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Chapter 201 - DIOSES DEL MUNDO DEL RÍO (11)

Burton también se sentía como un débil y desengañado veterano. Había estado cabalgando, conduciendo a los demás, demasiado duramente y durante demasiado tiempo. Ahora que había cruzado el último de centenares de obstáculos con los que había tenido que enfrentarse a la vez, necesitaba descanso y diversión. Los problemas que debían ser resueltos, aquellos representados por la Computadora, podían ser examinados más tarde.

Sin embargo, pensó, mientras se miraba al espejo, mi aspecto no es el de haber vivido sesenta y nueve años en la Tierra y sesenta y siete años aquí. Mi rostro no es el de un hombre de ciento treinta y seis años. Es el rostro que tenía cuando era un joven de veinticinco. Menos el largo bigote colgante color ala de cuervo, un peludo creciente de luna. Los Éticos habían arreglado las cosas de modo que a los hombres resucitados no les creciera pelo en el rostro, un arreglo que Burton siempre había lamentado. Era cierto que así los hombres no tenían que afeitarse, pero ¿y los sentimientos los derechos de aquellos que deseaban bigotes y barbas?

Ahora que estoy en la torre, pensó, ¿por qué no cambiar esos despóticos arreglos? Seguramente tiene que haber una forma de conseguir que el pelo empiece a crecer de nuevo en mi rostro.

En la Tierra, se había visto afligido quizá la palabra afligido fuera demasiado fuerte por un ligero estrabismo. Tenía un «ojo errante». En más de un sentido. Su pequeño defecto había sido corregido por la Computadora cuando había sido alzado de entre los muertos en el Valle del Río.

Así, la pérdida de la barba se contrarrestaba con la corrección del foco. Pero ahora,

¿por qué no tener ambas cosas?

Tornó nota mental de ocuparse de aquella cuestión.

«La frente de un dios, la mandíbula de un demonio», había escrito de él algún impresionable biógrafo. Una acertada descripción, sin embargo. Y una que describía a las

dos personalidades que yacían en su interior, la que ansiaba el éxito y la que ansiaba el fracaso.

Esto es, si los libros escritos sobre él eran correctos en sus juicios.

Algunos de ellos estaban ahora sobre la mesa. Había pedido alguno de los títulos sugeridos por Frigate, y la Computadora los había impreso y encuadernado para él, y había depositado sus reproducciones en un conversor. El mejor, decía Frigate, era El demonio viajero, escrito por una mujer americana, Fawn M. Brodie, publicado por primera vez en 1967.

Yo tenía intención de escribir una biografía tuya cuando ese libro salió a la luz había dicho Frigate. Pero era un libro tan excelente y completo que no animaba a los demás a escribir biografías tuyas después de aquélla. Siempre serían inferiores. De todos modos, puede que no te guste El demonio viajero. Brodie no pudo impedir el analizarte en términos freudianos. Por otra parte, quizá puedas decirme si tenía razón o no. Pero por supuesto, tú eres la última persona para juzgar eso, ¿verdad?

Burton no había leído el texto todavía, pero había contemplado las reproducciones de las fotografías. Había una de él a la edad de cincuenta y un años, un cuadro pintado por el famoso artista Sir Frederick Leighton, que se hallaba expuesto por aquel entonces en la Galería Nacional de Retratos de Londres. Su expresión era fiera, isabelina, bucanera. Leighton lo había representado en un ángulo que resaltaba la alta frente, los abultados arcos supraorbitales, las espesas cejas, la ansiosa y hambrienta expresión de sus ojos, la prominente mandíbula, los altos pómulos. La cicatriz dejada por una lanza somalí era protuberante; Leighton había insistido en reflejarla, y Burton no había puesto ninguna objeción. Una cicatriz, si había sido conseguida honorablemente, era una especie de medalla, y él, que hubiera debido haber sido cubierto de medallas reales, se había visto privado de muchas de ellas.

Parcialmente por culpa tuya había dicho Frigate. Puedo comprender esto, y simpatizar con ello. Yo también fui, soy, un autofracasado.

El lema de mi familia era «Honor, no honores».

Al lado opuesto del retrato de Leighton había una fotografía de su esposa, Isabel, hecha en 1869, cuando tenía treinta y ocho años. Tenía un aspecto rollizo, regio, agradable. Como una madre amable pero dominante, pensó. Unas cuantas páginas más atrás había un retrato de ella hecho por el artista francés Louis Desanges en 1861, cuando se había casado con Burton. Parecía joven, amante y optimista. Junto con el de ella estaba el cuadro de Burton que Desanges había pintado al mismo tiempo. Ella tenía treinta años; él, cuarenta. Su bigote caía casi hasta sus clavículas, y su aspecto era realmente sombrío y fiero. Y lo gruesos que eran sus labios. Lo cual había sugerido a algunos biógrafos, y oirás personas, la existencia de una naturaleza abiertamente sensual. Mientras que los labios de Isabel eran tan delgados y severos y fruncidos. Un defecto en un rostro por lo demás perfectamente hermoso. Labios delgados. Labios gruesos. Amor, ternura y alegría versus fiereza, ambición y pesimismo. Isabel, rubia; él, moreno.

Volvió las páginas hasta una fotografía de él a los sesenta y nueve años, en 1890, y otra de él mismo e Isabel, aquel mismo año, aquel mismo lugar, Trieste. Había sido tomada por el doctor Baker, su médico personal, bajo un árbol en el palio trasero de su casa. Burton estaba sentado en una silla, no visible en la fotografía, una mano en la empuñadura de su bastón de hierro, la otra apoyada sobre su muñeca derecha. Los dedos parecían esqueléticos: la mano misma de la Muerte. Llevaba un alto sombrero hongo gris, un rígido cuello blanco, y un traje de mañana gris. Los ojos en el demacrado rostro parecían los de un prisionero agonizante. Lo cual, en un cierto sentido, era auténtico. Poca de la fiereza de las anteriores fotos estaba allí.

A su lado, con los ojos bajos, mirándole, una blanca mano alzada, con un dedo extendido como si estuviera reprendiéndole, se hallaba Lady Isabel. Gorda, gorda, gorda. Mientras él se contraía, ella se expandía. Sin embargo, según Frigate, mientras ella sabía que él se estaba muriendo, llevaba también en su cuerpo las semillas de la muerte, un cáncer. No le había dicho a él ni una sola palabra al respecto; no deseaba preocuparle más.

Con su traje negro y su sombrero, parecía una monja, una enfermera monja. Amable pero firme. Decidida.

Contrastó el joven en el espejo con el de la fotografía. Aquellos viejos, viejos ojos. Hundidos, desesperados, perdidos. Los de un prisionero sin esperanzas de indulto o perdón. Lunas en eclipse.

Recordó como en Trieste, en setiembre, el último mes de su vida, había comprado unos pájaros enjaulados en el mercado, los había llevado a casa, y allí los había soltado. Y como, un día, se había detenido delante de un mono en una jaula.

¿Qué crimen cometiste en algún otro mundo. Jocó, para estar ahora enjaulado y atormentado y pasando por este purgatorio personal? le había dicho. Y, agitando la cabeza, había murmurado mientras se alejaba: Me pregunto lo que hizo. Me pregunto lo que hizo.

Este mundo, el Mundo del Río, era un purgatorio, si lo que habían dicho los Éticos era cierto. El purgatorio era el más duro de los tres mundos después de la muerte, cielo, purgatorio e infierno. En el cielo te sentías libre y en éxtasis y sabías que el futuro siempre sería bueno. En el infierno, aunque sufrieras, sabías desde un principio cuál iba a ser tu futuro. No necesitabas forcejear hacia la libertad; sabías que nunca la alcanzarías. Pero en el purgatorio sabías que ibas a terminar en el infierno o en el cielo, y que el resultado final dependía de ti. Con la alegría y la libertad del cielo como una zanahoria ante tus ojos, te debatías infernalmente en el purgatorio. Sabías la teoría de cómo conseguir un billete al cielo. Pero la práctica... ah, la práctica... la práctica te eludía. Te sentías desgarrado por todas partes.

La Tierra había estado erizada con zanahorias de muchas clases: físicas, mentales, espirituales, económicas, políticas. De todas ellas, una de las mayores, si no la mayor, era el sexo. Frigate había escrito en una ocasión una historia en la cual Dios había hecho a todos los animales, incluidos los humanos, con un sólo sexo. A todas las especies les faltaban los machos; sólo existían las hembras. Las mujeres se fecundaban a sí mismas comiendo los frutos de los árboles de esperma. El proceso de fertilización era muy intrincado en la historia, con las mujeres proporcionando los genes en sus excrementos y los árboles recogiéndolos a través de sus raíces. De este modo, los machos eran innecesarios y no estaban incluidos en el mundo paralelo que Frigate había imaginado.

Cada tres años, las mujeres se veían afligidas por un frenesí arbóreo y devoraban compulsivamente sus frutos hasta que quedaban embarazadas. Mientras tanto, las mujeres se enamoraban las unas de las otras, vivían entre ellas amistosamente o apasionadamente o furiosamente, sentían celos, cometían adulterio, y por supuesto practicaban a menudo desviaciones eróticas. Una de las cuales, y no la menos común, era enamorarse de un árbol en particular y comer sus frutos fuera de estación.

El argumento principal de la historia residía en los celos dementes de una mujer que, pensando que había sido embarazada por el árbol de su amante, lo derribaba a hachazos. Abrumada por el dolor, su amante se retiraba a un convento.

Un argumento secundario se refería a una escritora de ciencia ficción que había imaginado otro mundo en el cual los árboles no eran de esperma. En vez de ello, las mujeres tenían compañeros que eran físicamente su reflejo excepto que no tenían glándulas mamarias y estaban equipados con un órgano como una raíz que arrojaba semillas en los úteros de sus amantes.

Este método, según la escritora de ciencia ficción en la historia de Frigate, era un método mucho mejor y eliminaba también la competencia con relación a los árboles. Los compañeros con los órganos como raíces eran muy parecidos a los árboles en el sentido de que su naturaleza vegetal los hacía sometidos a las mujeres. Pero, al contrario de los árboles, eran útiles para otras cosas además de la reproducción. Se ocupaban del trabajo de la casa y de los campos y cuidaban de los bebés mientras las mujeres jugaban al bridge o asistían a los mítines políticos.

Al final, sin embargo, las criaturas-raíz, siendo más humanas que los vegetales y más musculadas que las mujeres, se rebelaban y convertían a las mujeres en sus sirvientes.

Burton, oyendo la historia de Frigate, había sugerido que una idea mejor hubiera sido hacer a los humanos con un sólo sexo, el masculino, y hacer que ellos fecundaran a los árboles. Los machos obtendrían así la mayor parte de su comida de los frutos de los árboles. Sin embargo, siendo humanos, los machos desearían poder, de modo que guerrearían entre sí por la posesión de los árboles. Los que salieran victoriosos serían recompensados con enormes harenes arbóreos. Los derrotados serían o bien muertos o conducidos a los bosques para satisfacerse con especies inferiores de vegetación, arbustos con los que podrían fornicar pero con los que no podrían concebir hijos.

Una buena idea había dicho Frigate, pero ¿quién se haría cargo de los hijos? Los árboles no podrían. Además, el macho victorioso, el propietario del harén, o bosquecillo, estaría tan ocupado guardando sus árboles de otros machos que descuidaría a los niños. La mayoría de ellos morirían. Y si era vencido por otro macho, sus hijos serían abandonados hasta que murieran o quizá serían asesinados por el conquistador. El vencedor no desearía hacerse cargo de los hijos de otro hombre.

»No, ese no parece ser un sistema perfecto de reproducción y cuidado de los hijos,

¿no? había dicho Frigate. Quizá Dios sabía lo que estaba haciendo cuando nos hizo macho y hembra.

Quizá Sus elecciones eran limitadas, y escogió la mejor. Tal vez la perfección no sea posible en este universo. O, si lo es, quizá la perfección elimine el progreso. La ameba es perfecta, pero no puede evolucionar a algo distinto. O, si lo hace, deja de ser una ameba y debe ceder algo de su perfección a cambio de algunas ventajas, equilibradas o desequilibradas con algunas desventajas.

Y así, la escisión del Homo sapiens en dos especies en el mundo real y en los antojos del Destino unió al teniente general Joseph Netterville Burton y a Martha Baker, el presuntuoso e hipocondríaco padre y la corruptora de hijos y seductora pero moralista madre. Se habían casado después de un corto noviazgo, posiblemente debido a que el oficial retirado con media paga se había visto inducido por la fortuna de Martha a casarse con ella. En un tiempo había tenido dinero, pero no había sabido conservarlo. Aunque despreciaba a los jugadores, no consideraba que la especulación mercantil fuera algo no cristiano.

Una noche por los alrededores del 19 de junio de 1820, el teniente general había arrojado millones de espermatozoides en el seno de la heredera, y uno de ellos había vencido culebreando a todos los demás en su carrera hacia el óvulo que aguardaba en su guarida. La combinación de genes al azar había dado como resultado a Richard Francis Burton, el mayor de tres hermanos, nacido el 19 de marzo de 1821 en Torquay, Devonshire, Inglaterra. La madre de Richard había sido afortunada no viéndose infectada por las fiebres puerperales, que mataban a tantas mujeres que daban a luz en aquellos días. Richard también fue afortunado atrapando tan sólo una de las enfermedades infantiles que llevaban a tantos niños a la tumba por aquel entonces. El sarampión le golpeó fuertemente, pero sobrevivió a él sin secuelas.

El padre de su madre se sintió tan encantado cuando su hija dio a luz un niño pelirrojo y de ojos azules que decidió cambiar su testamento y legar el grueso de su fortuna a Richard en vez de al hermanastro de Martha. La señora Burton luchó contra ello, una

acción por la cual Richard nunca perdonó realmente a su madre. Finalmente, el abuelo decidió ignorar las argumentaciones de su hija y decidió las cosas de modo que su querido nieto heredara. Desgraciadamente, el señor Baker murió de un ataque al corazón mientras se dirigía en su coche a su abogado. Su hijo recibió el dinero, fue engañado por un timador, y murió en la pobreza. Cierto tiempo después, el pelo rojo de Richard se volvió negro y sus azules ojos adquirieron una tonalidad amarronada. Aquel fue el primero de sus muchos disfraces, aunque no, en este caso, el primero deliberadamente asumido.

Fue ese amor obsesivo de su madre hacia su hermano lo que causó el primero de los muchos infortunios de Burton. O eso fue lo que Burton creyó siempre. Si hubiera sido independientemente rico, él, un hombre enormemente indisciplinado y discutidor, no hubiera tenido que soportar la vida militar durante tanto tiempo a fin de ganarse la vida. No se hubiera visto privado del dinero necesario para hacer que sus exploraciones africanas tuvieran un completo éxito.

Y la decisión de su padre de trasladarse al Continente, donde la vida era más barata y donde podía hallar una cura para sus más o menos imaginarias enfermedades, había cortado los contactos con sus viejos amigos escolares que hubieran podido dar un impulso a la carrera de su hijo. También convirtió a Burton en un vagabundo sin raíces, alguien que jamás se sintió en su hogar en Inglaterra. Aunque lo cierto, como había señalado Frigate, era que nunca se había sentido en su hogar en ninguna parte.

No podía permanecer más de una semana en un mismo lugar. Transcurrido este tiempo, su inquietud lo empujaba hacia adelante. O, si las circunstancias lo obligaban a quedarse, sufría.

Lo cual significaba que estaba sufriendo aquí.

Puedes mudarte de un apartamento a otro le había dicho Nur. Aunque dudo que esto te satisfaga. Este es un mundo pequeño, y solamente puedes realizar viajes pequeños en él. Además, ¿para qué mudarte? Puedes cambiar tu apartamento de modo que parezca como otro mundo. Y cuando te canses de él, puedes cambiarlo de nuevo. Puedes viajar de África a América sin necesidad de dar ni un sólo paso.

Tú eres Piscis había dicho Frigate. Regido por Neptuno y Júpiter y asociado con la doceava casa. El principio de Neptuno es el idealismo, y el de Júpiter la expansión. Piscis armoniza. Las cualidades positivas de Piscis te hacen intuitivo, favorablemente dispuesto y artístico. Sus cualidades negativas tienden a hacerte un mártir, indeciso y melancólico. Las características y actividades de la doceava casa son la mente inconsciente, intuiciones, bancos, prisiones, universidades, bibliotecas, hospitales, enemigos ocultos, intuición, inspiración, persecuciones solitarias, sueños, y una inclinación hacia los animales de compañía.

Cuanto más claro el diagnóstico, más oscura la superstición había dicho Burton.

Sí. Pero tú siempre has sido un pez fuera del agua. Idealista, y sin embargo cínico. Expansivo, evidentemente. Has intentado serlo todo. Has pretendido armonizar muchos campos, sintetizarlos. Eres intuitivo, favorablemente dispuesto y artístico. Evidentemente, has hecho un mártir de ti mismo. A menudo has sido indeciso. ¡Y melancólico! Lee tus propios libros.

»En cuanto al inconsciente o subconsciente, fuiste más que un explorador de territorios desconocidos. Exploraste también las más oscuras Áfricas de la mente humana. Tuviste muchos enemigos ocultos, aunque tuviste también muchos enemigos declarados. Dependiste muy a menudo de intuiciones, corazonadas. Amaste las persecuciones solitarias: la erudición y la escritura. En cuanto a las instituciones, no te gustó trabajar en ellas, pero las estudiaste y analizaste. En cuanto a los sueños, te viste fascinado por ellos, y te convertiste en un hábil hipnotizador.

»Tu inclinación hacia los animales de compañía. Eso parece no ser cierto. Los tuyos fueron en su mayoría bullterriers y gallos de pelea y monos. Pero nunca te gustaron los caballos.

Podría tomar cualquier otro de los demás signos zodiacales, o todos ellos había dicho Burton, sonriendo burlonamente , y podría mostrarte cómo cada uno de ellos pueden aplicarse apropiadamente a mí. O a ti. O a cualquiera de nosotros.

Probablemente había dicho Frigate. Pero es divertido ocuparse un poco de astrología, aunque sólo sea para demostrar que no funciona. Sin embargo...

Nur y Frigate estaban convencidos de que el universo era una tela de araña cósmica, y un aterrizaje en uno de sus hilos producía estremecimientos en toda la tela. Alguien estornudando en un planeta de Mizrab podía causar de alguna manera que un campesino chino tropezara con una piedra.

El entorno es tan importante como los genes, pero el entorno es mucho más vasto de lo que cree la mayoría de la gente.

Todo lo es había respondido Burton.

Estaba pensando en esto cuando la pared ante él empezó a brillar. Se envaró y se echó hacia atrás. Aquella iba a ser una pantalla mucho más grande que lo habitual. Cuando dejó de crecer tenía tres metros de ancho.

¿Y bien? dijo cuando el rostro esperado, uno de los siete, no apareció. En vez de ello, la luz disminuyó hasta que se convirtió en una negrura sobre el gris de la pared. Débiles sonidos brotaban de ella.

Le dijo a la Computadora que los amplificara y se inclinó hacia adelante. Los sonidos eran tan débiles como antes. Repitió su orden; la Computadora no obedeció.

Repentinamente, la luz trazó un rasgado orificio en el centro de la pantalla, y los sonidos incrementaron su volumen, aunque seguían siendo ininteligibles. El orificio se expandió, y se encontró mirando a algo blanco y estriado con sangre. Algo húmedo con algo más que sangre.

Aquí viene el diablillo dijo alguien. Burton saltó de su silla.

¡Buen Dios!

Estaba viendo a través de los ojos de alguien. La cosa blanca era una sábana; el agua, la que brotaba antes del nacimiento; las estrías rojas, sangre. La voz no le era familiar. Pero el grito que la ahogó era, no podía saber cómo lo sabía pero lo sabía, de su madre.

Repentinamente, la pantalla le mostró más, aunque era una visión imprecisa. A su alrededor había una habitación conteniendo gigantes. La pantalla quedó cegada por unos momentos, como si algo cruzara por delante de ella. Y luego la habitación giró, y captó gigantescos brazos, desnudos desde los codos hacia abajo, las mangas subidas. Una enorme cama estaba girando también, y en ella estaba su madre, sudorosa, el pelo empapado. Su madre era joven. Una mano gigantesca estaba echando una sábana sobre el desnudo estómago y las piernas y el ensangrentado y velludo hogar del cual había sido extraído.

Ahora estaba boca abajo. Una seca palmada. Un débil lloriqueo. Su primera inspiración.

Un vigoroso diablillo, ¿eh? dijo una voz de hombre. Burton estaba asistiendo a su propio nacimiento.