Chapter 186 - 10 Pena

De: FelixStarman%backdoor@Ruanda.gov.rw A: PeterWiggin%personal@hegemon.gov Sobre: Sólo queda una cuestión

Querido Peter:

Tus argumentos me han convencido. En principio, estoy dispuesto a ratificar la Constitución del Pueblo Libre de la Tierra. Pero en la práctica queda un asunto fundamental. He creado en Ruanda el Ejército y las Fuerzas Aéreas más formidables al norte de Pretoria y al sur de El Cairo. Por eso precisamente consideras Ruanda la clave para unificar África. Pero la motivación principal de mis soldados es el patriotismo, que no puede dejar de estar teñido de tribalismo tutsi. El principio del control civil de los militares no es, que digamos, tan importante en su idiosincrasia.

Que yo entregue mis tropas a un Hegemón que casualmente no sólo es blanco, sino estadounidense de nacimiento, supondría un grave riesgo de golpe de Estado que causaría un baño de sangre en las calles y desestabilizaría toda la región.

Por eso es esencial que decidas por adelantado quién será el comandante de mis fuerzas. Sólo hay un candidato plausible. Muchos de mis hombres tienen en alta consideración a Julian Delphiki. Se ha corrido la voz. Lo consideran una especie de dios. Su historial como genio militar es respetado por mi cuerpo de oficiales; su enorme tamaño le da estatura heroica, y la parte africana de su sangre, que es, por fortuna, visible en sus rasgos y color, lo convierte en un hombre al que los ruandeses patrióticos podrían seguir.

Si me envías a Bean para que esté a mi lado como el hombre que asumirá el mando de las fuerzas ruandesas cuando sean parte del Ejército del Pueblo Libre, entonces apoyaré y someteré el tema a plebiscito popular. La gente que no vote una Constitución contigo a la cabeza votará por una Constitución cuyo rostro sea el de Julian el Gigante.

Sinceramente,

Félix.

* * * Virlomi habló por el móvil con su contacto.

—¿Todo despejado?—preguntó.

—No es una trampa. Se han ido.

—¿Cómo está la situación?

—Lo siento muchísimo. Muy mala.

Virlomi guardó el teléfono y abandonó el refugio de los árboles y se encaminó hacia el poblado.

Había cadáveres tendidos en la puerta de todas las casas ante las que pasaba. Pero Virlomi no se volvió. Tenían que asegurarse de filmar primero.

En el centro de la aldea, los soldados musulmanes habían matado y asado una vaca. Los cadáveres de una veintena de adultos hindúes rodeaban la hoguera.

—Diez segundos —dijo Virlomi.

Obediente, el hombre de la cámara grabó durante diez segundos. Durante la toma, un cuervo se posó pero no comió nada. Simplemente dio un par de pasos y echó a volar de nuevo. Virlomi escribió mentalmente el guión: «Los dioses envían a sus mensajeros para ver y, llenos de pena, se marchan volando.»

Virlomi se acercó a los muertos y vio que cada cadáver tenía un trozo de carne ensangrentada y a medio cocinar en la boca. No habían gastado balas con los muertos: les habían abierto la garganta.

—Primer plano. Esos tres, uno a uno. Cinco segundos cada uno.

El hombre de la cámara, hizo su trabajo. Virlomi no tocó ninguno de los cadáveres.

—¿Cuántos minutos quedan?

—De sobra —dijo el hombre de la cámara.

—Entonces grábalos a todos. A todos.

El hombre de la cámara pasó de un cadáver a otro, sacando fotos digitales que pronto aparecerían en las redes. Mientras tanto, Virlomi fue de casa en casa. Esperaba que al menos quedara una persona con vida. Alguien que pudiera salvar. Pero no había nadie.

En la puerta de la casa más grande de la aldea, uno de los hombres de Virlomi la esperaba.

—Por favor, no entres, Señora.

—Debo hacerlo.

—No querrás esto en tu memoria.

—Entonces es exactamente lo que no debo olvidar. El inclinó la cabeza y se hizo a un lado.

Cuatro clavos en un travesaño habían servido a la familia como ganchos para la ropa. Esa ropa formaba un montón en el suelo. Habían atado las camisas alrededor de los cuellos de los niños, el más pequeño apenas un bebé, el mayor de unos nueve años. Los habían colgado de los ganchos para que se estrangularan lentamente.

Al otro lado de la habitación yacían los cadáveres de una pareja joven, otra pareja de mediana edad y una anciana. Habían obligado a los adultos de la casa a ver morir a sus hijos.

—Cuando haya terminado con la hoguera —dijo Virlomi—, que venga aquí.

—¿Hay suficiente luz aquí dentro, Señora?

—Derribad una pared.

La echaron abajo en cuestión de minutos y la luz inundó el oscuro lugar.

—Empieza aquí —le dijo Virlomi al hombre de la cámara, señalando los cadáveres de los adultos—. Haz un barrido lento. Y luego ve más rápido, hasta lo que se han visto obligados a contemplar. Céntrate en los cuatro niños. Luego, cuando yo entre en plano, quédate conmigo. Pero no tan cerca para no poder ver todo lo que hago con el niño.

—No puedes tocar a un cadáver —dijo uno de sus hombres.

—Los muertos de la India son mis hijos. No pueden ensuciarme. Sólo los que los asesinaron están sucios. Lo explicaré a la gente que vea el vídeo.

El hombre de la cámara empezó a rodar, pero entonces Virlomi advirtió las sombras de los soldados en la toma y le hizo empezar de nuevo.

—Debe ser una toma continua —dijo—. Nadie lo creerá si no es una toma continua y sin sobresaltos.

El hombre de la cámara empezó de nuevo. Barrió lentamente.

Cuando enfocó a los niños sus buenos veinte segundos, Virlomi entró en el plano y se arrodilló ante el cadáver del niño mayor. Extendió la mano y le tocó los labios con los dedos.

Los hombres no pudieron evitarlo. Jadearon.

Bueno, que lo hagan, pensó Virlomi. Lo mismo hará el pueblo de la India. Lo mismo hará el pueblo del mundo entero.

Se levantó y tomó al niño en brazos, levantándolo. Sin ninguna tensión en la camisa, se soltó fácilmente del clavo. Lo llevó al otro lado de la habitación y lo depositó en los brazos del joven padre.

—Oh, Padre de la India —dijo, en voz alta, para que lo registrara la cámara—.

Dejo en tus brazos a tu hijo, la esperanza de tu corazón.

Se levantó y regresó lentamente a donde estaban los niños. Sabía que no debía mirar a la cámara. Tenía que actuar como si no supiera que la cámara estaba allí. No es que nadie fuera a dejarse engañar, pero mirar hacia la cámara le recordaba a la gente que había otros observadores. Mientras pareciera ajena a la cámara, quienes la vieran olvidarían que tenía que haber alguien grabando y se sentirían como si sólo ellos y ella y los muertos estuvieran en ese lugar.

Virlomi se arrodilló ante cada niño por turno, luego se incorporó y los liberó de los crueles clavos de los que antes colgaron chales o mochilas escolares. Cuando depositó al segundo chiquillo, una niña, junto a la joven madre, dijo:

—Oh, Madre de la Casa India, aquí está la hija que cocinaba y limpiaba a tu lado.

Ahora tu hogar está bañado permanentemente con la sangre pura de los inocentes.

Cuando depositó a una niña pequeña junto a los cuerpos de la pareja de edad mediana, dijo:

—Oh, historia de la India, ¿tienes espacio para un cuerpecito más en tu memoria?

¿O estás llena de nuestra pena por fin? ¿Es por fin este cuerpo demasiado imposible de soportar?

Cuando liberó del gancho al niño de dos años no pudo caminar con él. Tropezó y cayó de rodillas y lloró y besó la cara distorsionada y ennegrecida. Cuando pudo volver a hablar, dijo:

—Oh, mi niño, mi niño, ¿por qué te parió mi vientre, sólo para escuchar tu silencio en lugar de tu risa?

No se levantó de nuevo. Habría sido demasiado torpe y mecánico. En cambio, se arrastró de rodillas por el áspero suelo, un lento y firme avance, de modo que cada gesto se convirtió en parte de una danza. Dejó el cuerpecito junto al cadáver de la anciana.

—¡Bisabuela! —lloró Virlomi—. Bisabuela, ¿no puedes salvarme? ¿No puedes ayudarme? Bisabuela, ¡me miras pero no haces nada! ¡No puedo respirar, bisabuela!

¡Tú eres la vieja! ¡Eres tú quien tiene que morir antes que yo, bisabuela! Yo debo rodear tu cuerpo y ungirte de ghi y agua del sagrado Ganges. ¡En mis manitas tendría que haber habido un puñado de paja para hacer pranam para ti, para mis abuelos, para mi madre, para mi padre!

Así le dio voz al niño.

Entonces rodeó con el brazo el hombro de la anciana y alzó en parte su cuerpo, para que la cámara pudiera ver su rostro.

—Oh, pequeño, ahora estás en los brazos de Dios, igual que yo. Ahora el sol chorreará por tu cara para calentarla. Ahora el Ganges lavará tu cuerpo. Ahora el

fuego purificará y las cenizas fluirán hasta el mar. Mientras tu alma va a casa a esperar otro giro de la rueda.

Virlomi se volvió a mirar hacia la cámara y entonces señaló a todos los muertos.

—Así es como yo me purifico. Con la sangre de los mártires me lavo. En el hedor de la muerte encuentro mi perfume. Los amo más allá de la tumba, y ellos me aman, y me completan.

Entonces extendió la mano hacia la cámara.

—Califa Alai, nos conocimos entre las estrellas y los planetas. Entonces eras uno de los nobles. Eras uno de los grandes héroes, que actuaban por el bien de toda la humanidad. ¡Deben de haberte matado, Alai! ¡Debes de estar muerto puesto que ocurren estas cosas en tu nombre!

Hizo un gesto y el hombre de la cámara se acercó. Sabía por experiencia que con aquel operador sólo su rostro sería visible. Se mantuvo casi inexpresiva, pues a esa distancia cualquier tipo de expresión hubiese parecido histriónica.

—Una vez me hablaste en los pasillos de aquel lugar estéril. Sólo dijiste una palabra. Salam, dijiste. Paz, dijiste. Llenó mi corazón de alegría. —Sacudió una sola vez la cabeza, lentamente—. Sal de tu escondite, oh, califa Alai, y sé dueño de tu obra. O si no es tu obra, entonces repúdiala. Únete a mí en la pena por los inocentes.

Como su mano no se veía, hizo un gesto con los dedos para decirle al hombre de la cámara que abriera el plano e incluyera de nuevo toda la escena.

Entonces Virlomi dejó que sus emociones corrieran libres. Lloró de rodillas, luego gimió y se abalanzó sobre los cadáveres y aulló y sollozó durante un minuto entero. La versión para los ojos occidentales tendría texto en esa parte, pero para los hindúes toda la experiencia aterradora se extendería sin interrupción. Virlomi profanándose ante los cuerpos de los muertos sin lavar; pero no, no, Virlomi purificada por su martirio. El pueblo no podría apartar la mirada.

Ni los musulmanes que lo vieran. Algunos se pavonearían. Pero otros se sentirían horrorizados. Las madres se verían a sí mismas en su pena. Los padres se verían a sí mismos en los cadáveres de los hombres que habían sido incapaces de salvar a sus hijos.

Lo que ninguno de ellos oiría era lo que ella no había dicho: ni una sola amenaza, ni una sola maldición. Sólo pena y una llamada al califa Alai.

Para el mundo entero, el vídeo provocaría pena y horror.

El mundo musulmán quedaría dividido, pero la porción que se alegraría de aquel vídeo sería más pequeña cada vez que se mostrara.

Y para Alai, sería un desafío personal. Ella estaba colocando ante su puerta la responsabilidad por todo aquello. Tendría que salir de Damasco y tomar el mando en

persona. Se acabó esconderse. Ella había forzado su jugada. Ahora tendría que ver qué podía hacer.

* * *

El vídeo recorrió el mundo, primero en las redes, luego en los medios de emisión, a los que se les proporcionaron archivos de alta resolución. Naturalmente, hubo acusaciones de que todo era falso, o de que los hindúes habían cometido aquellas atrocidades. Pero nadie lo creía realmente. Encajaba demasiado bien con la reputación que los musulmanes se habían creado durante las guerras islámicas que habían estallado siglo y medio antes de que llegaran los insectores. Y era inconcebible que los hindúes profanaran a los muertos como habían sido profanados ésos.

Aquellas atrocidades se cometían para sembrar el terror en los corazones de los enemigos. Pero Virlomi había tomado ésa y la había convertido en otra cosa. Pena. Amor. Resolución. Y, finalmente, una llamada a la paz.

No importaba que pudiera tener toda la paz que quisiera simplemente sometiéndose al dominio musulmán. El mundo comprendería que la completa sumisión al islam no traería la paz, sino la muerte de la India y su sustitución por una tierra de marionetas. Ella lo había dejado tan claro en vids anteriores que no hacía falta repetirlo.

Intentaron que Alai no viera el vídeo, pero él se negó a dejarles bloquear lo que veía en su propio ordenador. Lo vio una y otra vez.

—Espera a que podamos investigar si es verdad —dijo Ivan Lakowski, el ayudante medio kazajo en quien más confiaba y a quien se remitía cuando no actuaba como califa.

—Sé que es verdad.

—¿Porque conoces a esa Virlomi?

—Porque conozco a los soldados que dicen pertenecer al islam.

—Miró a Ivan mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. Mi estancia en Damasco se ha terminado. Soy el califa. Dirigiré a los ejércitos en el campo. Y castigaré con mi propia mano a los hombres que actúen de esa forma.

—Es un digno objetivo —dijo Ivan—. Pero el tipo de hombres que masacraron esa aldea en la India y bombardearon con nucleares La Meca en la última guerra siguen ahí fuera. Por eso no se obedecen tus órdenes. ¿Qué te hace pensar que podrás alcanzar con vida a tus ejércitos?

—Porque si en verdad soy el califa y Dios quiere que lidere a su pueblo hacia el bien, me protegerá —dijo Alai.