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Chapter 271 - El arrendador de dos males

De vez en cuando, una palabra, una frase, un cuadro o una imagen se apoderan de mi mente, y la anoto con la esperanza de poder utilizarla algún día. Algunos de estos fragmentos crecen rápidamente hasta convertirse en un todo, de tal forma que no tardo en escribir una historia basándome en ellos. Por el contrario, hay otros que pueden permanecer durante años en mi cuaderno de notas antes de que algo surja de mi inconsciente y diga: «Esto es lo que he estado madurando en la obscuridad. Tómalo, usa tu consciente y crea una historia a partir de ello».

Tal fue el caso de La Patrulla del Amanecer de Henry Miller, y tal es el de El arrendador de dos males[4]. Ambos comenzaron no siendo más que títulos que se me habían ocurrido, por ninguna razón concreta que yo sepa, y estuvieron aguardando en la obscuridad de mi mente durante doce años por lo menos, yendo y viniendo, palpando el suelo y las paredes de la celda que ocupaban en busca de un camino para salir a la luz. De pronto, lograron evadirse y con un grito estentóreo, anunciaron: «¡A trabajar!».

Y eso hicimos; trabajar duro porque, aunque la cosa ya estaba en marcha, hubo que dar a las historias la forma más precisa.

Algunas de estas ideas en germinación, sin embargo, alcanzan de golpe su desarrollo completo, y todo lo que tengo que hacer es sentarme frente a la máquina y ponerme a escribir. Bueno, casi todo.

Hay todavía muchas ideas y títulos que llevan aún más tiempo esperando en el cuaderno de notas sin que nada haya ocurrido y tal vez sin que nunca llegue a ocurrir.

Sigo esperando a que algo resulte de Un Conjunto de Conductos. Y nada ha salido aún de El Ingeniero de Erodinámica. O de Moradores en el Cachorro en Celo. O de Regla 42, que, como recordarán, se cita en Alicia en el País de las Maravillas. La Regla 42 establece que todas las personas de altura superior a kilómetro y medio deben abandonar la sala. Y existe también el germen de una historia titulada Dos Einsteins Azules, con la que he luchado una docena de veces durante los últimos quince años, sin haber sido capaz de hacer nada con ella.

Pero, ya veremos.

El detective teniente John Healey había tenido un mal día. Aquella mañana, durante una redada en un salón de masaje, había sorprendido en situación comprometida a un político, William «Big» Pockets. Era difícil decir para cuál de las dos partes había resultado más embarazoso, si para Pockets o para los componentes de la brigada del vicio. Antes de llevar a cabo la redada, se había dado aviso al ayuntamiento para evitar que se produjeran situaciones como aquella. Pero Pockets acababa de volver de vacaciones y no se le había podido advertir.

Durante un largo y peligroso minuto, Healey había considerado la posibilidad de arrestarle pero, finalmente, la discreción se había impuesto a su indignación. No obstante, le había dolido. Más tarde, otra redada le había llevado a una librería para adultos entre cuyas existencias figuraban las obras completas de su hermana. Estaba seguro de que sus hombres no tenían conocimiento del parentesco que le unía a la autora, pero en dos ocasiones, al darse la vuelta inesperadamente, les había visto sonreírse.

Por la tarde, había asistido a la primera reunión de una liga para la defensa de la decencia en cuya fundación había participado, pero sin que en ello tuviera nada que ver el cargo que detentaba. El primer punto del orden del día era el nombre de la nueva organización. Una mujer había propuesto que se llamara Justicia, Orden, Disciplina y Extrema Represión. A todo el mundo le pareció una buena idea hasta que Healey escribió las iniciales.

Ruborizado hasta la raíz del cabello y con voz sofocada, Healey había hecho notar el inconveniente provocando entre los asistentes risas y abucheos a parte iguales. Una vez aplacado el tumulto, el detective sugirió Frente Organizado de Lucha contra la Lujuria, la Anarquía y la Relajación, que fue votado en contra en medio de un terrible alboroto. El tercero en proponer había sido un retrasado mental que sugirió Frente para la Eliminación de la Libidinosa Libertad que Atenta contra Toda Institución y Orden. Mientras resonaban los alaridos que el último nombre había provocado, Healey comprendió. Los Ciudadanos Organizados para la Incitación Total al Orgasmo habían enviado saboteadores para burlarse de aquella buena gente. A continuación, un cuarto personaje no logró acabar de enunciar su propuesta, Sociedad Edificante y Moral para la Erradicación de porque Healey le hizo callar a gritos. Aunque, a partir de aquel momento, no pudo dejar de preguntarse cuál sería la última palabra y, cuando llegó a casa, estuvo revisando la sección del diccionario correspondiente a la letra N.

Como presidente, Healey había ordenado que se expulsara a los infiltrados. Aquello provocó un estrepitoso griterío sobre la libertad de expresión, como si aquellos traficantes de obscenidad tuvieran derecho a contaminar la atmósfera moral del recinto. Pero C. O. I. T. O. tenía agentes repartidos por todo el auditorio, y la reunión acabó a puñetazos. Una persona sufrió un ataque de diarrea nerviosa que, aunque no resultó fatal, obligó a llamar a la policía.

Healey irrumpió en su propia casa como si fuera provisto de una orden de registro. Entró en el dormitorio trasero, abrió de un tirón las puertas del armario y comenzó a desgarrar los vestidos, faldas y trajes largos que colgaban de las perchas y a destrozar las diversas pelucas que las cajas contenían. Aquello consiguió aplacar un poco su ira, lo suficiente como para no poner en práctica su primera intención de cortarlo todo a trocitos ¿De qué serviría? Su hermana no tendría que hacer otra cosa más que volver a comprar más ropa con su mal adquirido dinero.

El resto de la noche fue una tortura. Intentó ver la televisión, pero los programas seguían abogando en contra de la violencia y a favor de la extinción de los sostenes como prenda femenina su idea acertada por cierto del estímulo sexual. Apagó el televisor y comenzó a caminar arriba y abajo de la habitación. Ni siquiera podía beber para levantarse el ánimo, pues aborrecía toda bebida alcohólica, ni tampoco tomar un tranquilizante por más falta que le hiciera en aquel momento. No pensaba ingerir droga alguna excepto las prescritas por el médico y, además, tampoco estaba dispuesto a explicarle a ningún vendedor de píldoras cuál era el motivo de que las necesitara.

Pero la tentación de dejarse fuera de combate con algún poderoso sedante era casi irresistible. Así aprendería aquella zorra. Si él dormía, ella también. Por otra parte, cuando el efecto de la droga desapareciera, ella podría despertarse y sentirse lo bastante desinhibida como para cometer alguna locura. Igual le daba por bailar en medio de la calle sin otra indumentaria que la peluca, los sostenes, las medias y los zapatos de tacón alto. Se estremeció ante aquella idea y se metió en la cama. Su último pensamiento fue que, por lo menos, no soñaría.

A la mañana siguiente, al despertarse, el tocadiscos atronaba con aquella detestable música de rock y la boca le sabía como si la hubiera hecho servir de cenicero, cosa que no le hubiera importado de poder asegurarse que no había sido utilizada para nada más. Su cerebro era como un pie del 42 metido en un zapato del 36. El humo rancio del tabaco se codeaba con la peste a whisky. Tenía los ojos como si fueran cebollas podridas y «¡oh, por Dios!» el ano dolorido y pegajoso.

Tembloroso, con el estómago retorciéndose como si fuera una serpiente que tratara de morderse la cola, salió disparado de la cama y se metió en la ducha. Al cabo de diez minutos, físicamente limpio pero mentalmente todavía inmundo, entró en la sala de estar. Estaba hecha un desbarajuste; vasos sucios, una botella vacía los tocones y cenizas que quedan tras un incendio forestal. Después de apagar el tocadiscos, corrió de vuelta al dormitorio y contempló horrorizado las sábanas, arrugadas y manchadas de algo que parecía baba ultraterrena, pero que no lo era.

Sobre la mesa de la cocina estaba la máquina de escribir de ella y las copias a papel carbón de un original. Por lo menos había trabajado antes de la orgía. Cuando

se trataba de trabajar, los Healey eran muy cumplidores. Claro que en el caso de ella, el mundo sería mucho mejor si fuera más indolente.

Incapaz de desayunar, se puso a leer parte de la novela. Ñoñería y Prejuicio, de Jane Austen-Healey. Era la mugre habitual; su única cualidad, por lo que de compensación tenía, no era su significancia social, afortunadamente, sino su potencial para dar dinero. Cualesquiera que fuesen sus vicios, el desprecio del dinero no se contaba entre ellos. Gracias a Dios, al menos no era comunista.

La novela transcurría en un futuro cercano, lo cual la convertía en una novela de ciencia ficción; otra lacra que añadir a las demás. En dicha época, el movimiento de liberación de la mujer había provocado un considerable aumento de la impotencia entre la población juvenil masculina. Uno de los afectados, un detective llamado John la muy zorra llamaba John a todos sus protagonistas había acudido a un penetorio para solucionar su problema. Este estaba dirigido por el científico loco, Herr Doktor Sigmund Arschtoll, que había inventado un método rápido y eficaz para trasplantar órganos genitales masculinos. John Pongoelculo recibió un pene de erección garantizada, pero se dio cuenta de que esta sólo tenía lugar cuando estaba en la iglesia y precisamente cuando cantaban himnos religiosos.

El científico le dio a escoger entre el reembolso o una nueva verga. John se decidió por la última alternativa, para acabar descubriendo que la nueva sólo se inflaba cuando se ponía a cantar el himno nacional. Arschtoll no acertaba a comprender en qué se había equivocado esta vez, y ya que John era detective todos los héroes de Jane lo eran, la muy zorra, le ofreció que se encargara de hallar la culpable. John aceptó, aunque no sin hacerse previamente con otro órgano.

En cuanto entró en el lavabo de caballeros que había al final del pasillo, descubrió que a este último le correspondía la acera de enfrente.

¿Komprrende lo que quierro desirr? observó Arschtoll. El pfabrrikante me ha kolado una parrtida defek-tuosa. Prruéfelo, y además de kondekorrarle kon la Kruss de Hierro, le darré kuatrro de loss grrandess.

Primero déme otra po po po, ejem, miembro repuso John Pongoelculo. Alguno habrá que funcione bien ¿o no?

La únika manerra de aferiguarrlo es serr tsientífiko, o sea, eksperrimentar. Prruebe este.

Ese día ya estaba muy avanzado para comenzar a investigar, de modo que Pongoelculo se fue a casa y seleccionó en la televisión el canal que emitía la Taquilla Erótica. Para cuando acabó la tercera película comenzó a preguntarse qué debía ocurrirle a su cuarto órgano. Lo averiguó cuando cambió a un canal normal, en el que estaban ofreciendo una versión musical de El Criador de Ovejas.

John Healey arrojó las copias al suelo. No tenía sentido destruirlas porque Jane siempre escondía el original. Aquello no podía continuar así. Le gustara o no, tenía que ir a ver a un psiquiatra. Estaba enfermo. Pero haría cualquier cosa para librarse de Jane; es decir, cualquier cosa que estuviera dentro de los límites de la moral.

El doctor Irving Mundwoetig, Rebajas para casos de fijación oral o anal, Especialidad en personalidades múltiples, sentado tras la mesa de caoba en forma de plátano, observó a Healey.

No es ninguna desgracia. Se sorprendería usted si supiera la cantidad de policías que han entrado a hurtadillas aquí. Vamos, quítese esas gafas negras y ese ridículo bigote postizo y explíqueme qué le preocupa.

Healey tragó saliva y finalmente consiguió decir:

¡Soy un esquizofrénico!

¡Pero, bueno! ¿Acaso no lo somos todos? Comencemos por el principio. No le importa que fume y beba ¿verdad? Así me siento más relajado.

¡Odio esos vicios inmundos! exclamó John levantándose de la silla.

¡Todos los vicios!

¿No caga usted?

Me marcho. Tengo que soportar el lenguaje grosero de mis compañeros, pero no veo por qué habría de aguantar el de usted.

Vaya rigidez murmuró el psiquiatra. Muy bien. Nada de groserías a partir de este momento. De modo que siéntese.

Entre vacilaciones, pausas, rubores y rodeos, Healey le explicó los terribles acontecimientos de los últimos cuatro años.

Este caso podría hacerme famoso convertirme en un autor de éxito musitó el doctor.

¿Cómo dice?

Nada, nada. ¿Le ocurrió a usted algún suceso traumático justo antes de la aparición de su hermana?

Una mañana me levanté y me encontré el armario del dormitorio que no empleo lleno a rebosar de vestidos de mujer. Y ¡figúrese!, un gorro de ducha y productos de tocador en el segundo cuarto de baño del piso.

Por lo menos es limpia y aseada. Lo que he querido decir es que si le ocurrió algún suceso traumático con anterioridad.

Nada.

Usted ha debido reprimir el incidente, puesto que usted mismo compró los artículos femeninos.

¡Yo no! gritó Healey. ¡No se atreva a decirme que soy la misma persona que esa pu pu esa mujer!

Con un suspiro, Mundwoetig se sirvió un bourbon triple.

De acuerdo. Cuando tenía usted doce años, salió un día de excursión por los bosques cercanos a su casa, llevándose a su perra pastor alemán. Una perra policía, fíjese en el detalle. Su hermana gemela, Jane, se empeñó en acompañarle. Usted la obligó a marcharse pero ella se negó a hacerlo sin llevarse consigo a Princesa. Ninguna de las dos fue vuelta a ver nunca más. Usted cree que algún maníaco mató a la perra, violó a su hermana, la asesinó y luego las enterró a las dos en algún sitio.

Creo que también violó a Princesa.

¡Oh! ¿Cómo dice? exclamó el doctor alzando las cejas.

Ya sabe usted lo que son los pervertidos.

Bueno, sea como sea, usted se sintió culpable, muy culpable. Su mente infantil decidió entonces que sería policía y vengaría a su hermana, librando al mundo de la plaga de la perversión. A partir de entonces ha llevado usted una vida extremadamente puritana. Ni siquiera ha tenido relaciones sexuales con una mujer.

Con nadie.

Es curioso que diga eso. Sin embargo, ha tenido relaciones sexuales bajo su segunda personalidad como Jane Austen-Healey, escritora pornográfica y, para usar su propia frase, una guarra de tomo y lomo.

¡Ya no puedo soportarlo más! He pensado en suicidarme, eso le enseñaría una buena lección a esa zorra, pero sería un baldón en mi expediente. Por otra parte, a lo mejor con eso le hacía un favor a ella, como acabar con los sufrimientos de un chucho vagabundo.

¿Cómo sabe que ella no se lo pasa bien fo, ejem, que no está equilibrada?

¿Llamaría equilibrada a una mujer que maliciosa y vengativamente obliga a su propio hermano a volverse loco, loco de remate, forzándolo a cohabitar con personas de su mismo sexo, a ser un asqueroso sodo sodo, en fin, que le degrada de tal forma?

Ha dicho que generalmente se apodera de usted estando dormido. Pero últimamente ha pasado usted muchas noches en blanco, ¿no es así? ¿Siempre en casa? ¿Sabe usted que a veces la nueva personalidad absorbe por completo a la antigua? ¿Se encuentra mal, señor Healey?

Debe ser el humo.

Si no puede tolerar el humo de la especulación, jamás podrá soportar el calor del fuego de los hechos. Hmm buena frase. La anotaré en mi no importa habrá que pulirla, de todos modos. En fin, me limitaré a beber, si tanto le molesta el humo. Bien, ahora lo que hay que hacer es averiguar por qué ha aparecido Jane. Quizá obtendríamos una pista observando de qué forma se comporta. Esto es un misterio y usted es detective. Aplique usted a este caso los mismos razonamientos que utiliza para su labor de policía y entonces

¿Quiere usted que me arreste a mí mismo y luego me lea mis derechos en voz alta?

¡Eso sería muy gracioso! Los lectores ejem, quiero decir que en una sesión no podemos hacer ya nada más. Por hoy hemos terminado. Además, la botella está vacía. Nos veremos mañana.

El psiquiatra se levantó tambaleándose.

¡Dios mío! ¿Y si se apodera de mí estando de servicio, doctor? exclamó Healey con un gemido. Sería un escándalo, una vergüenza. Me echarían del departamento a patadas, y yo vestido con ropas de mujer.

Podría ser peor si le descubriesen yendo

¡No lo diga, por favor! ¿Cree usted que todavía estamos a tiempo, doctor?

Sinceramente, espero que sí. Sin embargo, no disponemos de suficiente material. Quiero decir ¡eh! ¡Se me acaba de ocurrir una idea! Es muy curioso que no se le haya ocurrido a usted. ¿Por qué no entabla correspondencia con su hermana? Podría usted iniciar una relación maravillosa. Tiene que reconocer que hay entre ambos un gran vacío de comunicación.

Querida Jane:

Borró estas palabras. No era un hipócrita. No encabezaría con querida una carta dirigida a una persona a la que odiaba, a menos que dicha persona le debiera dinero.

Pero tal vez la omisión la pusiera furiosa.

Queridísima Jane:

Quisiera entablar correspondencia contigo. A lo mejor lograríamos que las cosas funcionasen mejor y quizás acabáramos apreciándonos el uno al otro. Si así fuera, te concedería más tiempo, eso en caso de que dejaras de beber y hacer la zorra y te decidieras a escribir novelas respetables. Te permitiría apoderarte de mí después de cenar y, quién sabe, tal vez te acostarías temprano y sin pecar, y yo podría descansar un poco. Así no me levantaría con la sensación de que me han estado violando toda la noche; aunque bien sabe Dios que para ti no son violaciones.

Rasgó la cuartilla haciéndola pedazos. No serviría de nada cabré cabré

irritarla.

Pero cuanto más trataba de componer mentalmente una carta amistosa y sincera, más indignado se sentía ¿Por qué tenía que rebajarse? Además, no podía confiar en que ella respetase los horarios convenidos de utilización. En cuanto hubiera presa a la vista, ella se abalanzaría sin acordarse de tratos ni de horarios.

Jane:

Me rindo. Me tienes cogido por las pelotas y el cuello. Pero ya no puedo resistirlo más. Para mí sólo hay una salida. Y para ti también, a menos que accedas a regenerarte por completo. Créeme, si no lo haces te mataré de un tiro en la cabeza. Será un caso de suicidio-homicidio, aunque eso la policía nunca lo sabrá. De todas formas, aún hallándome desesperado no descarto el diálogo contigo. Si me dices como podemos solucionar este asunto y si tu propuesta es moral, la pondré en práctica.

¡Hermano mío!

¿Crees acaso que a mí me gusta esta situación? No puedes figurarte el asco que me da verme encarcelada en el cuerpo de un repugnante puritano gazmoño, ni las náuseas que debo vencer cada noche al encontrarme en tu repulsivo, peludo y feo cuerpo. Yo tendría que tener un par de tetas y un cono y ser follada como Dios manda. Me muero de ganas de tener un niño y por tu culpa no puedo.

Me encantaría poder desprenderme de ti como de las bragas y echarte a la basura. Pero, como no puedo, recuerda que a este juego jugamos dos. Si no dejas de fastidiarme me envenenaré. He escrito una carta como si fueras tú en la que confiesas ser alcohólico secreto, fumador, drogadicto, escritor pomo y marica. No te atrevas a matarte sin darme tiempo a que la deje encima de la mesa de tu jefe para que la lea. Un amigo muy querido enviará la copia que tiene en su poder a la oficina del fiscal del distrito, en caso de que el original no llegue a manos de la policía. Tus huellas estarán por toda la cuartilla y, por otra parte, no me supone ningún problema falsificar tu firma. Tus amigos de la bofia y los componentes de esa liga para la defensa de la decencia se mearán en tu tumba. Que lo pases bien.

John emitió un gemido. A aquella zorra no se la asustaba fácilmente. Tenía el mismo valor que le caracterizaba a él.

Jane había completado su última oferta, de mierda, claro. John releyó la copia del manuscrito desde donde lo había dejado para dar rienda suelta a su furor.

Pongoelculo, el agente secreto de Arschtoll, había ido a trabajar para el fabricante de penes artificiales. (Echando chispas de indignación, Healey ojeó sin detenerse las numerosas páginas de las obligadas y habituales escenas sexuales de toda literatura pornográfica. Pero leyó con suma atención las descripciones relativas a la confección de los órganos).

El propietario de la empresa, el profesor Castor Fouteur, otro científico loco,

utilizaba una receta relativamente sencilla para preparar sus pollas maravillosas. Metía en una tinaja toneladas de vergas de toro, añadía ciertas sustancias químicas y lo cocía todo a fuego lento, obteniendo de este modo un producto rico en proteínas líquidas. Tras añadir una pizca de polvos de cantárida y después de mezclarlo a conciencia, vertía el líquido en moldes. Al enfriarse formaba falos inmensos a los que sólo faltaban los nervios. Estos se cosían a mano en otro taller.

Los talleres disponían de aire acondicionado, y música elegida por los obreros, y el horario de trabajo quedaba interrumpido por cuatro intervalos dedicados al sexo de diez minutos de duración cada uno. La moral, que no la moralidad, navegaba a toda vela.

Después de unas cien páginas, a lo largo de las cuales las pesquisas de Pongoelculo se veían a menudo interrumpidas por orgías sexuales en las que por desgracia no podía participar, descubrió la causa del fallo del producto. Las sustancias químicas de la tinaja habían sensibilizado accidentalmente a las proteínas respecto a determinados tipos de sonido. Cuando los falos se veían sometidos al género de música recibido en cada uno de los distintos talleres actuaban en ellos reflejos condicionados, como si se tratase de una especie de grabación. Ello explicaba por qué los penes sólo obtenían la erección en determinadas circunstancias.

No eran los maricas ni las ovejas quienes provocaban las erecciones de los órganos de Pongoelculo. Era el hilo musical de los servicios de hombres y las bandas sonoras de las películas.

Siendo como era un capullo sin escrúpulos, decidió no revelar el secreto hasta poder venderlo por una elevada cantidad a un sindicato. Antes de abandonar la fábrica se apoderó de seis órganos y se los llevó ocultos entre la ropa. No sólo los necesitaría como muestras para ser analizadas sino que podría utilizarlos él mismo. Todo lo que debía hacer para asegurar su potencia era instalarse el adecuado a los gustos de la chica con quien saliese, musicalmente hablando. Si le gustaba el rock, rock le metería. Si, por el contrario, era una obsesa de la música clásica, la quinta de Beethoven le garantizaría un pol pol ejem, un coito tremendo e inolvidable.

¡Menudo orgasmo!

Pero un inesperado control de salida reveló sus intenciones. Fouteur le sometió a tortura todos los protagonistas de Jane eran torturados por los vengativos tales y cuales hasta que confesó. El profesor no podía permitir que el espía quedara en libertad y además se hallaba temporalmente escaso en el suministro de proteínas. Entre gritos y alaridos, Pongoelculo terminó como ingrediente de la receta a base de vergas de toro.

Lo que su hermana simboliza dijo Mundwoetig es que usted en realidad es un obseso sexual, una tranca de cuidado. Pero ella, en sentido literario, le convierte

en un manojo de pollas reducidas. De este modo usted resulta inofensivo y, lo que es más, cómico. Un tipo que no debe ser tomado en serio.

¡No me diga!

El alimento del subconsciente es veneno para el consciente. Hmm, me gusta esta frase. Esto va a convertirse en un clásico de la psiquiatría el doctor Mundwoetig se sirvió una generosa copa de una botella de cristal tallado con capacidad para más de tres litros. Mi psicoanalista y yo obtuvimos óptimos resultados en la última sesión. He dejado las drogas duras, lo cual constituye un progreso gigantesco en mi terapia. Pero, bueno, volvamos a lo nuestro. Nos encontramos en una fase en la que puedo proporcionarle ciertas claves, aún cuando tendrá que ser usted mismo quien desentrañe su significado. De lo contrario se negará a creer en ellas. Pongoelculo se convierte en sopa antes de verse convertido en numerosos falos prácticamente independientes. Es decir, en organismos más que en órganos. Nuncadura, en Sensualidad y Sensibilidad, arrollado por una apisonadora, acaba convertido en una lámina más delgada que una sombra y luego es enterrado en un macizo de pensamientos, flor que, como usted sabe, simboliza a los maricas. Heisslippen, el viajero del tiempo en El Parque del Hombre Envilecido, acaba formando parte por accidente del huevo de un dinosaurio. Pétard, en Enema, es devorado por una descomunal planta atrapamoscas de la variedad Venus. ¿Le sugiere alguna cosa todo esto? ¿No? Muy bien. ¿Estará Jane enviándole mensajes cifrados a usted? ¡Y a ella misma, por supuesto! Usted no lo cree así. Muy bien, a ver si se lo revela este último ejemplo, sólo por una cuestión de tamaño. Pizzle, de polla pequeña, en Ñoñería y Prejuicio, equivale a un puzle. Coloque las piezas que concluyen el puzle y obtendrá una polla pequeña. ¿Lo ve más claro?

Está usted chiflado.

¿Me pasaría la vida hablando con candidatos al manicomio si no lo estuviera? Era sólo una broma, no se lo tome al pie de la letra. Siéntese, por favor. Ha llegado el momento de efectuar una profunda penetración en sus mecanismos de defensa. Usted actúa como si su hermana fuese una entidad enteramente separada de usted. Originalmente lo era, pero ahora no es otra persona nacida de su misma madre. Al igual que Palas Atenea, surgida ya adulta de la cabeza de Zeus, Jane fue concebida ya erecta tal vez debiera retirar esta frase y decir completamente madura en la mente de usted, en su propia mente. Ella es una personalidad artificial que usted ha concebido. De este modo puede comportarse como usted inconscientemente desearía poder hacer. No tiene por qué sentirse usted culpable de la forma de vida de su hermana porque se trata de una persona independiente. Por otra parte, usted se siente culpable por lo que a ella le sucedió, aunque en realidad no sabemos qué fue. He aquí un tema que usted ha evitado siempre que lo he mencionado. Dice usted que Jane se llevó a Princesa con ella, de modo que Jane contaba en el bosque con compañía y guardián al mismo tiempo. Pero ¡Es usted aún más pervertido que mi hermana! ¡No voy a permitir que me entierre en su mierda! ¡No quiero escucharle más!

Mundwoetig, gritando, echó a correr tambaleándose tras Healey que huía por el pasillo. Pero el detective no entendía sus gritos porque llevaba un dedo metido en cada oído, lo que hizo que Mundwoetig se preguntase de pasada si no habría pasado por alto una fijación auricular de su paciente.

Abriéndose camino entre la multitud que atestaba el vestíbulo y con los oídos destapados, Healey se dio cuenta de que el psiquiatra había dejado de gritarle. De pronto oyó que empezaba a silbarle. Dominando un fuerte impulso de volver sobre sus pasos, Healey siguió corriendo.

Gran cantidad de suicidios tenían lugar en los dormitorios porque era allí donde se producían las fo fo las concepciones. Un dormitorio era el principio, el alfa, y por lo tanto debía ser también el fin, el omega. Y, puesto que había venido al mundo desnudo, saldría de él desnudo. O casi desnudo, por lo menos. No había sido capaz de quitarse los calzoncillos. Un hombre tiene que conservar un mínimo de decencia.

Su dedo oprimió el gatillo de la .38, el cañón se hallaba muy próximo a una de sus sienes.

Adiós, Jane. Siento muchísimo todo este asunto aunque Dios sabe que no hice nada para que empezara. No puedo soportarlo ni un instante más. He puesto papeles de periódico por el suelo para que no se manche la alfombra de sangre. ¡Ahí va!

Una voz potente, de mujer, pero en la que reconoció la de la niña a quien tan bien, aunque por tan breve espacio de tiempo, había conocido, le habló entonces, diciendo:

¡Ah no! ¡De ninguna manera! No vas a matarme por segunda vez. Hoy, por vez primera, he logrado escuchar sin ser vista. Quizá tú no porque eres muy corto, pero yo he comprendido muy bien lo que te decía el psiquiatra. Así que me he abierto camino por entre las barreras porque sabía que, si no lo hacía, moriríamos los dos. No me importa demasiado el método que voy a emplear para salvarnos a ambos pero es el menor de dos males. Así que ¡opero el cambio, follador de perros!

Al aproximarse al porche de la entrada de la casa de Healey, el doctor oyó los ladridos.

Demasiado tarde, demasiado tarde musitó, abriendo de un empujón la puerta que no estaba cerrada con pestillo. Qué le vamos a hacer. A veces se gana y a veces se pierde. Tal vez sea mejor así. ¿O será que estoy racionalizando demasiado?

Healey saltó torpemente hacia él, con la lengua colgando. Mundwoetig le propinó unas cariñosas palmadas en la cabeza, lo cual le alentó a levantarse sobre sus cuartos

traseros para lamerle la cara al doctor.

¡Siéntate, Princesa!