Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (25)
Burton, sufriendo de nuevo su maldito insomnio, abandonó su cabina sin hacer ruido. Alice dormía tranquilamente. Salió al corredor débilmente iluminado, al texas, y a la cubierta de aterrizaje del Rex. La niebla cubría casi la barandilla de la cubierta B. La cubierta A era completamente invisible. Directamente encima de él, el cielo resplandecía brillantemente, pero hacia el oeste las nubes avanzaban con rapidez hacia el barco. A ambos lados del Valle las montañas cubrían buena parte del cielo. Aunque el Rex estaba anclado en una pequeña bahía a tres kilómetros más arriba del estrecho, el Valle allí se habían ensanchado tan sólo un poco. Era un lugar frío, lóbrego, propenso a la melancolía. Juan iba a tener problemas en mantener la moral allí.
Burton bostezó, se estiró, y pensó en encender un cigarrillo o quizá un puro. ¡Maldita fuera su incapacidad de dormir! En sesenta años en aquel mundo, hubiera tenido que aprender cómo superar aquella aflicción que le había atormentado durante cincuenta años en la Tierra. (Tenía diecinueve años cuando la terrible aflicción le había golpeado).
Le habían ofrecido multitud de técnicas para combatirla. Los hindúes poseían una docena; los musulmanes, otra docena. Varías de las tribus salvajes de Tanganika tenían sus remedios infalibles. Y en este mundo, había intentado un buen número de otros. Nur el-Musafir, el sufí, le había enseñado una técnica que parecía más eficaz que cualquier otra que había aprendido con anterioridad. Pero al cabo de tres años, lentamente, avanzando noche tras noche, el Viejo Diablo Insomnio se había aposentado de nuevo en su cabeza de playa. Durante algún tiempo, pudo considerarse afortunado consiguiendo un par de buenas noches de sueño cada siete días.
Nur había dicho:
Podrías vencer el insomnio si supieras qué es lo que lo causa. Podrías atacarle en su origen.
Ya había respondido Burton. Si supiera cuál es su origen, podría echarle la mano encima. Sería capaz de conquistar algo más que el insomnio. Podría conquistar el mundo.
Primero tienes que conquistarte a ti mismo había dicho el moro. Pero cuando lo hayas hecho, descubrirás que no vale la pena conquistar el mundo.
Los dos guardias junto a la entrada trasera del texas estaban caminando en la semioscuridad de la cubierta de aterrizaje, girando los talones, caminando hasta el centro de la cubierta, presentándose solemnemente el rifle el uno al otro, girando los talones, luego retrocediendo hasta el borde de la cubierta de aterrizaje, girando los talones, y así sucesivamente.
Durante su turno de cuatro horas, Tom Mix y Grapshink estaban de servicio. Burton no vacilaba en hablar con ellos, puesto que había otros dos guardias en la parte frontal del texas, dos en la timonera, y muchos otros en distintas partes del barco. Desde la incursión de los hombres de Clemens, Juan había dispuesto centinelas nocturnos por todo el barco.
Burton charló un rato con Grapshink, un nativo amerindio, en su propio idioma, que Burton se había tomado el trabajo de aprender. Tom Mix se unió a ellos y les contó un chiste verde. Se echaron a reír, pero después de que Burton les dijera que había oído otra versión distinta del mismo chiste en la ciudad etíope de Harar, Grapshink confesó que él había oído también otra versión cuando estaba en la Tierra. Esto debía haber sido aproximadamente el año 30.000 antes de Cristo.
Burton les dijo a los dos que iba a echar un vistazo a los otros guardias. Caminó escaleras abajo hacia la cubierta B o principal y se dirigió hacia popa. Cuando pasaba junto a una luz difusa por la bruma, vio algo que se movía más allá del rabillo de su ojo izquierdo. Antes de que pudiera volverse hacia allá, recibió un golpe en la cabeza.
Un poco más tarde, despertó tendido de espaldas, mirando hacia arriba en medio de la bruma. Las sirenas estaban sonando, algunas de ellas muy cerca. La nuca le dolía enormemente. Se tocó el chichón, dio un respingo, retiró sus dedos pegajosos. Cuando se puso en pie, tambaleándose, mareado, vio que las luces de todo el barco estaban encendidas. La gente pasaba por su lado gritando. Alguien se detuvo junto a él. Alice.
¿Qué ocurre? gritó.
No lo sé dijo Burton, excepto que alguien me golpeó. Avanzó hacia proa, pero tuvo que detenerse para sostenerse apoyando una mano en la pared.
Ven dijo ella. Te ayudaré a llegar a la enfermería.
¡Al diablo la enfermería! Ayúdame a llegar a la timonera. Tengo que informar al rey.
Estás loco dijo ella. Puede que tengas una fractura craneana. Ni siquiera tendrías que caminar. Deberías tenderte en una camilla.
Tonterías gruñó él, y echó a andar. Ella hizo que pasara el brazo en torno a su hombro para que así pudiera apoyarse en ella. Siguieron caminando hacia la proa. Oyó que eran levadas las anclas, el sonido de las cadenas resonando por los orificios. Pasaron junto a los servidores de las ametralladoras y los tubos de cohetes.
¿Qué ha ocurrido? le gritó Alice a un hombre.
¡No lo sé! Alguien dijo que la lancha grande había sido robada. Los ladrones enfilaron Río arriba.
Burton pensó que si esto era cierto, él había sido golpeado por alguien apostado para asegurarse de que los ladrones no fueran descubiertos.
Los «ladrones», estaba seguro, habían sido miembros de la tripulación. No creía que nadie pudiera deslizarse a bordo sin ser notado. Los sonares, radares, y detectores a infrarrojos estaban operando todas las noches desde la incursión. Sus operadores jamás se atreverían a quedarse dormidos. El último que había hecho esto, hacía diez años, había sido arrojado al Río desde el barco diez minutos más tarde de haber sido sorprendido.
Al llegar a la timonera, Burton tuvo que aguardar unos minutos antes de que el atareado rey pudiera hablar con él. Burton informó de lo que le había ocurrido. Juan no se mostró en absoluto compasivo; estaba fuera de sí por la rabia, maldiciendo, dando órdenes, pateando a todos lados.
Finalmente, dijo:
Ve a la enfermería, Gwalchgwynn. Si el doctor dice que no estás apto para el servicio, Demugts se hará cargo. No hay mucho que los marines puedan hacer en este momento, de todos modos.
Sí, Sire dijo Burton, y se dirigió al hospital de la cubierta C.
El doctor Doyle le hizo una radiografía del cráneo, limpió la herida de su cabeza, la vendó, y ordenó que permaneciera acostado durante un tiempo.
No hay ni concusión ni fractura. Todo lo que necesitas es un poco de descanso. Burton siguió las indicaciones. Poco más tarde, sin embargo, le llegó la voz de
Strubewell desde los altavoces. Faltaban doce personas, siete hombres, cinco mujeres.
Entonces fue interrumpido por Juan, aparentemente demasiado furioso como para dejar que su primer oficial diera los nombres de los desaparecidos. Con voz temblorosa, denunció a los doce como «perros traidores, cerdos amotinados, hediondas mofetas despreciables, cobardes chacales, hienas asquerosas».
Vaya colección zoológica dijo Burton a Alice.
Escuchó los nombres de los ausentes. Todos ellos eran agentes sospechosos, todos habían afirmado haber vivido más allá de 1983.
Juan creía que habían desertado porque tenían miedo a luchar.
Si no hubiera estado tan furioso como para pensar claramente, Juan hubiera recordado que los doce habían demostrado su valor en muchas batallas.
Burton sabía por qué habían huido. Deseaban alcanzar la Torre tan pronto como fuera posible, y no deseaban participar en una lucha que consideraban como totalmente innecesaria. De modo que habían robado la lancha y ahora estaban apresurándose Río arriba a toda la velocidad que les era posible. Indudablemente, esperaban que Juan no fuera tras ellos, que estuviera demasiado ocupado con Clemens.
De hecho, Juan había sentido la preocupación de que el No Se Alquila pudiera cruzar el estrecho mientras el Rex estaba persiguiendo a la lancha. Sin embargo, los guardias que estaban apostados en el sendero encima del estrecho disponían de un transmisor- receptor, e informarían instantáneamente en el momento en que el Alquila pusiera proa al canal. De todos modos, si el Rex estaba demasiado lejos Río arriba, no podría regresar a tiempo para bloquear al Alquila.
Pese a ello, Juan estaba dispuesto a correr el riesgo. No iba a permitir que los desertores se le escaparan con la lancha. La necesitaba para la próxima batalla. Y deseaba desesperadamente atrapar y castigar a los doce.
En los antiguos días en la Tierra, los hubiera torturado. Probablemente ahora estuviera deseando someterlos al potro y a la rueda y asarlos a fuego lento en una parrilla, pero sabía que su tripulación, la mayoría de ella al menos, no iba a tolerar tales barbarismos. Permitirían que los doce fueran fusilados, aunque no les gustara, porque había que mantener la disciplina. Además, el robo de la lancha incrementaba la felonía.
De pronto, Burton gruñó. Alice dijo:
¿Qué ocurre, querido?
Nada dijo. Sólo una punzada de dolor.
Puesto que había oirás enfermeras por los alrededores, no podía decirle que acaba de ocurrírsele que Strubewell se había quedado a bordo. ¿Por qué? ¿Por qué no se había marchado con los demás agentes?
¡Y Podebrad! Podebrad, el ingeniero checo, el principal sospechoso. Su nombre no estaba en la lista.
Una pregunta más que añadir a las docenas de preguntas que debería formular a un agente algún día. Quizá no tuviera que esperar hasta algún día. ¿Por qué no ir a Juan ahora y contarle la verdad? Juan podía meter inmediatamente a Strubewell y Podebrad entre rejas e interrogarles con una rapidez libre de legalidades y papeleos.
No. No podía hacer aquello ahora. Juan no tenía tiempo de ocuparse de tales cosas en este momento. Tendría que aguardar hasta después de la batalla. Además, los dos hombres podían simplemente suicidarse.
¿Lo harían?
Ahora que no existían las resurrecciones, ¿se mataría a sí mismo un agente?
Era probable, pensó Burton. El hecho de que los habitantes del Valle no fueran resucitados no constituía ninguna prueba de que los agentes tampoco lo fueran. Podían alzarse de nuevo en algún otro lugar, en las enormes cámaras subterráneas o en la Torre.
Burton no creía aquello. Si los agentes resucitaran en algún otro lugar, no hubieran dudado en abordar el exprés de los suicidios. No estarían viajando ahora vía barco de paletas para alcanzar la Torre.
Si él y Strubewell y Podebrad sobrevivían a la batalla, iba a pillarles por sorpresa, privarles de los sentidos antes de que pudieran transmitir el código mental que liberaría el veneno de las pequeñas esferas en la parte delantera de sus cerebros, y luego hipnotizarlos mientras seguían aún inconscientes.
Eso era algo satisfactorio de visualizar. Pero mientras tanto, ¿por qué se habían marchado aquellos doce mientras los otros dos se quedaban?
¿Se habían quedado Strubewell y Podebrad en el barco a fin de poder sabotearlo si parecía que Juan estaba dispuesto a emprender la persecución de los doce?
Esa parecía ser la única explicación. En cuyo caso, Burton tenía que acudir a Juan para advertirle.
¿Pero le creería Juan? ¿O pensaría que el golpe en la cabeza de Burton había alterado sus percepciones?
Era probable, pero tendría que convencerse cuando Burton reclamara a Alice, Kazz, Loghu, Frigate, Nur, Mix, London y Umslopogaas como testigos.
Por aquel entonces, sin embargo, Strubewell y Podebrad podían imaginar lo que estaba ocurriendo y huir. Peor aún, podían hacer saltar el barco o cualquier otra cosa que estuvieran planeando hacer.
Burton le hizo una seña con el dedo a Alice. Cuando ella se le acercó, le dijo en voz baja que transmitiera un mensaje a Nur el-Musafir. Nur tenía que situar a uno o más de su grupo con Podebrad en la sala de calderas y con Strubewell en la timonera. Si cualquiera de los dos hacía algo sospechoso, algo que pudiera amenazar al barco, debía ser golpeado inmediatamente en la cabeza. Si eso no era posible, había que dispararle o apuñalarle.
Alice abrió mucho los ojos.
¿Por qué?
¡Te lo explicaré más tarde! dijo Burton ferozmente. ¡Ve mientras aún estamos a tiempo!
Nur imaginaría lo que significaban esas órdenes. Y vería que fueran cumplidas de alguna manera. No iba a ser fácil meter a alguien en la sala de calderas y en la timonera. En aquel momento, cada uno o una tenía su propia misión asignada. Abandonar su puesto por cualquier razón que fuera sin autorización era un serio crimen. Nur tendría que pensar rápido y sagazmente para enviar a alguien a vigilar a los dos.
Y entonces Burton dijo:
¡Ya lo tengo!
Tomó el teléfono de la enfermería y llamó a la timonera. El operador del teléfono de allí iba a llamar a Strubewell, pero Burton insistió en que debía hablar directamente con el rey. Juan se mostró muy irritado, pero cuando Burton le pidió que bajara para hablar con él desde la sala de observación lo hizo. Allí accionó un interruptor que hacía que su conversación no pudiera ser escuchada por la línea de la timonera a menos que la línea hubiera sido intervenida.
Sire dijo Burton, he estado pensando. ¿Cómo sabemos que los desertores no han instalado una bomba en el barco? ¿Con la intención de, si nosotros intentamos perseguirles, enviar un mensaje en código a través del transmisor, y accionar los explosivos?
Tras un corto silencio, Juan dijo, con una voz ligeramente aguda:
¿Crees que es una posibilidad?
Si yo puedo pensar en ello, ¿por qué no pueden haberlo hecho los desertores?
Ordenaré inmediatamente un registro. Si te sientes en condiciones, únete a él.
Juan colgó. Un minuto más tarde la voz de Strubewell atronaba en los altavoces. Dio órdenes de que hasta el último centímetro del barco fuera registrado en busca de bombas. Los oficiales tenían que organizar grupos inmediatamente. Strubewell listó a los responsables para cada zona, y les dijo que empezaran ya.
Burton sonrió. No había sido necesario revelarle nada a Juan, y Podebrad y Strubewell se encontraban dirigiendo una búsqueda de las bombas que ellos mismos podían haber ocultado.