En la Torre Oscura (44)
Burton lloró con los demás. Le gustaba el enorme hombre, incluso le quería. Con su muerte el grupo había perdido mucho de su valor, mucha de su moral, mucha de su fuerza.
Tras unos instantes se volvieron con mil precauciones, y prosiguieron su lento y todavía peligroso descenso. Al cabo de seis horas, se detuvieron para comer y dormir. Esto último era difícil, puesto que tenían que tenderse de lado y asegurarse de que no iban a girarse en sueños. Colocaron sus pistolas contra sus espaldas de modo que éstas, esperaban, se les clavaran de tal modo que se despertaran inmediatamente si lo hacían. El defecar tampoco era fácil. Los hombres podían mirar hacia afuera del acantilado para orinar, aunque el viento hacía que a veces el líquido regresara contra ellos y manchara sus ropas. Las mujeres tenían que asomar sus posaderas sobre el borde y esperar que las cosas fueran bien, lo cual no ocurría a menudo.
Alice era la única vergonzosa. Exigía que los demás miraran hacia otro lado mientras ella hacía sus necesidades. Incluso entonces, su presencia la inhibía. A veces, sin embargo, la bruma era lo suficientemente densa como para proporcionarle algo de intimidad.
Formaban un lúgubre grupo, atontado aún por la muerte de Joe Miller. Tampoco podían dejar de pensar en las muchas posibilidades que había de que los Éticos hubieran encontrado la cueva y la hubieran sellado.
El sonido de las olas estrellándose contra la base del acantilado se iba haciendo más fuerte. Estaban penetrando en nieblas densas; la cara del acantilado y la cornisa eran cada vez más húmedas. Finalmente, Burton, a la cabeza, se sintió empapado por la espuma, y el mar retumbó a su alrededor.
Se detuvo y lanzó el haz de su linterna al frente. La cornisa se hundía en las negras aguas. Frente a él había un saliente y, si lo que había dicho Paheri era cierto, la boca de la cueva debía estar al otro lado.
Llamó a los que estaban detrás de Alice, diciéndoles lo que había revelado la luz. Caminó metiéndose en el agua, que le llegaba sólo hasta la rodilla. Aparentemente la poco profunda cornisa se ensanchaba allí, puesto que las olas eran débiles en aquel lugar, pese a ser poderosas a ambos lados no muy lejos. El agua era muy fría, y parecía convertir sus piernas en dos bloques de hielo.
Llegó al negro saliente y lo rodeó. Alice avanzó muy cerca detrás de él.
¿Hay alguna cueva? su voz temblaba.
Burton lanzó el haz de su linterna hacia el frente a su derecha. Su corazón martilleaba en su pecho, y no sólo debido a la impresión de la fría agua.
Expelió aire con fuerza.
¡Aja!
Allí estaba, el tan imaginado agujero en la base de la montaña. Tenía forma arqueada y era muy bajo, de modo que incluso Nur tendría que inclinarse para pasar por él. Pero era lo suficientemente ancho como para que los botes que Paheri había descrito pudieran pasar por él.
Burton gritó hacia atrás las buenas noticias. Croomes, la quinta en la línea, exclamó:
¡Aleluya!
Sin embargo, Burton no estaba tan exultante como sonaba. La cueva podía seguir allí, pero los botes haber desaparecido.
Tiró de Alice a través de la cuerda aún unida a su cinturón y se agachó para entrar por la boca de la cueva. A unos pocos pasos en el interior, un liso suelo de piedra se inclinaba hacia arriba en un ángulo de 30 grados, el orificio se ensanchaba, y el techo se elevaba hasta unos seis metros. Cuando todos estuvieron reunidos dentro, ordenó que se soltaran las cuerdas. Ya no Jas necesitaban.
Arrojó su luz hacia sus rostros, pálidos y cansados pero ansiosos. Gilgamesh estaba a su derecha, algo alejado, y Ah Qaaq a su izquierda, detrás de los otros. Burton no había abandonado su plan de descubrirlos, y el momento tenía que estar cerca. Pero había decidido improvisar cuando la ocasión se presentara.
Se volvió y condujo al grupo por el túnel ascendente. Este se curvaba suavemente hacia la derecha a lo largo de unos cien metros, y el aire iba haciéndose más cálido a medida que avanzaban. Antes de que llegaran a su final, todos vieron la luz.
Burton no pudo resistir el echar a correr hacia la iluminación. Penetró en una enorme cámara en forma de domo y casi tropezó con un esqueleto humano. Estaba tendido boca abajo, los huesos de su brazo derecho tendidos como si intentara alcanzar algo. Alzó el cráneo y miró dentro de él y en el suelo debajo de él. No había ninguna esférula negra.
La luz procedía de enormes bolas metálicas, cada una de ellas montada sobre uno de los nueve trípodes de metal negro de tres metros y medio de altura. La luz parecía fría.
Había diez botes metálicos negros sobre soportes en forma de V, y un soporte vacío. Había contenido la embarcación que habían utilizado los egipcios para alcanzar la Torre.
Los botes eran de distintos tamaños, el más grande capaz de albergar a una treintena de personas.
A la izquierda había estanterías metálicas conteniendo envases de hojalata de color gris los americanos los llamarían latas, cada uno de los cuales tenía unos veinticinco centímetros de altura por unos quince de ancho.
Todo era tal como había dicho Paheri que era.
Excepto que tres esqueletos humanos vestidos con ropas azules yacían junto a uno de los grandes botes.
Los demás entraron, hablando en tono bajo. El lugar era realmente intimidante, pero
Burton ignoró sus efectos para examinar los inesperados restos.
Las ropas parecían ser trajes de una sola pieza, sin bolsillos, sin costuras, sin botones y con perneras. El material tenía un aspecto lustroso y se mostraba elástico al tacto. Apartó los cráneos a un lado y sacudió los huesos fuera de sus atuendos. Un individuo era alto y tenía huesos pesados y un denso arco supraorbital y poderosas mandíbulas. Probablemente había sido un paleolítico primitivo. Los huesos de los otros dos eran de tipo moderno, y la pelvis de uno era de una mujer.
Dentro de cada cráneo había una esfera negra muy pequeña. Si no las hubiera estado buscando, no las habría apreciado.
No había ninguna señal de violencia, ¿Que era lo que había abatido a aquellos agentes?
¿Y qué vehículo los había traído hasta allí? Hubiera esperado uno de los aparatos volantes que había entrevisto hacía muchos años. Pero no había ninguno fuera de la boca de la cueva. ¿Podía haberse alejado flotando?
¿Qué o quién había interrumpido a aquellos tres? ¿Por qué la gente de la Torre no había ido tras ellos después de un cierto tiempo?
No lo habían hecho porque ellos también tenían problemas. O estaban muertos, rematados por lo mismo que había acabado con esos tres.
X tenía que ser el responsable de todo esto. Burton razonó que el mismo acontecimiento que había terminado con la vida de aquellos tres había dado como resultado también el que X y los demás Éticos y agentes se quedaran varados en el Valle.
Eso significaba que ningún aparato aéreo había podido volar fuera de la Torre para recogerlos. Y que el renegado no había podido hacer volar ninguno de sus aparatos
ocultos para regresar a la Torre. Se había visto obligado, como Barry Thorn, a ir en la aeronave construida por Firebrass. Y había fallado en entrar en la Torre.
Desde el punto de vista de Burton, el suceso había traído algunas ventajas para él y para X. Los agentes habían descubierto obviamente la cuerda de ropas colgando del farallón y los túneles, y habían observado que la estrecha cornisa había sido utilizada por gente del Valle. Probablemente habían hallado al final la cueva, tras intentar asegurarse de que el paso fuera imposible para cualquiera no autorizado.
Si aquellos tres no hubieran resultado muertos, la entrada de la cueva hubiera sido sellada.
Se dirigió hacia los estantes llenos de latas. Al extremo de cada estante había una placa de plástico de unos treinta por treinta centímetros. En ellas había figuras de un hombre demostrando cómo abrir las latas. Burton no necesitaba las imágenes puesto que sabía por la historia de Paheri como hacerlo. Pasó la punta del dedo trazando un círculo completo en torno al borde superior de la lata y aguardó unos segundos. La tapa, con apariencia de duro metal, se estremeció, osciló, y se convirtió en una película gelatinosa. Su dedo penetró fácilmente por ella.
¡X olvidó dejar platos y cubiertos! exclamó Burton. ¡Pero no importa! ¡Podemos usar nuestros dedos!
Hambrientos, los demás dejaron de observar los objetos de la cueva y siguieron su ejemplo. Sacaron los trozos de ternera estofada caliente con sus dedos y, de las latas con un pan en bajorrelieve, barras de pan. Comieron vorazmente hasta que sus barrigas estuvieron ahítas. No parecía haber ninguna razón para racionarse. Las reservas eran más que abundantes. Burton, sentado en el suelo, la espalda apoyada contra una pared, observó a los demás.
Si uno de ellos era X, ¿por qué no revelaba su identidad? ¿Era porque había reclutado a la gente del Valle simplemente para tener un equipo de apoyo? ¿Gente que pudiera sacarle las castañas del fuego si se hallaba en una situación en la que estuviera indefenso sin ellos?
Si era así, ¿por qué no les había dicho más de lo que esperaba de ellos?
¿O había intentado hacerlo pero los acontecimientos se habían sucedido de forma inesperada y con demasiada rapidez? ¿Y ahora se hallaba en una posición en la que no necesitaba ya su ayuda? ¿Era posible de hecho que ahora creyera que resultaban un estorbo?
¿Y quién era el renegado?
Burton no creía la historia de X acerca del porqué los otros Éticos habían resucitado a los terrestres.
Por supuesto, no estaba seguro de que no se hubiera aliado con alguien cuyos auténticos fines le resultaran odiosos si llegaba a saberlos.
Quizá era por eso por lo que el Misterioso Extraño se había mostrado tan misterioso, por lo que no les había dicho la verdad, por lo que seguía aún disfrazado. Si seguía aún disfrazado.
Fuera cual fuese la verdad, ya hacía mucho que había pasado el momento en que el Etico debería haberse dado a conocer. A menos... a menos que X supiera que algunos de los componentes de su grupo eran agentes u otros Éticos. Entonces podía considerar conveniente mantener su disfraz hasta que estuvieran en la Torre. ¿Por qué en la Torre? Porque allí disponía de medios para dominar o matar a sus enemigos. O a cualquier otro que intentara impedirle llevar a cabo sus planes, benéficos o malignos.
Eso podía requerir que sus reclutas estuvieran entre los que lo acompañaban. Los necesitaba tan sólo para llegar a la Torre. ¿Por qué podía haber llegado a pensar que podía necesitar en algún momento su ayuda?
Bien... cuando Spruce fue interrogado, dijo algo acerca del Operador de una gigantesca computadora. Burton no sabía quién era el Operador, pero X podía haber estado usando
secretamente una computadora cuando, o antes de que, se iniciara el proyecto de resurrección. Podía haber puesto en ella todas las probabilidades en que pudiera pensar relativas a su ilegal proyecto, y haber solicitado una estimación de su desarrollo. Quizá la computadora hubiera sido capaz incluso de trazar algunos desarrollos en los que X ni siquiera hubiera pensado.
Uno de los datos ofrecidos por la computadora era una situación o situaciones en las cuales X pudiera llegar a necesitar reclutas.
Burton no podía imaginar cuales podían ser esas situaciones, excepto la actual. Lo cual era suficiente.
Y así X había buscado sus reclutas, y había borrado todas sus preguntas y las respuestas de la computadora. De alguna forma, lo había hecho sin que el Operador supiera nada de ello. Es decir, todo aquello había ocurrido si Spruce no había mentido y existían realmente cosas tales como un Operador y una computadora.
Hasta este momento, el principal problema de Burton era que X no le había dicho quién era. Lo cual significaba que muy pronto X podría estar actuando, no a favor de sus reclutas sino contra ellos.
Burton pensaba que necesitaban dormir un poco antes de aventurarse fuera en los botes. Todos estuvieron de acuerdo, de modo que extendieron sus gruesas ropas en el suelo y enrollaron otras como almohadas. Puesto que la temperatura era cálida allí dentro, ni siquiera necesitaban cubrirse con sus atuendos tipo esquimal. El aire caliente surgía de ranuras a lo largo de la base de las paredes.
Probablemente accionado por energía atómica dijo Frigate. Lo mismo que las lámparas.
Burton deseaba montar guardias de dos horas con dos centinelas en cada una.
¿Por qué? dijo Tai-Peng. Es evidente que somos los únicos aquí en treinta mil kilómetros a la redonda.
No lo sabemos dijo Burton. No deberíamos descuidarnos ahora.
Algunos estuvieron de acuerdo con el chino, pero finalmente se decidió que no iban a correr riesgos. Burton distribuyó las guardias, y asignó a Nur como compañero de Gilgamesh, y a él mismo como compañero de Ah Qaaq.
Era poco probable que el moro fuera cogido por sorpresa; poseía una extraordinaria percepción de las actitudes y sentimientos de los demás; a menudo podía decir por el sutil lenguaje corporal lo que los otros pretendían hacer.
Era posible que Nur fuera un agente o que Gilgamesh y Ah Qaaq estuvieran confabulados. Uno podía pretender estar durmiendo hasta que su colega que estaba de guardia atacara a su compañero.
Las posibilidades eran numerosas, pero Burton tenía que correr el riesgo. No podía pasarse todo el tiempo sin dormir.
Lo que más le preocupaba, sin embargo, era que X, si estaba allí, pudiera tomar un bote pequeño durante la noche y dirigirse a la Torre por delante de los demás. Una vez allí, podía asegurarse de que la entrada en la base dejara de ser practicable.
Burton le entregó a de Marbot, el compañero de Alice en el primer turno, su reloj de pulsera. Luego se tendió sobre sus ropas, que estaban cerca de la entrada del túnel. Su pistola, cargada, estaba bajo su almohada. Tuvo dificultad en conciliar el sueño, aunque no era el único si los suspiros y murmullos que oía eran alguna indicación. No fue hasta que las primeras dos horas hubieron transcurrido casi por completo que se sumió en un sueño intranquilo. Se despertó a menudo; tuvo pesadillas, algunas de ellas recurrencias de los pasados treinta años. Dios, con el atuendo de un gentleman Victoriano, le clavaba su pesado bastón en las costillas.
Debes la carne. Paga.
Sus ojos se abrieron y miró a su alrededor. Tai-Peng y Blessed Croomes estaban de guardia ahora. El chino estaba hablando en voz baja a la negra a menos de tres metros de Burton. De pronto Croomes le dio un bofetón y se apartó.
Mejor suerte la próxima vez, Tai-Peng dijo Burton, y volvió a dormirse.
Cuando Nur y Gilgamesh estaban de guardia, Burton se despertó de nuevo. Permaneció con los ojos entrecerrados de modo que pensaran que aún seguía durmiendo. Ambos estaban en uno de los botes grandes, sentados en la cubierta elevada, junto a los controles. El sumerio parecía estar contándole una historia divertida al moro, a juzgar por la sonrisa de Nur. A Burton no le gustaba que estuvieran tan cerca. Todo lo que el robusto Gilgamesh tenía que hacer era adelantar una mano y agarrar la garganta de Nur.
El moro, sin embargo, parecía estar muy tranquilo. Burton lo observó durante unos instantes, luego volvió a dormirse. Cuando se despertó de nuevo, con un sobresalto, Nur estaba sacudiéndolo.
Tu turno.
Burton se levantó y bostezó. Ah Qaaq estaba de pie junto a los estantes, comiendo pan y estofado. Hizo un gesto a Burton para que se le uniera. Burton agitó la cabeza. No tenía intención de acercarse a él más de lo necesario. Agachándose, extrajo la pistola de debajo de la almohada y la colocó en su funda. Ah Qaaq, observó, estaba también armado. No había nada significativo en ello. Se suponía que los guardias debían llevar sus armas.
Burton avanzó hasta un par de metros de Ah Qaaq y le dijo que iba a salir fuera a orinar. El maya, con la boca llena, asintió. Había perdido peso durante el duro viaje, y ahora parecía dispuesto a recuperarlo.
Si era X pretendiendo ser un compulsivo comilón, pensó Burton, era ciertamente un excelente actor.
Burton cruzó el túnel con frecuentes miradas a sus espaldas y frecuentes paradas para escuchar posibles ruidos de pasos. No encendió su linterna hasta que alcanzó la cueva. La linterna, enfocada en la boca del inclinado suelo, lanzó su haz más allá de él. La fría niebla era como una húmeda pared. Terminó rápidamente sus necesidades, y regresó dentro de la cueva.
Este podía ser un buen momento para que Ah Qaaq cayera sobre él. Pero no vio ni oyó nada excepto el ruido de las olas estrellándose contra las rocas a una cierta distancia. Cuando regresó cautelosamente, encontró a Ah Qaaq sentado con la espalda contra la pared, los ojos medio cerrados, dando cabezadas.
Burton se trasladó a la pared opuesta y se reclinó contra ella. Al cabo de un rato, el maya se puso en pie y se desperezó. Indicó que iba fuera, a la cueva. Burton asintió. Ah Qaaq, su enorme papada oscilando, anadeó entrando en el túnel. Burton decidió que estaba siendo demasiado suspicaz. Un minuto más tarde, pensó que no había sido lo suficientemente suspicaz. ¿Y si el maya era X, y tenía otra cueva cerca en la cual había un bote? Podía estar detrás de una estrecha fisura, una abertura a la cual pudiera llegar Ah Qaaq vadeando con el agua hasta las pantorrillas.
Transcurrieron diez minutos, un tiempo de ausencia no irrazonable. ¿Debía ir detrás de
Ah Qaaq?
Mientras Burton estaba intentando decidirse, vio entrar al maya. Burton se relajó. Había pasado la mitad de la guardia, y los demás debían estar en una fase de su sueño menos profunda, y así era probable que se despertaran más rápido ante cualquier ruido.
Además, resultaba lógico que X aguardara hasta que estuvieran dentro de la Torre. Aquí, iba a tener que luchar contra muchos. Allá, se hallaría en un terreno familiar.
A las seis, Burton despertó a todo el mundo. Salieron al mar en dos grupos según los sexos y regresaron quejándose del frío. Por aquel entonces Burton y Ah Qaaq habían
echado agua de las cantimploras a las tazas de los cilindros y se preparaban para añadir el café instantáneo que calentaba al mismo tiempo el agua. Bebieron y hablaron en voz baja durante un rato mientras desayunaban. Algunos volvieron a salir al mar. Croomes insistió en que era una vergüenza dejar a los esqueletos allí sin enterrar. Organizó una trifulca tal que Burton pensó que sería mejor complacerla. Un poco de retraso no iba a representar ninguna diferencia.
Salieron fuera con los huesos y los arrojaron al mar mientras Croomes recitaba una larga plegaria sobre ellos. El esqueleto más cercano al túnel tenía que ser el de la madre de Blessed, pero nadie mencionó esto, y seguramente ella se hubiera echado a llorar si lo hubiera sospechado. Burton y algunos de los otros sabían por la historia de Paheri que, cuando los egipcios habían llegado allí, habían encontrado algunos trozos de cabello que aún no se habían podrido por completo. Era un cabello negro y rizado.
Regresaron y cargaron uno de los botes para treinta personas con sus pertenencias y sesenta latas de comida. Cuatro hombres cogieron la enorme pero muy ligera embarcación y la trasladaron túnel abajo hasta la cueva. Dos hombres y dos mujeres llevaron uno más pequeño para ser atado con una cuerda al otro.
Cuando le preguntaron para qué necesitaban el extra, Burton respondió:
Sólo por si acaso.
No tenía ni idea de qué podía ser ese acaso. Sin embargo, no iba a hacerles ningún daño tomar precauciones extra.
Siendo el último en abandonar la cámara, Burton le echó una ojeada final. Todo estaba muy tranquilo, y parecía un lugar casi fantasmal, con las nueve brillantes lámparas y los botes vacíos. ¿Iba a seguirles alguien? No lo creía. Aquella era la tercera expedición y con mucho la que había tenido más éxito. A la tercera va la vencida. Entonces pensó en Joe Miller, que había caído dos veces al mar. ¿Iba a tener una tercera oportunidad?
No a menos que nosotros le demos esa oportunidad, pensó.
Todos menos Ah Qaaq y Gilgamesh subieron al bote grande. Lo empujaron al agua, saltaron a bordo, y empezaron a secarse los pies. Burton había estudiado el mapa- imagen en la embarcación hasta sabérselo de memoria. Se situó de pie en la cubierta superior tras la rueda del timón y pulsó un botón en el panel, proporcionando un suave resplandor que le permitía ver los botones. No había indicadores, pero el diagrama mostraba la localización y finalidad de cada uno de ellos.
Al mismo tiempo, la brillante silueta naranja de una forma cilíndrica, la Torre, apareció en una pantalla justo encima del panel.
Estamos listos dijo a los demás. Hizo una pausa, pulsó otro botón, y añadió: ¡En marcha!
¡Adelante en busca del Mago de Oz, el Rey Pescador! dijo Frigate. ¡En marcha en busca del santo grial!
Puede que sea santo dijo Burton. Estalló en una carcajada. Pero si es así, ¿qué estamos haciendo nosotros aquí?
Fuera cual fuese la energía propulsora no se apreciaba ningún temblor de motores ni vibración de chorros, la embarcación avanzó rápidamente. Su velocidad estaba controlada por un curioso dispositivo, un bulbo de plástico sujeto al borde del timón en su lado derecho. Apretándolo o soltando la presa, Burton podía controlar la velocidad. Giró el timón hasta que la imagen de la Torre se trasladó de la derecha al centro de la pantalla. Entonces aumentó lentamente la presión sobre el bulbo. Por aquel entonces el bote estaba cortando el oleaje en un ángulo. La espuma salpicaba a los que estaban tras él, pero no disminuyó la velocidad.
De tanto en tanto miraba hacia atrás. En la oscura niebla ni siquiera podía ver la popa del bote, pero sus pasajeros estaban apiñados muy juntos en el borde de la cubierta de control. Con sus ropas como sudarios, parecían almas siendo conducidas por Carente.
También estaban tan silenciosos como los muertos.
Paheri había estimado que el bote de Akenatón había necesitado unas dos horas para alcanzar la Torre. Eso era debido a que había temido darle al bote toda su velocidad. El mar, como había informado el encargado del radar del Parseval, tenía cincuenta kilómetros de diámetro. El diámetro de la Torre era de dieciséis kilómetros. Así que solamente tenían que recorrer diecisiete kilómetros desde la cueva. La embarcación del faraón debía haberse arrastrado a unos ocho kilómetros por hora.
La Torre aumentó rápidamente de tamaño en la pantalla. Repentinamente, la imagen estalló en llamas.
Estaban muy cerca de su meta.
La placa de instrucciones indicaba que ahora era el momento de pulsar otro botón. Burton lo hizo, y dos focos extremadamente brillantes en la proa lanzaron sus haces a la niebla e iluminaron una enorme y gris superficie curva.
Burton soltó toda presión del bulbo. El bote perdió rápidamente velocidad y empezó a derivar hacia un lado. Aplicando otra vez velocidad, hizo girar de nuevo el bote y lo enfiló directamente hacia la sombría masa. Pulsó otro botón, y pudo ver una enorme compuerta, gruesa como la puerta de la cámara acorazada de un banco, abrirse en la hasta entonces lisa pared.
Las luces enfocaron el interior de aquella enorme O.
Burton cortó la energía y giró el volante a fin de que el costado del bote golpeara contra el lado inferior de la abertura. Algunas manos se tendieron hacia el umbral y estabilizaron el bote.
¡Aleluya! gritó Blessed Croomes. ¡Mamá, pronto estaré contigo, sentada a la derecha del dulce Jesús!
Los demás saltaron. La quietud, excepto el ligero golpetear del bote contra el metal, era tan impresionante, y su maravilla ante el hecho de que finalmente se hubiera abierto el camino ante ellos había sido tan abrumadora, que tuvieron la sensación de que aquel grito era casi sacrílego.
¡Silencio! exclamó Frigate. Pero se echó a reír cuando se dio cuenta de que nadie podía oírle.
¡Mamá, estoy llegando! gritó Blessed.
¡Cállate, Croomes! dijo Burton. ¡O por Dios que voy a arrojarte al agua! ¡Este no es lugar para histerismos!
¡No estoy histérica! ¡Estoy feliz! ¡Estoy llena con la gloria del Señor!
Entonces guárdatela para ti dijo Burton. Croomes le dijo que iba a ser arrojado de cabeza al Infierno, pero obedeció.
Puede que tengas razón dijo Burton. Pero déjame decirte sin embargo que todos estamos yendo al mismo lugar. Si es el Cielo, estaremos contigo. Si es el Infierno...
¡No digas eso, hombre! ¡Es irreverente!
Burton suspiró. Ella era, en su conjunto, una mujer cuerda. Pero era una fanática religiosa que conseguía ignorar los hechos de la vida y también los elementos contradictorios de su fe. En ello era mucho como su mujer, Isabel, una devota católica romana que habían conseguido creer al mismo tiempo en el espiritismo. Croomes había sido fuerte, había soportado todas las penalidades, no se había quejado, y siempre había estado ayudando durante sus forcejeos por alcanzar aquel lugar, excepto que ni un momento había dejado de intentar convertir a sus compañeros a su religión.
A través de la compuerta podía ver el corredor de metal gris que Paheri había descrito. De sus compañeros que se habían derrumbado casi en su extremo no había el menor rastro. Paheri había estado demasiado asustado como para seguir a los demás. Se había quedado en el bote. Entonces Akenatón y su gente se habían derrumbado al suelo, y la compuerta se había cerrado tan silenciosamente como se había abierto. Paheri había sido incapaz de descubrir de nuevo la cueva, y finalmente había caído por la primera de las
cataratas en su bote y se había despertado en una lejana orilla del Río. Pero ahora no había más resurrecciones.
Burton soltó el cierre de la funda de su pistola.
Yo iré primero dijo.
Saltó por encima del umbral. Un moviente aire lanzó una bocanada de calor a su rostro y manos. La luz carecía de sombras, y parecía emanar de las paredes, del suelo y del techo. Al fondo del corredor había una puerta cerrada. La compuerta de entrada se había abierto sobre barras curvadas de metal gris que desaparecían dentro de un cubo también de metal gris de dos metros de lado junto a la pared exterior. La base del cubo parecía formar parte del suelo. No se apreciaban remaches ni soldaduras.
Burton aguardó hasta que Alice, Aphra, Nur y de Marbot hubieron entrado. Les dijo que no avanzaran a más de tres metros de la compuerta. Luego llamó a los otros en voz alta:
¡Hey, vosotros, traed el bote pequeño!
¿Para qué? dijo Tai-Peng.
Vamos a ponerlo como cuña en la compuerta. Debería impedir que se nos cierre.
Lo aplastará dijo Alice.
Lo dudo. Está hecho de la misma sustancia que los cilindros y la Torre.
Sigue pareciendo terriblemente frágil.
Los cilindros tienen paredes muy delgadas, y los ingenieros de Parolando intentaron reventarlos, aplastarlos con potente maquinaria, y abollarlos con martillos pilones. No consiguieron nada.
La luz del corredor se reflejaba en los rostros de los hombres en el bote, abajo. Algunos parecían sorprendidos; algunos regocijados; algunos, impasibles. Era incapaz de determinar por sus reacciones quién podía ser X.
Sólo Tai-Peng le había preguntado, pero eso no significaba nada. El tipo siempre estaba deseando saber el porqué de todo.
Con la ayuda de todos, la embarcación fue alzada y colocada a medio camino a través de la compuerta. Era lo suficiente ancha como para quedar encajada en el centro de la O, dejando el espacio justo para que los de fuera se arrastraran al interior por debajo una vez hubieron pasado las mochilas y las latas.
Burton retrocedió de espaldas mientras iban entrando uno a uno. Sostenía su pistola en la mano, y le dijo a Alice que les quitara las suyas. Los demás, viendo que sus armas les eran arrebatadas, se quedaron atónitos. Su sorpresa aumentó más aún cuando Burton les dijo que pusieran las manos encima de sus cabezas.
¡Tú eres X! exclamó Frigate. Burton se echó a reír como una hiena.
¡No, por supuesto que no! ¡Lo que voy a hacer ahora es desenmascarar a X!