Valentine se lo m ostró a Andrew com o una curiosidad.
—He oído hablar de ello antes, pero esta es la prim era vez que he estado lo bastante cerca com o para asistir a uno. —Era un anuncio local en la red de noticias de una « charla» para un hom bre m uerto.
Andrew nunca se había sentido cóm odo con la form a en que su seudónim o,
« P ortavoz de los Muertos» , había sido tom ado por otros y convertido en el título de un casi clérigo de una nueva religión que proclam aba la verdad. No había doctrina, así que la gente de casi cualquier fe podía invitar a un portavoz de los m uertos para que tom ara parte en unos servicios funerarios regulares, o para dar una charla separada después —a veces m ucho después— de que el cuerpo hubiera sido enterrado o incinerado.
Ese actuar com o portavoz de los m uertos no surgió sin em bargo de su libro La reina Colmena. Fue el segundo libro de Andrew, El Hegemón, lo que traj o a la existencia esa nueva costum bre funeraria. El herm ano de Andrew y de Valentine, P eter, se habían convertido en Hegem ón tras las guerras civiles y a través de una m ezcla de hábil diplom acia y fuerza bruta que había unido a toda la
Tierra baj o un único y poderoso gobierno. Dem ostró ser un déspota ilustrado, y estableció instituciones que com partirían la autoridad en el futuro; y fue baj o el gobierno de P eter que se em prendió el im portante asunto de la colonización de otros planetas. Sin em bargo, desde su infancia, P eter había sido cruel y poco com pasivo, y Andrew y Valentine le tem ían. De hecho, fue P eter quien arregló las cosas de m odo que Andrew no pudiera regresar a la Tierra tras su victoria en la Tercera Guerra de los Insectores. Así que resultaba difícil para Andrew no odiarle.
P or eso había investigado y escrito El Hegemón: para intentar hallar la verdad del hom bre detrás de las m anipulaciones y las m asacres de los horribles recuerdos infantiles. El resultado fue una im placablem ente j usta biografía que m edía al hom bre y no ocultaba nada. P uesto que el libro estaba firm ado con el m ism o nom bre que La reina Colmena, que y a había cam biado actitudes hacia los insectores, obtuvo una gran atención y finalm ente dio nacim iento a esos portavoces de los m uertos, que intentaban traer el m ism o nivel de sinceridad a los funerales de otros fallecidos, algunos prom inentes, algunos oscuros. Hablaban de las m uertes de héroes y gente poderosa, m ostrando con toda claridad el precio que ellos y otros pagaban por su éxito; de alcohólicos y abusadores que habían arruinado las vidas de sus fam ilias, intentando m ostrar al ser hum ano detrás de la adicción, pero sin ahorrar nunca la verdad del daño que causaba la debilidad. Andrew se había acostum brado a la idea de que esas cosas se hacían en nom bre del portavoz de los m uertos, pero nunca había asistido a ninguna, y com o Valentine esperaba, saltó a la posibilidad de hacerlo ahora, pese a que no tenía tiem po.
No sabían nada acerca del m uerto, aunque el hecho de que el acto recibiera
m uy poca atención pública sugería que no era m uy conocido. P or supuesto, el acto se celebró en una pequeña sala pública de un hotel, y sólo asistieron un par de docenas de personas. No había ningún cadáver presente, al parecer el fallecido y a había sido enterrado. Andrew intentó adivinar las identidades de las dem ás personas en la estancia. ¿Era esta la viuda? ¿Esa otra la hij a? ¿O era la m ás anciana la m adre, la m ás j oven la viuda? ¿Eran esos sus hij os? ¿Am igos?
¿Com pañeros de trabaj o?
El portavoz vestía sim plem ente y no se daba aires. Fue hacia la parte delantera de la habitación y em pezó a hablar, contando de form a sencilla la vida del hom bre. No era una biografía, no había tiem po para tal nivel de detalle. Más bien era com o una saga, que relataba los hechos im portantes de la vida del hom bre, pero j uzgando los que eran im portantes no por el grado de notoriedad, sino por la profundidad y el aliento de sus efectos en las vidas de los dem ás. Así, su decisión de construir una casa que no podía perm itirse en un barrio lleno de gente m uy por encim a de su nivel de ingresos nunca hubiera m erecido la atención pública. Sin em bargo, había influido en la vida de sus hij os m ientras
crecían, obligándoles a enfrentarse a gente que los m iraba por encim a del hom bro. Tam bién llenó su propia vida de ansiedad sobre sus finanzas. Trabaj ó hasta la m uerte, pagando la casa. Lo hizo « por los hij os» , pero todos ellos hubieran deseado poder criarse con gente que no les j uzgara por su falta de dinero, que no les considerara unos trepadores. Su esposa se vio aislada en un vecindario donde no tenía am igas, y él llevaba m enos de un día m uerto cuando puso en venta la casa; y a se había trasladado a otro lugar.
P ero el portavoz no se detuvo allí. Siguió hablando acerca de cóm o la obsesión del m uerto hacia su casa, hacia situar a su fam ilia en aquel vecindario, había surgido de las constantes quej as de su m adre por el fracaso de su padre en proporcionarle a ella una espléndida casa. Hablaba constantem ente de cóm o había com etido el error de « casarse con alguien inferior» , y así el hom bre m uerto había crecido obsesionado por la necesidad para un hom bre de proporcionar sólo lo m ej or para su fam ilia, no im portaba lo que costase. Odiaba a su m adre —huy ó de su m undo natal y fue a Sorelledolce principalm ente para alej arse de ella—, pero sus retorcidos valores fueron con él y distorsionaron su vida y las vidas de sus hij os. Al final, fueron sus peleas con su m arido los que m ataron a su hij o, porque lo conduj eron al agotam iento y al ataque cardíaco que term inó con él antes de los cincuenta años.
Andrew pudo ver que la viuda y los hij os no habían conocido a su abuela, allá en el planeta natal de su padre, no habían sospechado nunca la fuente de su obsesión por vivir en el am biente adecuado, en la casa adecuada. Ahora que podían ver el origen de todo en su infancia, brotaron las lágrim as. Evidentem ente, se les había dado perm iso para expresar sus resentim ientos y, al m ism o tiem po, perdonar a su padre por el dolor que les había causado. Las cosas tenían sentido para ellos ahora.
El acto term inó. Los m iem bros de la fam ilia abrazaron al portavoz y se abrazaron entre sí; luego el portavoz se fue.
Andrew le siguió. Lo suj etó por el brazo cuando alcanzaba la calle.
—Señor —dij o—, ¿cóm o puedo convertirm e en portavoz? El hom bre le m iró de una form a extraña.
—Sim plem ente hablo.
—P ero ¿cóm o se prepara?
—La prim era m uerte en la que hablé fue la m uerte de m i abuelo —dij o—. Ni siquiera había leído La reina Colmena y El Hegemón. —(Los dos libros eran vendidos invariablem ente ahora en un solo volum en)—. P ero cuando lo hice, la gente m e dij o que tenía un auténtico don com o portavoz de los m uertos. Así fue com o finalm ente leí los libros y tuve la idea de cóm o debía hacerse. De m odo que, cuando otras personas m e pidieron que hablara en funerales, supe hasta qué punto tenía que investigar. Ni siquiera ahora sé lo que estoy haciendo « bien» .
—P ara ser un portavoz de los m uertos, usted sim plem ente…
—Hablo. Y se m e pide que hable de nuevo. —El hom bre sonrió—. No es un trabaj o pagado, si es eso lo que está pensando.
—No, no —dij o Andrew—. Sólo…, sólo deseaba saber cóm o se hacía, eso es todo. —No era probable que el hom bre, y a cum plidos los cincuenta, crey era que el j oven de veinte años que tenía delante fuera el autor de La reina Colmena y El Hegemón.
—En caso de que se lo esté usted preguntando —dij o el portavoz de los m uertos—, no som os m inistros. No delim itam os nuestro territorio ni nos irritam os si alguien m ete la nariz en él.
—¿Oh?
—Si está pensando usted en convertirse en portavoz de los m uertos, todo lo que puedo decirle es: adelante. P ero no haga un trabaj o incom pleto. Está rem odelando el pasado para la gente, y si no se sum erge com pleta y honestam ente en él, hallándolo todo, sólo causará daño y es m ej or que ni lo intente.
—No, supongo que no.
—Eso es. Tendrá que pasar por todo un aprendizaj e com o portavoz de los m uertos. Espero que no desee un certificado. —El hom bre sonrió—. No siem pre es tan apreciado com o lo era. A veces hablas porque la persona fallecida pidió un portavoz de los m uertos en su testam ento.
La fam ilia no desea que lo hagas, y se siente horrorizada por las cosas que dices, y nunca te perdonarán por lo que has hecho. P ero…, lo haces de todos m odos, porque el m uerto deseaba que se dij era la verdad.
—¿Cóm o puede estar seguro de que ha hallado la verdad?
—Nunca lo sabes. Sim plem ente haces lo m ej or que puedes. —P alm eó a Andrew en el hom bro—. Me gustaría seguir charlando con usted, pero tengo llam adas que hacer antes de que todo el m undo se vay a a casa esta noche. Soy contable de los vivos…, este es m i trabaj o de día.
—¿Contable? —preguntó Andrew—. Sé que está atareado, pero ¿puedo preguntarle acerca de un software de contabilidad? Una cabeza parlante, una m uj er apareció en m i pantalla, dij o que se llam aba Jane.
—Nunca oí hablar de ella, pero el universo es un lugar grande, y no hay form a en que puedas estar al tanto de todo el software que no utilizas. ¡Lo siento!
—Y con eso el hom bre se m archó.
Andrew hizo un rastreo por la red acerca del nom bre Jane con los delim itadores inversiones, finanzas, contabilidad e impuestos. Hubo siete respuestas, pero todas señalaban a un escritor en el planeta Albión que había escrito un libro sobre planificación interplanetaria de activos hacía un centenar de años. P osiblem ente la Jane del software había recibido su nom bre por él. O no. P ero no llevó a Andrew m ás cerca de su obj etivo.
Cinco m inutos después de concluir su búsqueda, sin em bargo, la cabeza
fam iliar se asom ó al m onitor de su ordenador.
—Buenos días, Andrew —dij o—. Oh. Todavía es m uy pronto, ¿verdad? Resulta tan difícil m antener el control de la hora local en todos esos m undos.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Andrew—. Intenté localizarla, pero no sabía el nom bre del software.
—¿De veras? Esto es sólo una visita preprogram ada de seguim iento, en caso de que hubiera cam biado usted de opinión. Si lo desea puedo desinstalarm e de su ordenador, o puedo hacer una instalación parcial o com pleta, según lo que usted desee.
—¿Cuánto cuesta la instalación?
—P uede usted perm itírselo —dij o Jane—. Soy barata, y usted es rico.
Andrew no estaba seguro de que le gustara el estilo de aquella personalidad sim ulada.
—Todo lo que deseo es una respuesta sencilla —dij o—. ¿Cuánto cuesta la instalación?
—Le daré la respuesta —dij o Jane—. Soy una instalación progresiva. La tarifa depende de su estatus financiero y de lo que realice para usted. Si m e instala sim plem ente para ay udar con los im puestos, se le cobrará un décim o de un uno por ciento de la cantidad que le ahorre.
—¿Y si le digo que pague m ás de lo que usted cree que es el pago m ínim o que debo hacer?
—Entonces le ahorraré m enos, y le costaré m enos. No hay cargos ocultos. No hay trucos. P ero va a perder m ucho si sólo m e instala para im puestos. Hay m ucho m ás dinero aquí del que gastará en toda su vida m anej ándolo, a m enos que lo dej e usted en m is m anos.
—Esa es la parte que no m e preocupa —dij o Andrew—. ¿Quién es usted?
—Yo. Jane. El software instalado en su ordenador. ¡Oh, entiendo, le preocupa saber si estoy conectada con alguna base de datos central que sepa dem asiado sobre sus finanzas! No, m i instalación en su ordenador no hará que ninguna inform ación sobre usted vay a a algún otro lugar. No habrá ninguna habitación llena de ingenieros de software intentando pensar en form as de m eter sus m anos en su fortuna. A cam bio, tendrá usted el equivalente de un agente de bolsa, especialista en im puestos y analista de inversiones a tiem po com pleto m anej ando su dinero por usted. P ida un contable en cualquier m om ento que desee, y lo tendrá al instante frente a usted. Sea lo que sea lo que desee com prar, sim plem ente hágam elo saber y encontraré el m ej or precio en el lugar m ás conveniente, lo pagaré, y se lo haré entregar allá donde usted desee. Si desea la instalación com pleta, incluido el ay udante de planificación e investigaciones, puedo ser su constante com pañero.
Andrew pensó en aquella m uj er hablándole día y noche, y negó con la cabeza.
—No, gracias.
—¿P or qué? ¿Mi voz es dem asiado aguda para usted? —dij o Jane. Y, en un registro m ás baj o, con un cierto j adeo incorporado, continuó—: P uedo cam biar m i voz a cualquier nivel que usted prefiera. —Su cabeza cam bió bruscam ente a la de un hom bre. Con una voz de barítono con apenas una ligera insinuación de afem inam iento, dij o—: O puedo ser un hom bre, con varios grados de m asculinidad. —El rostro cam bió de nuevo, a unos rasgos m ás ásperos, y la voz tuvo un dej e de cerveza—. Esta es la versión del frecuentador de bares, en caso de que tenga usted dudas sobre su m asculinidad y desee com pensar.
Andrew se echó a reír pese a sí m ism o. ¿Quién había program ado aquella cosa? El hum or, la facilidad de lenguaj e, todo estaba m uy por encim a incluso del m ej or software que había visto en su vida. La inteligencia artificial era todavía algo utópico: no im portaba lo buena que fuese la sim ulación, siem pre sabías al cabo de unos m om entos que tratabas con un program a. P ero esta sim ulación era tan buena, m uy parecida a un agradable com pañero, que la hubiera com prado sim plem ente para ver hasta dónde llegaba el program a, lo bien que podía m antenerse a lo largo del tiem po. Y puesto que era precisam ente el program a financiero que necesitaba, decidió seguir adelante.
—Quiero un inform e diario de lo que estoy pagando por sus servicios —dij o
—. A fin de poder librarm e de usted si resulta dem asiado caro.
—Sólo recuerde: nada de propinas —dij o el hom bre.
—Vuelva a la prim era —dij o Andrew—. A Jane. Y a la voz del principio. La cabeza de la m uj er reapareció.
—¿No desea la voz sexy ?
—Se lo diré si alguna vez m e siento tan solitario —dij o Andrew.
—¿Y si soy yo quien se siente solitaria? ¿Ha pensado alguna vez en eso?
—No, y no deseo ninguna brom ista flirteadora —dij o Andrew—. Supongo que podrá desconectar eso.
—Ya está desconectado —dij o ella.
—Entonces prepare m i declaración de im puestos. —Andrew se sentó, esperando que le tom aría varios m inutos realizar el trabaj o. En vez de ello, el form ulario com pleto apareció de inm ediato en el m onitor. El rostro de Jane había desaparecido. P ero su voz siguió.
—Aquí tiene el resultado. Le prom eto que es enteram ente legal, y no pueden tocarle ni un pelo por ello. Así es com o están escritas las ley es. Están diseñadas para proteger las fortunas de la gente tan rica com o usted, m ientras descargan todo el peso de los im puestos sobre la gente con niveles de ingresos m uy inferiores. Su herm ano P eter diseñó la ley de esta form a, y nunca ha sido cam biada excepto algún detalle aquí y otro allá.
Andrew perm aneció sentado unos instantes ante el ordenador, sum ido en un im presionado silencio.
—Oh, ¿se supone que debo fingir que no sé quién es usted?
—¿Quién m ás lo sabe? —preguntó Andrew.
—No es exactam ente inform ación protegida. Cualquiera puede acceder a ella e im aginar cosas a partir del registro de sus viaj es. ¿Le gustaría que pusiera un poco de seguridad alrededor de su auténtica identidad?
—¿Qué m e costaría?
—Está incluido en la instalación com pleta —dij o Jane. Su rostro reapareció
—. Estoy diseñada para poder alzar barreras y ocultar inform ación. Todo legal, por supuesto. Será especialm ente fácil en su caso, debido a que m ucho de su pasado se halla listado todavía com o alto secreto por la flota. Es m uy fácil m eter inform ación com o sus varios viaj es en la penum bra de la seguridad de la flota, y entonces tendrá todo el peso de los m ilitares protegiendo su pasado. Si alguien intenta violar la seguridad, la flota caerá sobre él…, aunque nadie en la flota sepa exactam ente qué es lo que está protegiendo. P ara ellos es un reflej o.
—¿P uede hacer eso?
—Acabo de hacerlo. Toda la evidencia que pueda existir se ha ido. Desaparecido. P uf. En realidad soy m uy buena en m i trabaj o.
P or la m ente de Andrew cruzó la idea de que aquel software era dem asiado poderoso.
Nada que pudiera hacer todas aquellas cosas podía ser legal.
—¿Quién la hizo? —preguntó.
—Suspicaz, ¿eh? —dij o Jane—. Bien, usted m e hizo.
—Lo recordaría —m urm uró Andrew secam ente.
—Cuando m e instalé la prim era vez, hice m i análisis norm al. P ero parte de m i program a es autom onitorizarm e. Vi lo que usted necesitaba, y m e program é para poder hacerlo.
—Ningún program a autom odificador es tan bueno —dij o Andrew.
—Hasta ahora.
—Hubiera oído hablar de él.
—No quiero que se hable m ucho de m í. Si todo el m undo pudiera com prarm e, no podría hacer lo que hago. Mis distintas instalaciones se cancelarían unas a otras. Una versión de m í estaría desesperada por conocer una pieza de inform ación que otra versión de m í estaría desesperada por ocultar. P oco efectivo.
—Así pues, ¿cuánta gente tiene instalada una versión de este software?
—En la exacta configuración que está com prando, señor Wiggin, usted es el único.
—¿Cóm o puedo creerlo?
—Dém e tiem po.
—Cuando le dij e que se fuera no lo hizo, ¿verdad? Volvió porque detectó m i búsqueda sobre Jane.
—Usted m e dij o que m e desconectara. Eso fue lo que hice. No m e dij o que m e desinstalara, o que permaneciera desconectada.
—¿Le han program ado insolencia?
—Eso es un rasgo que he desarrollado por m í m ism a —dij o ella—. ¿Le gusta? Andrew se sentó al otro lado del escritorio. Benedetto llam ó la declaración de im puestos presentada, hizo todo un espectáculo de estudiarla en el m onitor de su
ordenador, luego sacudió tristem ente la cabeza.
—Señor Wiggin, supongo que no esperará usted que m e crea que esa cifra es exacta.
—Esta declaración de im puestos cum ple totalm ente con la ley. P uede exam inarla hasta que se sienta satisfecho: todo está anotado, con todas las ley es y precedentes relevantes com pletam ente docum entados.
—Creo —dij o Benedetto— que estará usted de acuerdo conm igo en que la cantidad resultante es insuficiente…, Ender Wiggin.
El j oven le m iró con un parpadeo.
—Andrew —dij o.