Red McCune trabajaba todo el santo día como un galeote. Ben Hur había tenido que bregar con fuerza y tirar del remo para que aquel hermoso navío surcara las aguas. Red, a su vez, se afanaba con la manguera para empujar repelentes trozos de mierda corriente abajo. Eran su carga. Poeta ante todo, Red los había llamado en una ocasión sus sarcias.
¿Qué? había preguntado su compañero, «Ringo» Ringgold.
que soportaría las sarcias, para gruñir y sudar bajo el peso de su fatigosa vida
Muy bien, pero ¿qué es una sarcia?
La expresión de Ringo revelaba que había relacionado el término con los gases del estómago. Eran las consecuencias de trabajar en las cloacas.
Es una palabra que utilizó un colega mío había respondido Red. Un poeta; Bill, el Bardo de Avon.
¡Dios, otro no, por favor! ¿Qué está haciendo aquí abajo?
Me hace compañía.
Ringo gruñó. Si hubieran estado hablando de los japoneses de la segunda guerra mundial, Ringo no hubiera dejado de hablar. Había sido uno de los primeros marines negros que habían desembarcado en el Pacífico Sur para matar o morir, o ambas cosas. Ringo optó por sobrevivir y volvió con un montón de recuerdos e historias.
Yo admiraba a esos enanos amarillos le había dicho a Red en una ocasión. Sólo que no eran amarillos, ni mucho menos. Ahí estaban, haciéndonos frente, tan blancos como verdaderos hombres.
Al ver que Red había puesto los ojos en blanco en un gesto de impaciencia, Ringo se había apresurado a añadir:
Ya me entiendes, hombre. Todos los americanos éramos blancos para esos nipones.
Ringo era un poco raro. Tal vez la culpa fuera de los marines, pero Red creía que era la cloaca quien le había afectado de tal modo. Les ocurría a todos los que allí trabajaban, incluido él. La obscuridad, la mierda que flotaba en las aguas obscuras, los gases y el calor, hacían de la cloaca una olla a presión de la que todos salían escaldados.
Red atrajo hacia sí un viejo y anticuado zapato y lo contempló durante unos instantes antes de echarlo de nuevo a la corriente. Habría pertenecido a alguna bella y feliz jovencita, allá por 1909, que seguramente nunca creyó que le saldrían arrugas, se encorvaría y engordaría, y que, agrios su aliento y su alma, acabaría viviendo de la beneficencia. Pasada de moda, vetusta como su zapato.
El gas es el pesimismo del estómago, y el pesimismo es el gas del alma. Red
sufría considerablemente de ambos. Al mismo tiempo, se tenía por poeta y por arqueólogo de la vida. Una manera de matar el tiempo, y el gas, era imaginarse arqueólogo, olvidar lo que sabía sobre la realidad e imaginar que estaba reconstruyendo la civilización que había encima suyo a base de lo que pasaba flotando frente a él y de lo que él impulsaba corriente abajo.
Era un extraño mundo el de ahí arriba. Durante un tiempo se vio una gran cantidad de condones flotando, pero ahora había pocos. Eso significaba que se había atravesado un momento de superpoblación y que las fábricas de gomas habían estado trabajando horas extras. Pero un día las gomas comenzaron a disminuir y en pocos meses, donde antes hubiera verdaderos bancos de pececillos que agitaban la cola, persiguiéndose y olisqueándose con ademanes cariñosos, no quedaba más que algún que otro solitario. Ya no había con quien hozar o jugar al escondite.
Red deducía de todo esto que algo terrible había ocurrido ahí arriba. La Mascarada Roja volvía a celebrarse, aunque esta vez no se trataba de manchas rojas en la piel, sino de impotencia. Quien fuera que se ocultara tras la máscara, caminaba por las calles de la ciudad del Golden Gate tocando a unos y a otros con su varita. Tanto daba que fueran banqueros, gangsters, polis, vendedores de droga, americanos típicos, muchachos emprendedores, beatniks, politicastros, astrólogos o concursantes de algún programa de televisión. Se les quedó más fláccida que una colilla en una letrina.
Aquella imagen satisfacía inmensamente a Red. Era tan feo que prácticamente no había mujer que quisiera saber de él, y si por casualidad había alguna, era él quien no estaba dispuesto. Un caso de repulsa entre semejantes.
Red se consideraba un segundo Quasimodo. Pero mientras el jorobado merodeaba por un campanario, en las alturas, Red había escogido el subsuelo. Cuestión de vértigo.
A veces, se imbuía de tal modo de aquel panorama de población menguante que cuando salía por la boca de acceso al acabar el trabajo, se sorprendía de no encontrar las calles vacías.
Muerta y todavía no lo sabe solía murmurar.
En aquel momento, Red estaba dedicado a desarrollar su labor arqueológica en base a la calidad de los excrementos que descendían en convoys por el canal. Cuando, doce años antes, había comenzado a trabajar, las góndolas marrones que por aquel entonces surcaban las aguas avanzando rumbo a sus puertos de destino, las góndolas en forma de salchichón que flotaban en los canales de aquella obscura Venecia, eran de calidad superior. Naturalmente, nada que pudiera compararse al género que afluía al retrete de su abuelo, calidad extra, pero sobresaliente de todos modos. Sin embargo, comparados con los magníficos Queen Elizabeth, los Titanic y Lusitania que, en sentido figurado, habían adornado aquellos mares de color marrón
cerveza, las actuales existencias no llegaban más que a submarinos de la primera Guerra Mundial. En aquellos días, incluso los botes cantina, el género que producían los pobres, eran superiores a los mejores ejemplares que los ricos elaboraban en 1966. Dado el mal aspecto de las deyecciones actuales, daba miedo pensar en lo que serían en 1976.
Red no conocía la causa de aquella degeneración ¿Se trataba del DDT, de los fertilizantes artificiales o del exceso de azúcar? Lo que se come se cría, y esto último incluye a los pensamientos. El estómago es la sombra de la mente y allí donde va esta, el otro la sigue.
Era del todo imposible obtener de Sócrates o de Kant material tan malo como aquel. Sócrates y Kant pensaban; los filósofos modernos apestaban.
¡Eh, Red! ¿En qué andas fantaseando? preguntó Ringo.
Pensaba en Sócrates repuso Red.
¿Ah, te refieres a ese cocinero griego del Captains Nemo Submarine
Sandwiches? Desde luego, la comida que da ya no es lo que era ¿Por qué será?
Eso es lo que estaba pensando.
Será mejor que dejes de pensar y te pongas en marcha sugirió Ringo. Hoy tiene que venir el inspector. Por cierto, ¿qué debe andar haciendo Ernie? Seguro que también está holgazaneando. No hay ninguna manguera que llegue hasta allí.
Red miró túnel arriba. Por espacio de cien metros, este discurría tan recto como un expresidiario afirmaría ser, para después describir una curva y perderse de vista. La linterna del casco de Ernie Mazzeo iluminaba el recodo como una luciérnaga, haciendo que brillara con luz mortecina. Era un casco de minero, pero Ernie no estaba dedicado precisamente a la extracción de carbón. Lo cierto era que Ernie apenas daba golpe, razón por la cual andaba siempre arriba y abajo.
Tal vez habría que despertarle insinuó Red. Si le atrapa durmiendo, el inspector le despedirá.
Puesto que en aquel momento tenía la linterna enfocada hacia el canal, Red fue el primero en advertir aquella mancha de color casi negro que se veía en el líquido marrón obscuro. Parecía un pulpo al que le hubiera pasado una apisonadora por encima.
¿Qué es eso? preguntó.
Si fuera más ingenuo de lo que soy dijo Ringo, diría que es sangre.
La cabeza de Ernie pasó flotando frente a ellos. Tenía la boca abierta y sus dientes relucían a la luz de la linterna. Había allí oro suficiente como para hacer rentable una explotación minera.