Los últimos 30.000 kilómetros (43)
Llegar hasta el reborde que conducía hasta el mar a lo largo de la cara de la montaña les llevó diez horas.
Zigue ziendo eztrecho, pero cuando llegemoz al lugar donde ze cayeron aquelloz doz egipcioz, ¡ya veréiz!
A varios cientos de metros bajo ellos había una masa de nubes. Pasaron ocho horas durmiendo, y continuaron después de comer su monótono desayuno. Mientras que los egipcios habían hecho el recorrido arrastrándose, el grupo lo hizo caminando de cara a la roca, sujetándose con los dedos a los orificios y pequeñas protuberancias de la roca.
El aire empezó a ser algo más cálido. Allí el agua tenía aún algo de calor que desprender tras su largo vagabundeo por las regiones árticas y su paso a través del mar polar.
El reborde fue cruzado sin problemas. Llegaron a otra meseta y se dirigieron hacia el lugar donde, como Joe había dicho, se hallaba el mar. Joe caminó con pies doloridos hasta el borde de la montaña y apuntó su linterna hacia abajo, revelando otra cornisa.
Esta empezaba a casi dos metros más abajo del borde del acantilado, tenía algo más de medio metro de ancho, y desaparecía hacia abajo con la misma anchura hasta perderse entre las ligeras nubes. Formaba un ángulo de 45 grados con el horizonte, o con lo que sería el horizonte si pudiera divisarse desde allí.
Vamos a tener que abandonar algo de nuestra carga y hacer nuestras mochilas más pequeñas dijo Burton. No hay espacio suficiente para nosotros y ellas.
Zí, lo zé. Lo que me preocupa ez que los Eticoz hayan cortado la corniza en zu mitad. ¡Jezúz, Dick! ¿Qué ocurrirá zi han encontrado la cueva ahí abajo?
Entonces tendremos que confiar en el kayak inflable que llevas para transportar a dos de nosotros hasta la Torre. Ya lo dije antes.
Zí, lo zé. Pero ezo no hace que deje de hablar de ello. Me ayuda a aliviar mi tenzión. El sol nunca se asomaba por encima del círculo de montañas. Pese a ello, había una
iluminación crepuscular.
Yo caí de la corniza antez de ir demaziado lejoz dijo Joe. Azi que no zé cuan larga ez la corniza. Puede que noz tome todo un día, quizá máz, llegar hazta el fondo.
Tom Mix dijo que Paheri, el egipcio, le contó que habían tenido que pararse una vez para comer antes de llegar al fondo dijo Burton. Eso no significa mucho, de todos modos. El viaje fue agotador, de modo que probablemente sintieron hambre mucho antes de lo normal.
Encontraron una cueva poco profunda. Joe, con la ayuda de los demás, hizo rodar una gran piedra para bloquear parcialmente la entrada e impedir así el asole del viento. Se metieron en ella y comieron. Dos linternas mantuvieron la cueva iluminada, pero no lo suficiente como para animarles. Lo que necesitaban era un fuego, la antigua y oscilante brillantez y el crujiente calor que había animado las almas de sus antepasados de la Vieja Edad de Piedra y a todas las generaciones que los siguieron.
Tai-Peng era el único que se mostraba animado. Les contó historias de sus travesuras de juventud y de los Ocho Inmortales de las Copas de Vino, sus compañeros de la vejez, y recitó algunos chistes chinos. Aunque estos últimos no podían ser adecuadamente traducidos al esperanto, eran los suficientemente buenos como para hacer que algunos, y especialmente Joe Miller, rieran estruendosamente y se dieran palmadas en los muslos. Luego Tai-Peng compuso algunos poemas sobre la marcha y concluyó blandiendo su espada hacia la Torre en algún lugar frente a ellos.
¡Pronto estaremos en la fortaleza del Gran Cilindro! ¡Que se pongan en guardia aquellos que se entrometieron en nuestras vidas! ¡Los conquistaremos aunque sean demonios! ¡El Viejo King Fu Tze nos advirtió que los humanos no debíamos preocuparnos por los espíritus, pero yo nunca fui de los que prestaron atención a ese viejo! ¡Nunca he escuchado a nadie! ¡Sigo a mi propio espíritu! ¡Soy Tai-Peng, y no reconozco a nadie superior a mí!
»¡Estad en guardia, vosotros, cosas que os ocultáis y huís de nosotros y os negáis a darnos la cara! aulló. ¡Estad en guardia! ¡Tai-Peng llega! ¡Burton llega! ¡Joe Miller llega!
Siguió así.
Deberíamoz hacer que dijera todo ezto de cara a nozotroz le susurró Joe a
Burton. Zeguro que podríamos uzar todo eze aire caliente.
Burton estaba observando a Gilgamesh y Ah Qaaq. Reaccionaban exactamente igual que los demás, riendo y aplaudiendo a Tai-Peng. Pero eso podía ser simplemente una actuación por parte de uno de ellos, o los dos. Estaba preocupado. Cuando entraran en la cueva si conseguían llegar a ella debería hacer algo respecto a ellos. Aunque fueran inocentes, tenía que intentar determinar si uno de ellos, o ambos, eran X. Cualquiera de los dos podía ser Loga. Cualquiera de los dos podía ser Thanabur.
¿Cómo podía conseguirlo?
¿Y qué era lo que éste, o los dos, estaban planeando, si estaban planeando algo? Empezó a maquinar algo. Cuando empezaran a bajar por la cornisa, arreglaría las
cosas de modo que Joe Miller fuera a la cabeza. El iría segundo. Ah Qaaq y Gilgamesh deberían ir detrás. No deseaba que fueran los primeros en alcanzar la cueva... si se hallaba aún allí y no estaba cegada.
El maya y el sumerio si lo eran realmente serían los últimos, y debían ser desarmados cuando entraran en la cueva. Llevaban cuchillos largos y revólveres calibre.69 con balas de plástico. Joe y de Marbot deberían encargarse de despojarles de ellas. Podía advertir a Nur y a Frigate del asunto, pero no quería meterlos en ello. Aún no estaba seguro ni del americano ni del moro. Su experiencia con el agente, el pseudo Peter Jairus Frigate, lo había vuelto muy cauteloso respecto al auténtico Frigate, si era realmente el original. Nur parecía ser lo que afirmaba que era, pero Burton no confiaba en nadie. Incluso el titántropo podía ser un agente. ¿Por qué no? Era inteligente y capaz pese a su grotesco tamaño y rasgos faciales.
Burton tenía que confiar en alguien, de todos modos. Había dos: él mismo, y, después de tantos años de intimidad, Alice. Los demás... ¡ah, los demás! Los había estado observando de cerca, pero su instinto, pese a lo inconcreto del significado del término y lo mucho que se había abusado de él, le decía que todos excepto dos eran lo que decían que eran.
Con sus mochilas muy reducidas, Joe llevando todavía la más grande, emprendieron el camino a lo largo de la última cornisa. Avanzando con los pies de lado, los brazos extendidos paralelos a sus hombros la mayor parte del tiempo, fueron sujetándose a todo lo que encontraron que les sirviera de apoyo. No pasó mucho tiempo antes de que llegaran a la curva de la montaña, quizá dos horas, aunque les pareció mucho más. Entonces Joe se detuvo, y volvió su cabeza.
Quietoz todoz. Tenéiz que poder oír el zonido del mar golpeando contra la baze de la montaña.
Escucharon intensamente, pero tan sólo Burton, Nur y Tai-Peng oyeron las olas contra las rocas, y eso podía ser causado por su imaginación.
Cuando rodearon la curva de la montaña, sin embargo, pudieron ver el relativamente brillante cielo y, distinguiéndose débilmente, la parte superior de la masa de las montañas que rodeaban el mar al otro lado.
No había ningún indicio de la Torre, ni siquiera un bulto impreciso. Sin embargo, estaba en el centro del mar, según la propia historia de Joe y los informes de la aeronave Parseval.
Aquí ez donde encontramoz el cilindro que alguien dejó dijo Joe. Aquí ez donde vi un repentino rezplandor de luz cuando la aeronave de los Eticoz bajó hacia la cúzpide de la Torre, Y aquí ez donde tropecé con el cilindro y caí y me maté.
Hizo una pausa.
Ahora ya no eztá.
¿El qué?
El cilindro.
Los Éticos debieron quitarlo.
Ezpero que no dijo Joe. Zi lo hicieron, entoncez zaben que la gente puede llegar hazta aquí, y zeguir la corniza hazta el fondo y dezcubrir la cueva. Ezperemos que haya zido algún otro quien haya venido hazta aquí y lo haya quitado. Quizá lo hicieron los egipcioz dezpuéz de mi caída.
Siguieron avanzando por el estrecho y resbaladizo sendero. Las nieblas eran más densas ahora, y Burton no podía ver más allá de ocho metros al frente con ayuda de su linterna, que tenía que tomar del lugar donde la había atado a su cinturón cuando deseaba un poco más de visibilidad. De pronto, Joe se detuvo.
¿Qué ocurre? preguntó Burton.
¡Mierda! La corniza no eztá. Ezpera un momento. Parece... parece como zi hubiera zido fundida ahí delante. ¡Zí! ¡Lo ha zido! ¡Loz Eticoz han cortado la corniza precizamente aquí! ¿Y qué hacemoz ahora?
¿Puedes ver cuánto trecho está cortada?
Zí. Parece como zi ze interrumpiera durante unoz doce metroz dezde aquí. Aunque igual hubiera podido zer un kilómetro.
¿Hasta cuan arriba o abajo está fundida? Pasó un minuto.
Hazta tan lejoz como puedo alcanzar. Ezpera un minuto. Encenderé mi linterna.
Pasaron unos cuantos segundos.
Hay algunaz fizuraz a un metro aprozimadamente de la punta de miz dedoz.
Burton se quitó la mochila y se dejó caer sobre manos y rodillas. Nur, que estaba inmediatamente detrás, se arrastró lentamente sobre él. Joe y el moro efectuaron un acto circense de equilibrio mientras Nur trepaba sobre los hombros del titántropo. Al cabo de un momento, Nur dijo:
Parece como si hubiera algunas fisuras formando una línea recta. Suficiente para nuestros pitones.
Nur continuó sobre los hombros del titántropo. Burton le tendió a Joe las cuñas de metal y un martillo, y éste se los pasó al moro. Mientras Joe sujetaba firmemente las piernas de Nur, el martillo de Nur clavó dos cuñas. Burton le tendió el cabo de una cuerda, delgada pero lo bastante resistente. Nur la pasó por los ojos de las cuñas y aseguró el cabo en el pitón más alejado.
El moro volvió a bajar a la cornisa al lado de Joe, donde Burton lo sujetó para que no cayera mientras se colocaba un arnés muy parecido al que llevan los paracaidistas. Estaba hecho de piel de pez y metal y había formado parte del equipo de las lanchas. En la cincha del pecho había varias hebillas, a cada una de las cuales iban unidas fuertes tiras de plástico. Al final de cada una de ellas iba sujeto un pequeño utensilio de metal que contenía una rueda.
Nur volvió a trepar sobre Joe. Cuando estuvo de pie sobre los anchos hombros del titántropo, pasó una de las mordazas del artilugio que llevaba la rueda en torno a la cuerda horizontal sujeta a través de los ojos de los pitones. Cerró el artilugio y aseguró las mordazas con una palanca. Ahora podía deslizarse a lo largo de la cuerda unida a la pared del acantilado. Cuando llegó al primer pitón, sujetó y cerró el dispositivo de la izquierda de su arnés a la parte de la cuerda que estaba más allá del primer pitón. Luego desenganchó el primer dispositivo y se deslizó hasta el segundo pitón.
Sujetándose con los pies contra la pared del acantilado, se tensó hacia un lado, sujeto por las bandas, y empezó a martillear el tercer pitón en una fisura. Era un trabajo duro y
requería muchos descansos. Los otros necesitaban comer, pero estaban demasiado atentos a Nur como para sentir ningún apetito.
Le tomó cinco horas a Nur, trabajando pacientemente, martilleando pitón tras pitón, alcanzar la zona encima de la cornisa donde esta se reanudaba. Por aquel entonces estaba demasiado agotado como para clavar otro pitón. Se dejó caer a lo largo de la cara del acantilado hasta la proyección.
Burton fue el siguiente, subiéndose a los hombros del gigante, lo cual no dejaba de ser peligroso. Sin la altura y la fuerza de Joe, todo el grupo se habría visto inmovilizado en aquel punto sin otra alternativa excepto volver atrás. Y hubieran terminado pereciendo de hambre, puesto que no disponían de suficientes raciones para el viaje de vuelta.
Burton avanzó a lo largo de la pared del acantilado como lo había hecho Nur y finalmente llegó al otro lado. Nur sujetó a Burton mientras éste soltaba su enganche y se deslizaba hacia abajo con sus manos extendidas contra la pared para frenar su descenso con la fricción. Afortunadamente, la cornisa allí era más ancha que al otro lado de la interrupción.
Y tenían otro problema: el cruzar las pesadas mochilas. Parecía que no había otra cosa que hacer más que abandonarlo todo excepto los artículos más esenciales. Seleccionar éstos, sin embargo, era difícil, debido al poco espacio existente. Se ayudaron los unos a los otros, uno aferrándose con una mano a las asperezas de la pared mientras el otro o la otra se inclinaba hacia adelante y abría la mochila a la espalda de su vecino. Los artículos tenían que ser sacados uno por uno y ser arrojados al mar o colocados sobre la cornisa para volver a meterlos luego.
Todo fue desechado excepto los cuchillos, las armas de fuego, las municiones, algunas ropas gruesas y grandes, algunas raciones, y las cantimploras. Parte de esos artículos fueron colocados en sus cilindros. Alice y Aphra, las que pesaban menos, fueron encargadas de pasar lo que quedaba en las mochilas de Burton y Nur.
Joe llamó a través del abismo y preguntó si debía dejar atrás el kayak hinchable. Burton dijo que no debía abandonarlo. Pero puesto que pesaba mucho, lo mejor era que lo llevara de Marbot en su mochila. El contenido de la mochila del francés debería ser repartido entre Croomes y Tai-Peng.
Burton no deseaba que el titántropo cruzara nada excepto su propio cuerpo. Hasta entonces, los pitones no habían mostrado ninguna indicación de debilidad. Pero no sabía lo que podía hacerles un peso de más de trescientos kilos.
Uno a uno, los demás fueron llegando hasta que sólo quedaron Ah Qaaq y Joe Miller. Cuando el maya efectuó la travesía, utilizó su martillo para clavar las cuñas más seguramente.
Joe se inclinó cuidadosamente y tomó su enorme cantimplora. La vació y volvió a colocarla en la cornisa. Gritó:
¡Voy a cruzar lo máz rápido pozible, azi que no voy a preocuparme de mi arnéz! ¡Voy a uzar laz manoz!
Se irguió de puntillas y sujetó la cuerda junto al primer pitón.
Avanzó rápidamente, sus largos brazos tendiéndose, sujetando la cuerda ante él con una mano y luego deslizando la otra a lo largo. Utilizaba sus rodillas para asegurarse, a fin de no oscilar hacia afuera.
A medio camino, un pitón chirrió y se salió de su agujero.
Joe se mantuvo inmóvil por un momento. Luego extendió un largo brazo hacia la cuerda en el lugar más cercano al siguiente pitón.
El pitón suelto acabó de salirse de su agujero con otro chirrido. Joe descendió un trecho, aferrado a la cuerda, y colgó como un péndulo parándose.
¡Sujétate bien, Joe! dijo Burton.
Entonces lanzó un grito, junto con todos los demás, cuando la segunda cuña se soltó, y las demás la siguieron.
Gritando, envuelto en ropas blancas, Joe Miller cayó por segunda vez al oscuro mar.