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Chapter 159 - EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 8 - Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (26)

Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (26)

Burton se dirigió hacia la puerta. Puesto que no se le había hecho responsable de ninguna zona, se consideraba un agente libre. Iría a la cubierta de calderas o a la A e inspeccionaría la sala de motores o los almacenes de municiones.

Justo en el momento en que empezaba a bajar las escaleras hacia la cubierta B, oyó disparos de pistola y gritos. Parecían proceder de abajo, así que se apresuró, respingando de dolor cada vez que sus pies daban un paso. Cuando alcanzó la cubierta A vio a un grupo de personas reunidas junto a la barandilla. Se dirigió hacia allá, abriéndose camino entre la gente, y miró al objeto de su atención.

Era un engrasador llamado James McKenna. Estaba tendido de costado, con una pistola cerca de su mano abierta. Tenía un tomahawk firmemente clavado a un lado del cráneo.

Un enorme iroqués, Dojiji, dio un paso adelante, se inclinó.

Me disparó y falló dijo.

El Rey Juan hubiera debido dar sus órdenes de boca a boca, y no por el sistema de altavoces. Así McKenna hubiera sido atrapado en el acto de pegar los cuatro kilos de explosivo plástico al casco del barco en un rincón oscuro de la sala de motores. Realmente, de todos modos, no constituía ninguna diferencia. McKenna había salido de aquel rincón en el momento en que oía la orden de búsqueda. Lo había hecho fríamente, adoptando una actitud despreocupada. Pero un electricista que estaba allí lo había visto y le había preguntado qué hacía en aquel lugar, y McKenna se había limitado a dispararle. Luego había echado a correr, y había vuelto a disparar, y había matado a un hombre y a una mujer en su camino hacia la barandilla de la cubierta. Un grupo de búsqueda echó a correr tras él y le disparó, pero falló. El respondió al fuego hiriendo a uno de ellos, pero había fallado a Dojiji. Ahora McKenna yacía muerto, imposibilitado de decirles por qué había intentado hacer volar el barco.

El Rey Juan fue abajo y miró la bomba. El mecanismo de relojería unido mediante unos cables al detonador y a la informe masa de plástico señalaba 10:20 minutos para la explosión.

Es bastante como para hacerle al casco un agujero más grande que el propio lado de estribor dijo despreocupadamente un experto en bombas. ¿Debemos retirarla, Sire?

Sí. Inmediatamente dijo el Rey Juan serenamente. Una cosa, sin embargo. ¿No tendrá también unido un receptor de radio?

No, Su Majestad. Juan frunció el ceño.

Muy extraño dijo. Simplemente no lo comprendo. ¿Por qué deberían dejar los desertores a uno de los suyos detrás para colocar el dispositivo de tiempo, cuando les hubiera sido mucho más fácil hacer estallar la bomba mediante frecuencias inalámbricas? McKenna hubiera podido irse con ellos. No hubiera tenido que poner en peligro a ninguno de ellos. Esto no tiene sentido.

Burton estaba con el grupo de oficiales que acompañaban a Juan. No dijo nada. ¿Para qué molestarse en explicárselo, si es que lo que tenía que decirle era realmente una explicación?

McKenna había aparecido inmediatamente después de la incursión desde el Parseval, y se había ofrecido voluntario a reemplazar a uno de los hombres que habían resultado muertos en él. Le parecía evidente a Burton, o al menos constituía una fuerte probabilidad, el que McKenna había sido enviado con un aeroplano o vía paracaídas o deslizador desde la aeronave Parseval, ¿Cómo llamaban a esa gente los del siglo xx? La... «quinta columna», eso era. Clemens había plantado a ese hombre para el día en que el No Se Alquila alcanzara al Rex. Se le había ordenado que, cuando llegara ese día, hiciera volar el barco.

Lo que Burton no comprendía era por qué Clemens le había dicho a McKenna que aguardara hasta entonces. ¿Por qué McKenna no había volado el barco a la primera oportunidad? ¿Por qué aguardar cuarenta años? Especialmente teniendo en cuenta que era muy probable que McKenna, después de vivir tantos años con los ratitas, llegara a sentir simpatía por ellos. Había estado aislado de sus compañeros del No Se Alquila e, inevitable y sutilmente, sus lealtades debían haberse transferido de aquellos que habían

llegado a convertirse en un distante recuerdo a aquellos que vivían íntimamente con él desde hacía tanto tiempo.

¿O acaso Clemens no había tomado en consideración esto?

No era probable. Como sabía cualquiera que hubiera leído sus obras, Clemens era un maestro psicólogo.

Era posible que Clemens le hubiera dado a McKenna órdenes de no destruir el Rex a menos que fuera absolutamente necesario.

El Rey Juan hizo un gesto hacia el cadáver y dijo:

Arrojad a esa basura al Río.

Su orden fue ejecutada. A Burton le hubiera gustado encontrar alguna excusa para hacer que el cuerpo fuera trasladado al depósito del barco. Allá hubiera podido abrir el cráneo e inspeccionar el cerebro en busca de una pequeña esfera negra. Demasiado tarde. McKenna sería abierto únicamente por los peces.

Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, para McKenna ya todo había terminado. Y aunque había sido hallada la bomba, la búsqueda prosiguió por si había más. Finalmente, fue dada por terminada. No había ningún explosivo subrepticiamente plantado en el barco o fuera de él. Los buceadores habían recorrido cada centímetro de la parte exterior del casco.

Burton pensó que los desertores, si hubieran sido listos, hubieran sido previsores y hubieran tomado medidas para hundir el barco tras abandonarlo. De este modo ni el barco ni los aeroplanos hubieran podido perseguirles. Pero eran agentes, odiaban la violencia, aunque fueran capaces de enfrentarse con ella si la situación lo requería.

Había habido una sola forma de asegurarse de si McKenna era un agente de los Éticos o un agente de Clemens.

Una cosa era segura. Podebrad y Strubewell no eran saboteadores.

¿Pero por qué se habían quedado a bordo?

Pensó en el problema, desconcertado al principio, luego dijo:

¡Aja!

Eran voluntarios. Habían elegido quedarse en el barco porque había alguien, uno o varios, en el No Se Alquila, con quien deseaban entrar en contacto. El o ella o ellos podían ser enemigos o amigos, pero los dos tenían sus razones para desear encontrarse con la persona o personas. Así, tomaron la muy arriesgada decisión de quedarse en el Rex para la batalla. Si el Rex vencía, lo cual era posible, aunque las probabilidades parecían estar actualmente en contra, entonces los dos, si sobrevivían, podrían encontrarse con quienquiera que fuese que estuviera a bordo del barco de Clemens.

Pero ¿cómo podían saber los dos que el o los que buscaban estaban en el No Se

Alquila?

Era posible que tuvieran algún método secreto de comunicación. Cuál exactamente, Burton no podía imaginarlo.

Se puso a pensar en los agentes que habían desertado. ¿Sabían lo de los botes en la cueva en la orilla del mar polar y la puerta en la base de la Torre?

Esperaba que no hubieran oído el relato de Paheri. Por lo que sabía, solo él y Alice, Frigate, Loghu, Nur, London, Mix, Kazz, y Umslopogaas, conocían el descubrimiento del antiguo egipcio. Es decir, ellos eran los únicos en el barco que lo conocían. Podía haber otros, quizá mucha otra gente, que hubiera oído el relato de Paheri de primera mano y luego de segunda, tercera y cuarta mano.

Sin embargo, por lo que sabía, X estaba entre los desertores. Lo cual significaba que los agentes podían saber también lo de la entrada oculta.

No necesariamente. X podía hacerse pasar por un agente amigable. Había huido con ellos pero planeaba utilizarlos para penetrar en la Torre. Y luego se encargaría de que ellos, al igual que Akenatón y los otros egipcios de su grupo, cayeran inconscientes o muertos.

O quizá... era posible que Podebrad y Strubewell supieran de algún modo que X estaba en el No Se Alquila, O bien... o uno o los dos podían ser X.

Burton se alzó de hombros. Lo que tenía que hacer era simplemente dejar que los acontecimientos siguieran su curso hasta que viera una posibilidad de influenciarlos. Entonces saltaría como una lechuza sobre un ratón.

Ese no era un buen símil. Los agentes y los Éticos eran potencialmente más parecidos a tigres.

Eso no representaba ninguna diferencia para él. Iba a atacar cuando tuviera que hacerlo.

De nuevo consideró la posibilidad de contárselo todo al Rey Juan. Así se aseguraría de que los agentes capturados no fueran ejecutados sobre la marcha. Por supuesto, el agente debería ser privado de sus sentidos antes de que pudiera suicidarse. Pero con doce que capturar, catorce si eran incluidos Strubewell y Podebrad, seguramente uno al menos podría ser dejado inconsciente... Bien, aguardaría un poco más. Quizá no tuviera necesidad de divulgárselo todo a Juan.

El barco se había detenido y anclado de nuevo mientras los buceadores con escafandra autónoma inspeccionaban el casco. Luego había reanudado su viaje Río arriba a toda velocidad Pero se arrimó de nuevo a la orilla para encajar la caperuza de metal en una piedra de cilindros. Llegó el amanecer; las piedras tronaron y relampaguearon. La caperuza fue retirada de nuevo al barco, y este reanudó su persecución de los desertores. Poco después del desayuno, los motores de los tres aeroplanos fueron calentados. Luego Voss y Okabe despegaron en sus cazas biplanos, y el torpedero-bombardero salió rugiendo de su hangar de la sección de popa.

Los pilotos debían ser capaces de descubrir la lancha en el término de una o dos horas. Lo que ocurriera a continuación era dejado a su albedrío, dentro de los límites de las órdenes de Juan. No deseaba que la lancha resultara hundida o seriamente dañada, puesto que la necesitaba en la esperada batalla. Los aeroplanos podían disparar contra la lancha e impedir que continuara Río arriba, si era posible. Debían retenerla hasta que el Rex pudiera alcanzarla.

Una hora y veintidós minutos después del despegue, Okabe informó. La lancha estaba a la vista, y él había intentado hablar por radio con los desertores. No había obtenido respuesta. Los tres aeroplanos iban a picar sobre la lancha en fila india y disparar sus ametralladoras contra ella. No demasiado tiempo, sin embargo, porque las balas de plomo eran demasiado valiosas y demasiado necesarias para la lucha contra el No se Alquila. Si unas cuantas ráfagas no conseguían que los desertores se rindieran o dieran la vuelta Río abajo o abandonaran la lancha, entonces arrojarían unas cuantas bombas cerca de la embarcación.

Okabe informó también que la lancha estaba a varios kilómetros más allá del punto donde el Valle se ensancha bruscamente. Aquella era la zona a la que había llegado la lancha dos meses atrás durante el rebobinado de los motores. Su tripulación había hablado con muchos de los titántropos, en esperanto, por supuesto, en un esfuerzo por reclutar una cuarentena de ellos como marines. El Rey Juan había tenido la visión de abordar el No Se Alquila y enviar a los cuarenta ogros con el grupo de abordaje. Dos veintenas de luchadores como Joe Miller barrerían las cubiertas del barco de Clemens dejándolas limpias en muy poco tiempo. Ni siquiera el poderoso Miller sería capaz de oponerse a la embestida de tal número de sus semejantes.

Para disgusto y decepción de Juan, sus hombres habían descubierto que todos los filántropos entrevistados eran miembros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad. Se negaron a luchar, y de hecho intentaron convertir a la tripulación.

Era probable que hubiera titántropos que no hubieran sucumbido a la prédica de los misioneros. Pero no había tiempo para buscarlos.

Ahora los aeroplanos descendieron hacia la lancha mientras la gente de la orilla, parte de los cuales eran Homo sapiens de tamaño normal, parte verdaderos brodingnags, se alineaba junto a la orilla para contemplar aquellas máquinas.

De pronto, Okabe dijo:

¡La lancha se está dirigiendo hacia la orilla derecha!

Picó, pero no hizo fuego. No podía alcanzar la lancha sin alcanzar a varios locales, y tenía órdenes estrictas de no irritarlos de ninguna forma si podía impedirlo. Juan no deseaba tener que cruzar un área hostil después de que el Rex hubiera hundido al No Se Alquila.

¡Los desertores están saltando fuera de la lancha y vadeando hacia la orilla! dijo

Okabe. ¡La lancha ha quedado a la deriva en la corriente!

Juan maldijo y luego ordenó que el torpedero-bombardero amerizara en el Río. Su artillero debía abordar la lancha y conducirla de vuelta al Rex. Y debía hacerlo rápidamente, antes de que algún local decidiera nadar hasta ella y apropiarse de la lancha para sí mismo.

Los desertores están mezclándose con la multitud dijo Okabe. Imagino que se encaminarán hacia las colinas cuando nos marchemos.

¡Por los dientes de Dios! dijo Juan. ¡Nunca seremos capaces de encontrarlos! Burton, que estaba en la timonera en aquel momento, no hizo ningún comentario.

Sabía que los agentes robarían más tarde un barco de vela y proseguirían Río arriba. El Rex podría alcanzarlos si el Rex no resultaba hundido o demasiado dañado como para continuar.

Unos pocos minutos después de que la lancha fuera metida de nuevo en el Rex y los dos cazas hubieran aterrizado, una luz en la radio de la timonera brilló de color naranja. Los ojos del operador se abrieron mucho, y se quedó tan asombrado que por un momento no pudo hablar. Durante treinta años él y sus compañeros operadores habían aguardado a que aquello ocurriera, aunque en ningún momento habían esperado que se produjera en la realidad.

Finalmente, el operador consiguió encontrar las palabras.

¡Sire, Sire! ¡La frecuencia de Clemens!

La frecuencia que utilizaba el No Se Alquila era, por supuesto, conocida. Podía haber sido cambiada por Clemens, aunque incluso entonces la radio del Rex podía haber rastreado el espectro hasta localizarla. Pero aparentemente Clemens nunca había visto ninguna razón para cambiar a otra longitud de onda. Las pocas veces que el Rex había recibido alguna transmisión del No Se Alquila, el mensaje había llegado ininteligible a causa de las interferencias.

No ahora. El mensaje no era para el Parseval o para los aeroplanos o lanchas del No Se Alquila. No había ninguna interferencia a las palabras que sonaban en esperanto, e iba dirigido al Rex.

El que hablaba no era el propio Sam Clemens. Era John Byron, el oficial jefe ejecutivo de Clemens. Y deseaba hablar no con el Rey Juan, sino con su oficial en jefe.

Juan, que se había retirado a sus aposentos para dormir o retozar un poco con su actual compañera de cabina, o ambas cosas, fue avisado. Strubewell no se atrevió a hablar con Byron hasta que su comandante lo autorizara. Juan estaba al principio decidido a hablar directamente con Clemens. Pero Clemens, a través de Byron, se negó a hacerlo aunque no dijo el porqué.

Juan respondió, a través de su oficial, que entonces no habría ninguna comunicación. Pero tras un minuto, mientras la radio silbaba y chasqueaba, Byron dijo que tenía un mensaje que transmitir, una «proposición». Su comandante no se atrevía a hablar con Juan cara a cara. Clemens temía perder la serenidad y maldecir al Rey Juan como nadie en el universo había maldecido nunca a nadie antes. Y eso incluía las maldiciones que Jehová había lanzado a Satán antes de arrojarlo definitivamente de los Cielos.

Clemens tenía una proposición justa que hacerle a Juan. Sin embargo, era necesario, como Juan comprendería sin lugar a dudas, que esta proposición fuera transmitida vía intermediarios. Tras aguardar media hora para hacer que Clemens sudara y fumara y se inquietara, Juan respondió vía Strubewell.

Burton estaba de nuevo en la timonera y lo oyó todo desde el principio. Quedó alucinado cuando la «proposición» de Clemens fue planteada.

Juan la escuchó atentamente, luego respondió que tenía que hablar de ello con Werner Voss y Kenji Okabe, sus principales pilotos de caza. No podía ordenarles que aceptaran esas condiciones. E, incidentalmente, ¿quiénes eran los dos pilotos de Clemens?

Byron dijo que eran William Barker, un canadiense, y Georges Guynemer, un francés. Ambos eran ases famosos de la Primera Guerra Mundial.

Hubo más identificaciones de los pilotos. Sus historias fueron detalladas. Juan llamó a

Voss y a Okabe a la timonera, y les contó lo que había ocurrido.

Quedaron aturdidos. Pero cuando se recobraron, hablaron entre sí. Y luego Okabe dijo:

Sire, hemos estado volando veinte años para ti. Ha sido un trabajo aburrido, aunque ocasionalmente haya sido peligroso. Hemos estado aguardando este momento; sabíamos que podía ocurrir. No vamos a enfrentarnos a amigos de nuestra misma nacionalidad o antiguos aliados, aunque sé que mi país fue un aliado de Inglaterra y Francia durante la Primera Guerra Mundial.

»Lo haremos. Procuraremos hacerlo.

Burton pensó: ¿qué somos? ¿Caballeros del Rey Arturo? ¿O idiotas? ¿O ambas cosas?

Sin embargo, una parte de él lo aprobó, y se sintió muy excitado por ello.