?

Los guardias de la puerta se rieron de su pregunta.

—¿Eres indio y no sabes dónde vive Virlomi?

—¿Quién es Virlomi?

Entonces los guardias recelaron.

—Ningún hindú diría eso. ¿Quién eres?

Les explicó que había permanecido cautivo hasta hacía unos pocos días y que no estaba al tanto de las noticias.

—¿Noticias? —dijo uno de los guardias—. Virlomi no sale en las noticias. Ella crea sus propias noticias.

—Ojalá nos dejaran pegarle un tiro —murmuró otro.

—Y entonces ¿quién te protegería cuando te arrancaran miembro tras miembro?

—dijo otro, alegremente.

—Entonces... ¿quién es ella? —preguntó Chapekar.

—El alma de la India es una mujer —dijo el que quería dispararle. Dijo «mujer» con todo el desprecio que cabía en una sola palabra. Luego escupió.

—¿Qué cargo ostenta? —preguntó Chapekar.

—Los hindúes ya no tienen cargos —contestó otro guardia—. Ni siquiera tú, ex primer ministro.

Chapekar sintió una oleada de alivio. Alguien había reconocido su nombre.

—¿Porque prohibís al pueblo indio elegir a sus propios gobernantes?

—Lo permitimos —dijo el guardia—. El califa convocó unas elecciones, pero no salió nadie.

—¿Nadie votó?

—Nadie se presentó para el puesto. Chapekar se echó a reír.

—La India es una democracia desde hace cientos de años. La gente se presenta a los cargos públicos. La gente vota.

—No cuando Virlomi le pide que no sirvan en ningún cargo hasta que los señores musulmanes abandonen la India.

Entonces Chapekar lo comprendió todo. Ella era carismática, como Ghandi hacía siglos. Algo bien triste, ya que imitaba un estilo de vida indio primitivo que no existía desde hacía mucho tiempo. Con todo, había magia en los antiguos iconos, y con tantos desastres cayendo sobre la India, el pueblo buscaría a alguien que diera alas a su imaginación.

Sin embargo, Ghandi nunca había gobernado la India. Ese trabajo era para gente más práctica. Si él pudiera hacer correr la voz de que había vuelto... Sin duda el califa querría un Gobierno indio legítimo restaurado que ayudara a mantener el orden.

Después de una espera adecuada, lo condujeron a un edificio. Después de otra espera, lo llevaron a la antesala del despacho del califa. Y finalmente lo condujeron a su presencia.

Excepto que la persona con la que se encontró no era el califa, sino su antiguo adversario, Ghaffar Wahabi, que había sido primer ministro de Pakistán.

—Creía que iba a ver al califa —dijo Chapekar—, pero me alegro de verte a ti primero, viejo amigo.

Wahabi sonrió y asintió, pero no se levantó y, cuando Chapekar hizo ademán de acercarse a él, unas manos lo contuvieron. Sin embargo no le impidieron sentarse en una silla, cosa de agradecer, porque Chapekar ya se cansaba fácilmente.

—Me alegra ver que los chinos han recuperado el sentido común y liberan a sus prisioneros. Este nuevo emperador que tienen es débil, un mero muchacho, pero una China débil es mejor para todos nosotros, ¿no crees?

Chapekar negó con la cabeza.

—Los chinos lo adoran.

—El islam ha hundido en el polvo el rostro de China —dijo Wahabi.

—¿Y el rostro de la India también? —preguntó Chapekar.

—Hubo excesos bajo el anterior liderazgo militar. Pero el califa Alai, que Dios lo conserve, puso fin a eso hace algún tiempo. Ahora la líder de los rebeldes se sienta ante nuestra verja y no tenemos problemas, y ella y sus seguidores no son molestados.

—Así que el dominio musulmán es benigno. Y sin embargo, cuando el primer ministro indio regresa, no hay una sola palabra en la televisión, ni una entrevista. No hay ningún coche esperándolo. Ningún cargo.

Wahabi sacudió la cabeza.

—Mi viejo amigo, ¿no recuerdas? Cuando los chinos rodeaban y engullían a tus ejércitos, mientras barrían la India, hiciste un gran anuncio público. Dijiste, si no recuerdo mal, que no habría ningún Gobierno en el exilio. Que el gobernador de la India a partir de entonces sería... y lo digo con toda modestia... yo.

—Quería decir, por supuesto, hasta mi regreso.

—No fuiste muy claro —dijo Wahabi—. Estoy seguro de que podremos conseguir que alguien te ponga el vídeo. Puedo mandar llamar si...

—Vas a mantener a la India sin Gobierno porque...

—La India tiene un Gobierno. Desde la desembocadura del Indo a la desembocadura del Ganges, desde el Himalaya a las olas que lamen las orillas de Sri Lanka, la bandera de Pakistán ondea sobre una India unida. Bajo el liderazgo inspirado por Dios del califa Alai, loado sea Alá.

—Ahora comprendo por qué suprimes la noticia de mi llegada —dijo Chapekar, poniéndose en pie—. Tienes miedo de perder lo que tienes.

—¿Qué tengo yo? —Wahabi rió—. Nosotros somos el Gobierno, pero Virlomi tiene la India. ¿Crees que nosotros censuramos las noticias referidas a ti? Virlomi le pidió al pueblo indio que no viera la televisión mientras los invasores musulmanes mantuvieran su presencia no deseada en la Madre India.

—¿Y la obedecen?

—La caída en el consumo nacional de energía es notable. Nadie te entrevistó, viejo amigo, porque no hay periodistas. Y aunque los hubiera, ¿por qué iban a preocuparse por ti? No gobiernas la India, y yo no gobierno la India, y si quieres tener algo que ver con la India, te quitarás los zapatos y te pondrás en esa fila delante de la choza que hay ante la verja.

—Sí—dijo Chapekar—. Eso haré.

—Vuelve y cuéntame qué te dice. Yo mismo he estado pensando en hacerlo también.

Así que Chapekar salió del complejo militar y se unió a la fila. Cuando el sol se puso y el cielo empezó a oscurecerse, Virlomi salió de la choza y lloró de pena porque no podía oírlos y hablar personalmente con todos.

—Marchaos a casa —dijo—. Rezo por vosotros, por todos. Sea cual sea el deseo de vuestro corazón, que los Dioses os lo concedan, si eso no causa daño a otros. Si necesitáis comida o trabajo o refugio, volved a vuestra ciudad o vuestro pueblo y decid que Virlomi reza por esa ciudad, por ese pueblo. Decid que mi oración es ésta: que los dioses bendigan al pueblo hasta el grado exacto en que ayude a los hambrientos y desempleados y sin hogar. Luego ayudad a hacer de esta plegaria una bendición sobre ellos en vez de una maldición. Intentad encontrar a alguien menos afortunado que vosotros y ayudadle. Al ayudarle, también os levantaréis.

Luego volvió a entrar en la choza.

La multitud se dispersó. Chapekar se sentó a esperar hasta la mañana. Uno de los otros que estaban en la cola dijo:

—No te molestes. Nunca ve a nadie que pasa la noche. ¡Dice que si deja que la gente obtenga ventaja haciendo eso pronto la llanura se cubrirá de indios roncando y nunca volverá a dormir!

El hombre y otros más se rieron, pero Chapekar no se rió. Ahora que había visto a su adversaria, se preocupó. Era hermosa y de aspecto amable, y se movía con gracia inenarrable. Lo dominaba todo: la demagoga perfecta para la India. Los políticos siempre habían gritado para azuzar el frenesí de la gente. Pero aquella mujer hablaba amablemente y los hacía anhelar sus palabras, así que apenas tenía que decir nada para que ellos se sintieran benditos por escucharla.

Con todo, no era más que una mujer solitaria. Chapekar sabía mandar ejércitos. Más importante, sabía cómo hacer que el Congreso aprobara las leyes y mantener a raya a los miembros del partido. Todo lo que necesitaba hacer era unirse a esa muchacha y pronto sería el verdadero dueño de su partido.

Ahora lo que necesitaba era un sitio donde pasar la noche y regresar a verla por la mañana.

Se marchaba cuando uno de los ayudantes de Virlomi le tocó el hombro.

—Señor —dijo el joven—, la Señora ha pedido verle.

—¿A mí?

—¿No es usted Tikal Chapekar?

—Lo soy.

—Entonces ha pedido verle a usted. —El joven lo miró de arriba abajo, luego se arrodilló, recogió un poco de tierra y la arrojó al traje de Chapekar y empezó a frotarla.

—¿Qué estás haciendo? ¿Cómo te atreves?

—Si no parece que su traje es viejo y ha visto usted mucho sufrimiento, entonces...

—¡Idiota! ¡Mi traje es viejo y he sufrido en el exilio!

—A la Señora no le importará, señor. Pero haga lo que desee. Es esto o el taparrabos. Ella tiene varios en la choza, para poder humillar a los hombres orgullosos.

Chapekar miró al joven con mala cara, luego se agachó, recogió tierra y empezó a frotársela por la ropa.

Unos cuantos minutos más tarde entró en la choza. Estaba iluminada por tres lamparitas de aceite. Las sombras bailaban en las paredes de barro seco.

Ella lo saludó con una sonrisa que parecía cálida y amistosa. Tal vez aquello iría mejor que lo que había temido.

—Tikal Chapekar —dijo—. Me alegra que nuestro pueblo vuelva del cautiverio.

—El nuevo emperador es débil —respondió Chapekar—. Cree que complacerá a la opinión mundial dejando marchar a sus prisioneros.

Ella no dijo nada.

—Has hecho un trabajo excelente molestando a los musulmanes. Ella no dijo nada.

—Quiero ayudarte.

—Excelente —dijo ella—. ¿Qué armas sabes usar? El se echó a reír.

—Ninguna arma.

—Entonces... no como soldado, pues. ¿Sabes escribir a máquina? Sé que sabes leer, así que supongo que puedes seguir los registros de nuestros ordenadores militares.

—¿Militares?

—Somos una nación en guerra —dijo ella simplemente.

—Pero yo no soy soldado de ninguna clase.

—Lástima.

—Soy gobernador.

—El pueblo indio está haciendo un trabajo excelente gobernándose solo ahora mismo. Lo que necesita son soldados que expulsen a sus agresores.

—Pero tú tienes un gobierno aquí mismo. Tus ayudantes, que le dicen a la gente lo que tiene que hacer. El que me cubrió de tierra.

—Ellos ayudan a la gente. No la gobiernan. Le dan consejo.

—¿Y así es cómo gobiernas toda la India?

—Yo hago sugerencias y mis ayudantes cuelgan los vids en las redes —dijo Virlomi—. Luego el pueblo decide si obedecerme o no.

—Puedes rechazar el Gobierno ahora —dijo Chapekar—. Pero algún día lo necesitarás.

Virlomi negó con la cabeza.

—Nunca necesitaré un Gobierno. Tal vez algún día la India decida tener un Gobierno, pero yo no lo necesitaré nunca.

—Entonces no me detendrías si instara a seguir exactamente ese mismo curso. En las redes.

Ella sonrió.

—Quien acuda a tu sitio, que esté de acuerdo o disienta como considere adecuado.

—Creo que cometes un error —dijo Chapekar.

—Ah —dijo Virlomi—. ¿Y te parece frustrante?

—La India necesita algo mejor que una mujer solitaria en una choza —Y sin embargo esta mujer solitaria en una choza ha contenido al ejército chino en los pasos del este el tiempo suficiente para que los musulmanes lograran su victoria. Y esta mujer solitaria dirigió la guerra de guerrillas y los levantamientos contra las tropas de ocupación musulmanas. Y esta mujer solitaria trajo al califa de Damasco a Hyderabad para que tomara el control de su propio ejército, que cometía atrocidades contra la India.

—Y estás muy orgullosa de tus logros.

—Me agrada que los dioses vieran adecuado darme algo útil que hacer. Te he ofrecido algo útil a ti también, pero lo rechazas.

—Me has ofrecido humillación y futilidad. —Chapekar se levantó para marcharse.

—Exactamente los dones que una vez recibí de tu mano. El se volvió a mirarla.

—¿Nos hemos visto antes?

—¿Lo has olvidado? Una vez viniste a ver a los graduados de la Escuela de Batalla que estaban planificando tu estrategia. Pero rechazaste todos nuestros planes. Los despreciaste y seguiste en cambio los planes del traidor Aquiles.

—Vi todos vuestros planes.

—No, sólo viste los planes que Aquiles quiso que vieras.

—¿Fue culpa mía? Creía que eran vuestros.

—Yo preví la caída de la India porque los planes de Aquiles debilitaban nuestros ejércitos y exponían nuestras líneas de suministros a los ataques chinos. Preví que no harías nada excepto inútil retórica, como el monstruoso acto de nombrar a Wahabi gobernador de la India, como si el Gobierno de la India fuera tuyo para otorgarlo a otro según tu voluntad. Vi, todos vimos, lo inútil y vanidoso y estúpido que eras en tu ambición, y lo fácilmente que Aquiles te manipuló con halagos.

—No tengo por qué escuchar esto.

—Entonces márchate —dijo Virlomi—. No digo nada que no se repita una y otra vez en los lugares secretos de tu corazón.

El no se marchó.

—Después de irme, para notificar al Hegemón lo que estaba pasando, para que tal vez mis amigos de la Escuela de Batalla pudieran salvarse del plan de Aquiles para asesinarlos a todos... cuando ese encargo se cumplió, establecí la resistencia al dominio chino en las montañas del este. Pero en la Escuela de Batalla, dirigidos por un joven brillante, valiente y hermoso llamado Sayagi, los miembros de la Escuela de Batalla trazaron planes que habrían salvado la India, si tú los hubieras seguido. A riesgo de su propia vida, los publicaron en las redes, sabiendo que Aquiles no permitiría que te llegara ninguno si te los enviaban a través de él. ¿Viste los planes?

—No tengo costumbre de obtener mis planes de guerra en las redes.

—No. Obtuviste tus planes de nuestro enemigo.

—No lo sabía.

—Tendrías que haberlo sabido. Estaba muy claro lo que era Aquiles. Viste lo que nosotros vimos. La diferencia es que nosotros lo odiábamos y tú lo admirabas... por exactamente las mismas tendencias.

—Nunca vi los planes.

—Nunca pediste ni una brizna de consejo a las mentes más brillantes de la India. En cambio, confiaste en un psicópata belga. Y seguiste su consejo para librar una guerra sin motivo contra Birmania y Tailandia, extendiendo el conflicto a naciones que no nos habían hecho ningún daño. Un hombre que abraza la voz del mal cuando le susurra al oído no es menos maligno que quien susurra.

—No me impresiona tu habilidad para acuñar aforismos.

—Sayagi desafió a Aquiles a la cara, y Aquiles lo mató.

—Entonces fue un idiota al hacerlo.

—Muerto como está, Sayagi tiene más valor para la India del que tú has tenido o tendrás jamás en todos los días de tu vida.

—Lamento que esté muerto. Pero yo no lo estoy.

—Te equivocas. Sayagi sigue viviendo en el espíritu de la India. Pero tú estás muerto, Tikal Chapekar. Estás tan muerto como puede estarlo un hombre, y todavía respiras.

—Así que ahora me vienes con amenazas.

—Les pedí a mis ayudantes que te trajeran a mí para poder ayudarte a comprender lo que te sucederá ahora. No hay nada para ti en la India. Tarde o temprano te marcharás y te labrarás una vida en otra parte.

—No me marcharé nunca.

—Sólo el día en que te marches empezarás a comprender el Satyagraha.

—¿La aceptación pacífica?

—La disposición a sufrir, tú mismo y en persona, por una causa que crees justa. Sólo cuando estés dispuesto a abrazar el Satyagraha empezarás a compensar lo que le has hecho a la India. Ahora deberías irte.

Chapekar no había advertido que nadie estuviera escuchando. Podría haberse quedado a discutir, pero en el momento en que ella dijo aquellas palabras un hombre entró en la choza y lo sacó.

Pensaba que lo iban a dejar marchar, pero no lo hicieron. Lo condujeron al pueblo y lo sentaron al fondo de una pequeña oficina y le mostraron unas imágenes de las redes.

Eran imágenes suyas. Una corta escena en la que el joven le echaba tierra encima.

«Tikal Chapekar ha vuelto», dijo una voz.

La imagen cambió para mostrar a Chapekar en sus días de gloria. Breves escenas y fotos.

«Tikal Chapekar trajo la guerra a la India al atacar Birmania y Tailandia sin ninguna provocación, todo para intentar convertirse en un gran hombre.»

Entonces aparecieron imágenes de víctimas indias de atrocidades.

«En cambio, fue hecho prisionero por los chinos. No estuvo aquí para ayudarnos en nuestra hora de necesidad.»

La imagen donde aparecía cubierto de tierra regresó a la pantalla.

«Ahora ha vuelto del cautiverio y quiere gobernar la India.»

Una imagen de Chapekar hablando alegremente con los guardias musulmanes ante las puertas del complejo.

«Quiere ayudar a los musulmanes a dominarnos para siempre.» De nuevo cubierto de tierra.

«¿Cómo podemos deshacernos de este hombre? Que todos finjan que no existe. Si nadie le habla, nadie lo atiende, lo acoge, lo alimenta o lo ayuda de ningún modo, tendrá que recurrir a los extranjeros que invitó a nuestra tierra.»

Fue entonces cuando pasaron las imágenes de Chapekar entregando a Wahabi el gobierno de la India.

«Incluso en la derrota invitó al mal a que cayera sobre nosotros. Pero la India no lo castigará. La India simplemente lo ignorará hasta que se marche.»

El programa terminó, naturalmente, con la escena en que le arrojaban la tierra encima.

—Bonito montaje —dijo Chapekar. Ellos lo ignoraron.

—¿Qué queréis de mí, para no publicar ese montón de basura? Ellos lo ignoraron.

Al cabo de un rato empezó a enfurecerse y trató de derribar los ordenadores al suelo. Fue entonces cuando lo agarraron y lo echaron por la puerta.

Chapekar recorrió la calle, buscando alojamiento. Había casas con habitaciones en alquiler. Abrían la puerta cuando llamaba, pero cuando le veían la cara volvían a cerrarla.

Finalmente, se plantó en la calle y gritó:

—¡Todo lo que quiero es un lugar donde dormir! ¡Y un poco de comida! ¡Lo que le daríais a un perro!

Pero nadie le dijo que se callara.

Chapekar fue a la estación de tren y trató de comprar un billete con el dinero que los chinos le habían dado para que volviera a casa. Pero nadie quiso venderle ningún billete. Le cerraban todas las ventanillas a las que se acercaba en la cara y la fila pasaba a la ventanilla contigua, sin dejarle sitio.

Al mediodía siguiente, agotado, hambriento, sediento, volvió al complejo militar musulmán y, después de que sus enemigos lo alimentaran y lo vistieran y le ofrecieran un lugar para bañarse y dormir, lo expulsaron de la India y luego de territorio musulmán. Acabó en Holanda, donde tendría que vivir de la caridad pública hasta que encontrara trabajo.

* * *

El segundo visitante no siguió ningún camino conocido para llegar a la choza. Virlomi simplemente abrió los ojos en plena noche y a pesar de la completa oscuridad, pudo verlo sentado en la esterilla, junto a la puerta.

—Estás muerto —le dijo ella.

—Sigo esperando renacer.

—Deberías haber vivido —le dijo Virlomi—. Yo te admiraba mucho. Habrías sido un buen marido para mí y un buen padre para la India.

—La India ya vive. No necesita que la des a luz —dijo Sayagi.

—La India no sabe que está viva, Sayagi. Despertar a alguien del coma es llevarlo a la vida igual que una madre da vida cuando pare a un bebé.

—Siempre tienes una respuesta, ¿no? Y la manera en que hablas ahora... como una diosa. ¿Cómo sucedió, Virlomi? ¿Fue cuando Petra decidió confiar en ti?

—Fue cuando decidí intervenir.

—Tu intervención tuvo éxito —dijo Sayagi—. La mía fracasó.

—No tendrías que haberle hablado a Aquiles. Tendrías que haberlo matado sin más.

—Dijo que había llenado el edificio de explosivos.

—¿Y lo creíste?

—Había otras vidas en juego además de la mía. Tú escapaste para poder salvar la vida de los miembros de la Escuela de Batalla. ¿Tendría yo entonces que haber sacrificado sus vidas?

—Me malinterpretas, Sayagi. Todo lo que digo es que o se actúa o no se actúa. O haces la cosa que crea la diferencia o no haces nada en absoluto. Elegiste un camino intermedio y, cuando se trata de la guerra, el camino intermedio es la muerte.

—Ahora me lo dices.

—Sayagi, ¿para qué has venido a verme?

—No lo he hecho. Sólo soy un sueño. Estás lo bastante despierta para darte cuenta de eso. Tú inventas ambas partes de esta conversación.

—Entonces, ¿por qué estoy inventándote? ¿Qué necesito aprende ti?

—Mi destino —dijo Sayagi—. Hasta ahora todos tus gambitos han funcionado, pero eso es porque siempre has jugado contra necios. Ahora Alai controla a un enemigo, Han Tzu a otro y Peter Wiggin es el más peligroso y sutil de todos. Contra todos estos adversarios, no vencerás tan fácilmente. La muerte se encuentra al final de este camino, Virlomi.

—No tengo miedo a morir. Me he enfrentado a la muerte muchas veces, y cuando los dioses decidan que me ha llegado la hora...

—¿Ves, Virlomi? Ya has olvidado que no crees en los dioses.

—Pero sí que creo, Sayagi. ¿Cómo si no puedo explicar mi sarta de victorias imposibles?

—Un entrenamiento soberbio en la Escuela de Batalla. Tu innata inteligencia. Indios sabios y valientes que sólo esperaban a un líder decisivo para enseñarles a actuar como un pueblo digno de su propia civilización. Y enemigos muy, muy estúpidos.

—¿Y no podría ser que los dioses hayan dispuesto que yo tuviera estas cosas?

—Fue una red ininterrumpida de causalidad que se remonta al primer humano que no fue un chimpancé. Y más atrás, hasta la agrupación de los planetas alrededor del sol. Si deseas llamar Dios a eso, adelante.

—La causa de todo —dijo Virlomi—. El propósito de todo. Y si no hay dioses, entonces mis propósitos tendrán que valer.

—Hacer de ti el único dios que exista.

—Si te llamo de entre los muertos tan sólo con el poder de mi mente, yo diría que soy bastante poderosa.

Sayagi se echó a reír.

—¡Oh, Virlomi, si al menos hubiéramos vivido! ¡Qué amantes habríamos podido ser! ¡Qué hijos habríamos podido tener!

—Puede que tú hayas muerto, pero yo no.

—¿Tú no? La auténtica Virlomi murió el día que escapaste de Hiderabad, y esta impostora ha estado representando el papel desde entonces.

—No —dijo Virlomi—. La auténtica Virlomi murió el día que se enteró de que te habían matado.

—Y ahora me lo dices. Cuando estaba vivo, ni un besito, nada. Creo que ni siquiera te enamoraste de mí hasta que estuve a salvo muerto.

—Márchate —dijo ella—. Es hora de que duerma.

—No. Despierta, enciende tu lámpara y anota esta visión. Aunque sólo sea una manifestación de tu inconsciente, es fascinante, y merece la pena reflexionar sobre ella. Sobre todo acerca de la parte sobre el amor y el matrimonio. Tienes algún retorcido plan dinástico para casarte. Pero te digo que sólo serás feliz casándote con un hombre que te ame a ti, no que ansíe la India.

—Ya lo sabía —dijo Virlomi—. Es que no creía que importara si yo soy feliz o no.

Fue entonces cuando Sayagi dejó la tienda. Ella escribió y escribió y escribió. Pero cuando despertó por la mañana descubrió que no había escrito nada. El hecho de escribir formaba también parte del sueño.

No importaba. Lo recordaba. Aunque él negara ser en realidad el espíritu de su amigo muerto y se burlara de ella por creer en los dioses, ella creía, y sabía que él era un espíritu en tránsito y que los dioses lo habían enviado para darle una lección.

* * *

El tercer visitante no tuvo que recibir ayuda de los ayudantes. Llegó caminando de los campos vacíos y ya llevaba atuendo campesino.

Sin embargo, no iba vestido de campesino indio. Llevaba la ropa de un trabajador de los campos de arroz chinos.

Se puso al final de la cola y se inclinó hasta el suelo. No avanzó cuando la cola avanzó. Permitió que todos los indios le pasaran delante. Y cuando atardeció y Virlomi lloró y se despidió de todos, no se marchó.

Los ayudantes no fueron a verlo. En cambio Virlomi salió de la choza y se acercó a él en la oscuridad, portando una lámpara.

—Levántate —le dijo—. Estás loco al venir hasta aquí sin escolta. Él se levantó.

—¿Entonces me han reconocido?

—¿Podrías parecer más chino?

—¿Corren los rumores?

—Pero los mantenemos apartados de las redes por ahora. Por la mañana, no habrá modo de controlarlos.

—He venido a pedirte que te cases conmigo —dijo Han.

—Soy mayor que tú —contestó Virlomi—. Y tú eres el emperador de China.

—Creía que ésa era una de mis mejores cualidades.

—Tu país conquistó al mío.

—Pero yo no. Devolví a los cautivos y en cuanto tú lo digas, vendré aquí formalmente y me arrodillaré delante de ti, de nuevo, y te pediré disculpas de parte del pueblo chino. Cásate conmigo.

—¿Qué demonios tienen que ver las relaciones entre dos naciones con compartir la cama con un muchacho de quien no tenía una gran opinión en la Escuela de Batalla?

—Virlomi, podemos destruirnos el uno al otro como rivales. O podemos unirnos y juntos tener a más de la mitad de la población del mundo.

—¿Cómo podría funcionar? El pueblo indio nunca te seguirá. El pueblo chino nunca me seguirá a mí.

—Funcionó para Fernando e Isabel.

—Sólo porque combatían a los moros. E Isabel y su pueblo tuvieron que luchar para impedir que Fernando limitara sus derechos como reina de Castilla.

—Entonces nosotros lo haremos aún mejor —dijo Han—. Todo lo que has hecho ha sido perfecto.

—Como me recordó hace poco un buen amigo, es fácil ganar cuando te enfrentas a idiotas.

—Virlomi—dijo Han.

—¿Ahora vas a decirme que me amas?

—Pero es que te amo —dijo Han—. Y sabes por qué. Todos los que fuimos elegidos para la Escuela de Batalla sólo amamos una cosa y respetamos una cosa: amamos la inteligencia y respetamos el poder. Tú creaste el poder de la nada.

—He creado el poder del amor y la confianza de mi pueblo.

—Te amo, Virlomi.

—Me amas... y sin embargo te consideras superior a mí.

—¿Superior? Yo nunca he dirigido a ejércitos en la batalla. Tú sí.

—Tú estabas en el grupo de Ender —dijo Virlomi—. Yo no. Siempre pensarás que soy inferior por eso.

—¿De verdad me estás diciendo que no? ¿O simplemente que lo intente con más energía o que se me ocurran mejores razones o que demuestre mi valor de otra forma?

—No voy a ponerte una serie de pruebas de amor —dijo Virlomi—. Esto no es un cuento de hadas. Mi respuesta es no. Ahora y siempre. El dragón y el tigre no tienen que ser necesariamente enemigos, pero ¿cómo pueden un mamífero y un reptil que pone huevos aparearse?

—Así que recibiste mi carta.

—Un cifrado patéticamente fácil. Cualquiera con medio cerebro podría entenderlo. Tu código era sólo una versión evidente de tu apodo con los dedos en una fila superior del teclado.

—Y sin embargo sólo tú, de todos los miles que acceden a las redes, descubrió que era yo.

Virlomi suspiró.

—Prométeme una cosa —dijo Han.

—No.

—Oye primero lo que tengo que pedirte.

—¿Por qué tendría que prometerte nada?

—¿Para que no vuelva a invadir preventivamente la India?

—¿Con qué ejército?

—No me refiero a ahora.

—¿Cuál es la promesa que quieres que haga?

—Que no te casarás tampoco con Alai.

—¿Una hindú casándose con el califa del islam? No sabía que tuvieras sentido del humor.

—Te lo pedirá.

—Vete a casa, Han. Y, por cierto, vimos llegar los helicópteros y los dejamos pasar.

También les pedimos a los opresores musulmanes que no os derribaran.

—Lo agradecí. Creía que significaba que me apreciabas, al menos un poquito.

—Te aprecio —dijo Virlomi—. Pero no pretendo que me engañes.

—No sabía que hubiera engaños sobre la mesa.

—No hay nada sobre la mesa. Vuelve a tu helicóptero, Niño Emperador.

—Virlomi, te lo suplico. Seamos amigos, al menos.

—Eso estaría bien. Algún día, tal vez.

—Escríbeme. Llega a conocerme.

Ella sacudió la cabeza, riendo, y regresó a su choza. Han Tzu caminó de vuelta a los campos mientras el viento de la noche se alzaba.

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