A bordo del «Rex»: el hilo de la razón (9)
Loghu ya no era la favorita del rey.
El Rey Juan se había prendado de tal modo de una hermosa pelirroja con grandes ojos azules que había visto en la orilla que decidió quedarse en la zona por un tiempo. El barco fue anclado a un gran muelle que los del lugar habían construido hacía tiempo. Tras dos días para asegurarse de que la gente allí era amistosa como pretendía, John permitió
bajar a tierra. No dijo nada a nadie al primer momento acerca de su repentino ataque de irresistible lujuria, pero su comportamiento hizo esto obvio.
A Loghu no le importó gran cosa el tener que abandonar la gran suite después de que Juan trajera a la mujer a la cama con él. No estaba enamorada del hombre. Además, se sentía más que algo interesada en uno de los lugareños, un enorme y moreno tokhariano. Aunque no era de su mismo siglo, sí era de su misma nación, y tenían muchas cosas de las que hablar entre hacer el amor y hacer el amor. Sin embargo, se sentía en cierto modo humillada de haber permanecido tan poco tiempo con el monarca, y se la oyó murmurar que alguna noche oscura iba a empujar a Juan por encima de la borda. Había habido, había ahora, y también habría muchos otros que deseaban igualmente retirarlo del mundo de los vivos.
Burton estuvo de guardia la primera noche. A la siguiente, se trasladó con Alice a una cabaña cerca del muelle. La gente de allí, la mayoría de los cuales eran cretenses minoicos primitivos, eran hospitalarios y amantes de la diversión. Bailaban y cantaban en torno a las hogueras al atardecer hasta que su provisión de alcohol de líquenes se agotaba, y luego se iban a la cama a dormir o a emparejarse o a «pluralizar», como lo llamaba Burton. De todos modos, se sentía feliz de quedarse unas cuantas semanas allí porque tenía la posibilidad de añadir un idioma más a su ahora ya larga lista. Dominó rápidamente su gramática básica y su vocabulario, puesto que estaba relacionado muy de cerca con el fenicio y el hebreo. Había, sin embargo, muchas palabras que no eran semíticas, las cuales habían sido tomadas prestadas de los aborígenes de Creta mientras los conquistadores del Oriente Medio los estaban asimilando. Todos ellos hablaban esperanto, por supuesto, aunque desviado de alguna forma de la lengua artificial inventada por el doctor Zamenhof.
Juan no tuvo ningún problema en conseguir que su nueva compañera aceptara ir a la cama con él. Pero tuvo un problema. No había ninguna cabina libre para Loghu, y no podía echarla fuera del barco sin una buena razón. Por autocrático que fuera, era incapaz de prescindir de los derechos de ella. Su tripulación se daría cuenta del asunto. Recordando la Carta Magna, no infringió esos derechos, pero indudablemente estaba intentando pensar alguna forma de librarse de Loghu de modo que pareciera justificable.
En la cuarta noche en la orilla, mientras Juan estaba en su gran suite con Ojos Azules, y Burton estaba con Alice en su pequeña pero confortable cabaña, un helicóptero descendió del cielo nocturno y se posó en la cubierta de aterrizaje del Rex. Burton descubriría mucho más tarde que los incursores procedían de la aeronave Parseval y tenían órdenes de capturar al Rey Juan si era posible y de matarlo si no era posible. Todo lo que supo entonces fue que los disparos en el Rex significaban problemas, y graves. Se enrolló un trozo de tela a la cintura y lo sujetó con sus cierres magnéticos. Luego, aferrando un estoque y una pistola completamente cargada de la mesilla al lado de la cama, echó a correr al exterior mientras Alice estaba aún gritándole.
Pudo oír los gritos y los aullidos de los hombres en medio de los disparos, y luego una gran explosión, aparentemente en la sala de motores. Corrió tan rápido como le fue posible hacia el barco. Había luces en la timonera; alguien estaba a los controles. Luego las ruedas de paletas empezaron a girar. El barco empezó a moverse hacia atrás, pero Burton saltó del muelle a la cubierta principal justo antes de que las cuerdas que se tensaban rompieran los pilotes y el muelle se hundiera.
Un momento más tarde, un desconocido surgió bajando las escaleras procedente del nivel inferior de la timonera. Burton vació su pistola contra él pero falló. Maldiciendo, arrojó la pistola y echó a correr hacia el tipo. Entonces éste se dejó ver de nuevo, con un estoque en la mano.
¡Nunca se había enfrentado Burton a un demonio como aquél con la espada! No era extraño. ¡El alto y delgado sujeto era Cyrano de Bergerac! Se presentó festivamente a sí mismo durante la lucha, pero Burton no vio ninguna razón para malgastar el aliento
respondiéndole. Ambos estaban levemente heridos... una buena indicación de que estaban muy emparejados. Alguien gritó, la atención de Burton se vio ligeramente distraída, y aquello fue suficiente. El francés clavó profundamente su hoja en el muslo de Burton.
Cayó en cubierta, indefenso. La agonía llegó unos pocos segundos más tarde, haciéndole crispar los dientes para ahogar un grito. De Bergerac era un galante luchador. No hizo ningún esfuerzo por matar a Burton y, cuando uno de sus hombres apareció un momento más tarde, de Bergerac le dijo que no disparara contra Burton.
El helicóptero despegó poco tiempo después, mientras los hombres le disparaban desde cubierta. Antes de que alcanzara una altura de una treintena de metros, sin embargo, un cuerpo blanco desnudo apareció al rayo de uno de los focos rastreadores y cayó hacia la oscuridad. Alguien había saltado o había sido arrojado del aparato. Burton imaginó que era el Rey Juan.
Gruñendo, Burton envolvió la sangrante herida con un trapo, ató sus extremos, y se obligó a sí mismo a cojear escaleras arriba hacia la timonera. El Rex estaba derivando Río abajo, y no había nada que hacer al respecto. Juan fue izado a bordo unos momentos más tarde, inconsciente, con un brazo y una pierna rotos.
Ocho kilómetros corriente abajo, el Rex embarrancó, y diez minutos más tarde el primero de los hombres que habían venido corriendo por la orilla, siguiendo al barco, llegó a bordo. El doctor Doyle arregló los huesos de Juan y le administró café irlandés para el shock.
Cuando Juan tuvo las fuerzas suficientes para jurar y maldecir, lo hizo. Pero se sentía contento de estar aún con vida, y los motores podían ser reparados con el precioso alambre de aluminio de las bodegas de almacenamiento. Aquello tomaría un mes, pensó y mientras tanto el barco de Clemens estaba ganándoles lentamente terreno.
Puesto que doce guardias habían resultado muertos, había ahora una cabina a la que Loghu podía trasladarse. El rey tendría que reemplazar a los muertos, pero no parecía tener mucha prisa en hacerlo. Tras varios días de examinar candidatos y luego hacerles pasar algunos tests mentales y físicos, eligió tan sólo a dos.
No hay prisa dijo. Deseo sólo lo mejor. Esos lugareños no son un lote muy bueno.
Uno de los resultados de la incursión fue que Juan se sintió atraído hacia Burton, al que atribuía el mérito principal de salvar su vida. No podía promocionarlo por encima de los otros marines, pero podía convertirlo en uno de sus guardaespaldas. Y le prometió a Burton darle el mejor puesto tan pronto como fuera posible. Burton y Alice se trasladaron a la cabina contigua a los aposentos de Juan.
Burton se sentía disgustado en un sentido porque le gustaba no depender de nadie. Sin embargo, aquello le daba una oportunidad de estar con Strubewell durante mucho tiempo y estudiarlo. Escuchó atentamente todo lo que decía el hombre, en busca de huellas de un acento extranjero. Si Strubewell era un agente, había dominado a la perfección el americano del Medio Oeste.
Alice mantenía un ojo y un oído atentos a Podebrad mientras jugaba con él al bridge y durante las otras actividades sociales. A Loghu le gustaba uno de los sospechosos de ser agentes, un hombre enorme llamado Arthur Pal, que afirmaba haber sido ingeniero eléctrico húngaro, de modo que se trasladó a vivir con él cuando su compañera lo dejó. Las sospechas de Burton se acrecentaron cuando Loghu observó que Pal pasaba mucho tiempo con Podebrad. Sus esfuerzos en descubrir fallos en su historia fueron infructuosos, pero Burton dijo que si dejaba transcurrir el tiempo suficiente lo conseguiría. Si los agentes poseían una historia común, la habrían memorizado. Sin embargo, eran (presumiblemente) humanos, y así podían cometer errores. Una contradicción podía ser suficiente.
Alice seguía siendo incapaz de reunir las fuerzas suficientes para romper con Burton. Seguía esperando que él cambiara su actitud para con ella, al menos lo suficiente como para justificar el seguir con él. El que sus deberes los mantuvieran separados la mayor parte del día ayudaba bastante. El parecía alegrarse tanto de verla al final del día que eso la hacía sentirse mejor, y se obligaba a creer que podían regresar a su apasionada época original. Eran en muchos aspectos como una pareja casada hacía mucho. Seguían manteniendo un cierto afecto fluctuante pero cada vez se irritaban más por los rasgos de carácter que en otro tiempo ni siquiera hubieran advertido.
En un cierto sentido, eran ya bastante viejos aunque sus jóvenes cuerpos hubieran sido restaurados. Ella había vivido en la Tierra hasta los ochenta y dos años y él hasta los sesenta y nueve. («Considerando mis preferencias sexuales, una edad significativa a la que morir», había dicho en una ocasión Burton). Una larga vida tendía a osificar algo más que las arterias; osificaba también los hábitos y las actitudes. Cada vez se hacía más difícil ajustarse, cambiar para mejor. El impacto de la resurrección y el Mundo del Río había destrozado las creencias de mucha gente y había ayudado a prepararlos para el cambio. Había descalcificado a muchos, aunque en algunos casos la fragmentación había sido solamente ligera, en otros mucho mayor, y muchos habían sido incapaces de ajustarse en absoluto.
Alice había sufrido una metamorfosis en muchos aspectos, aunque su carácter básico permanecía. Estaba ahí dentro enterrado en lo más profundo del abismo de su alma, las profundidades que hacen que los espacios entre las estrellas parezcan un mero paso sobre un charco. Lo mismo le ocurría a Burton.
Así que Alice permanecía con él, esperando que hubiera aún alguna esperanza.
A veces, soñaba con encontrar de nuevo a Reginald. Pero sabía también que de aquello sí no tenía la menor esperanza. Nunca podría volver a él, hubiera cambiado o hubiera seguido siendo el mismo. Era dudoso que hubiera cambiado. Era un buen hombre, pero, como todo lo bueno, tenía sus faltas, algunas graves, y era demasiado testarudo como para cambiar.
El asunto era que ninguna oruga podría nunca efectuar una metamorfosis en otra oruga. Esta, si quería convertirse en una mariposa, debía efectuar la transformación por sí misma. La diferencia entre un hombre y una oruga era que el insecto estaba programado, y el ser humano tenía que programarse a sí mismo.
Así iban pasando los días para Alice, aunque había muchas más cosas que hacer que enfrascarse en esos pensamientos.
Y finalmente, un día, cuando el Rex conectó su batacitor y los cables de sus cilindros a una piedra de la orilla derecha, la piedra no emitió su descarga.