A bordo del «Rex»: el hilo de la razón (10)
Shock y pánico.
Cincuenta años antes, las piedras de cilindros de la orilla izquierda habían dejado de funcionar. Veinticuatro horas más tarde, volvían a escupir llamas. Clemens le había dicho al Rey Juan que la línea había resultado cortada por un gran meteorito pero que había sido reconectada y todos los daños reparados en aquel sorprendente corto período. Aquello tenía que haber sido hecho por los Éticos, aunque todo el mundo en la zona que podía haber sido testigo de la reconstrucción había sido vencido por algo probablemente un gas y había dormido durante todo el proceso.
Ahora la cuestión era: ¿sería reparada de nuevo la línea? Otra cuestión menos importante: ¿qué había ocasionado el desastre? ¿Otro meteorito? ¿O era un nuevo paso hacia abajo en la degradación de aquel mundo?
El Rey Juan, aunque sorprendido, se rehizo rápidamente. Envió a sus oficiales a calmar a la tripulación, y dio órdenes de servir a todo el mundo la mezcla de alcohol de líquenes y florescencias pulverizadas de árbol de hierro que en el Rex llamaban grog.
Cuando todos estuvieron bien empapados de aquella bebida que proporcionaba alegría y valor, ordenó que el casquete «alimentador» de cobre fuera retirado de nuevo al barco. Luego el Rex prosiguió Río arriba en los bajíos cercanos a la orilla izquierda. Había suficiente energía en el batacitor como para mantener al barco en funcionamiento hasta la hora de la siguiente comida. Cuando faltaban dos horas para anochecer, Juan ordenó al alto y el casquete de cobre fue sujeto a una piedra.
Como era de esperar, los del lugar se negaron a «prestar» una piedra al Rex. Una de las ametralladoras soltó una ráfaga de balas de plástico por encima de las cabezas de la multitud reunida en la orilla, y la gente echó a correr presa del pánico por la llanura. Las dos lanchas anfibias, antiguamente denominadas Dragón de Fuego I y II, y ahora Eleonor y Enrique, se dirigieron a la orilla y montaron guardia mientras el casquete era instalado sobre la piedra. Al cabo de una hora, sin embargo, gente procedente de piedras distantes más de un kilómetro a cada lado se reunieron, incluyendo aquellos cuyas piedras de cilindros estaban en las laderas de las colinas. Lanzando gritos de guerra, aullando, miles de hombres y mujeres cargaron contra las lanchas anfibias y el barco fluvial. Al mismo tiempo, otros quinientos a bordo de botes atacaron desde el agua.
La explosión de bombas y cohetes lanzados desde el Rex barrió a centenares. Las ametralladoras se encargaron de otros tantos. Los marineros y miembros de la tripulación alineados en las cubiertas dispararon rifles, pistolas y arcos, y lanzaron pequeños cohetes por medio de bazucas.
La orilla y el agua en torno al Rex se ensangrentó rápidamente y se llenó de cadáveres y trozos de cadáveres. La carga fue rechazada, pero no antes de que algunos cohetes pequeños y grandes lanzados por los del lugar causaran algunos daños y mataran e hirieran a algunos de los hombres de Juan.
Burton aún no podía andar bien a causa de la herida, aunque las heridas allí curaban mucho más rápidamente que en la Tierra. Sin embargo se arrastró hasta la barandilla del texas y disparó contra los asaltantes con un rifle del calibre.48 que utilizaba balas de madera. Alcanzó al menos a un tercio de sus blancos, que estaban por el lado del Río. Cuando los botes, piraguas, canoas, canoas de guerra, y botes de vela hubieron sido hundidos, se arrastró hasta el otro lado para ayudar allí.
Llegó a tiempo para la tercera y última carga. Esta fue precedida de numerosas arengas de los oficiales enemigos, resonar de tambores, y ulular de cuernos de pez cornudo, y luego, con otra serie de aullidos, los lugareños echaron a correr hacia el barco. Por aquel entonces, las lanchas habían agotado sus municiones y se retiraban de la orilla hacia la parte de atrás del barco madre. Sin embargo, los dos aviones de combate, el monoplaza de reconocimiento y el bombardero-torpedero, y el helicóptero, despegaron para ayudar con su fuego.
Muy pocos lugareños alcanzaron el agua. Luego, rompiendo las filas, echaron a correr y huyeron. Poco después, las piedras retumbaron y llamearon, y los cilindros y el batacitor fueron recargados.
¡Por Dios! dijo el Rey Juan, los ojos muy abiertos. Hoy ha sido bastante malo. Mañana... ¡Dios nos proteja!
Estaba en lo cierto. Antes del amanecer del día siguiente, los habitantes de la orilla derecha, locos de hambre, aparecieron en hordas. Todos los botes disponibles, incluidos varios dos palos, fueron cargados a tope con hombres y mujeres. Tras ellos llegó otra horda de nadadores. Y cuando salió el sol, hasta tan lejos como alcanzaban los ojos, el Río estaba vivo y hormigueante de embarcaciones y nadadores. Las filas delanteras, los botes, fueron recibidos con todos los cohetes y flechas de que disponían los defensores.
Sin embargo, la mayor parte de los botes consiguieron llegar a tierra, y de ellos saltaron los habitantes de la orilla derecha.
Atrapado entre dos fuerzas, el Rex luchó vigorosamente. Su fuego clareó el espacio en torno a las piedras de cilindros, y las anfibias, arrojando llamas, se abrieron camino hasta una de ellas. Mientras mantenían a raya tanto a defensores como a atacantes, la grúa de la Enrique depositó el casquete sobre la piedra.
Las piedras de cilindros rugieron, e inmediatamente la caperuza fue retirada por la grúa, luego telescopada al interior de la Enrique.
Una vez las lanchas hubieron regresado al barco, Juan ordenó levar anclas.
¡Y hacia adelante a toda potencia! Era más fácil ordenarlo que hacerlo.
La acumulación de embarcaciones en torno al Rex era tan grande que sólo podía moverse muy lentamente. Mientras las ruedas de paletas empujaban el agua, y la proa partía los botes más grandes y hacía pedazos a los más pequeños entre ellos, los de la orilla derecha bombardearon la embarcación. Algunos hombres y mujeres lograron trepar a la cubierta principal, pero no consiguieron mantenerse allí mucho tiempo.
Finalmente, el Rex logró abrirse camino y se dirigió hacia la otra orilla. Allí se alineó con la débil corriente cercana a la orilla y emprendió la marcha Río arriba. Al otro lado de la corriente, la batalla continuaba.
Al mediodía, Juan tenía aún que decidir si recargaban o no. Tras un minuto de deliberación, ordenó que el barco fuera anclado junto a un gran muelle.
Dejaremos que se maten entre sí dijo. Tenemos suficiente comida ahumada y seca como para resistir todo el día de mañana. Pasado mañana recargaremos. Por aquel entonces la carnicería tiene que haber terminado.
La orilla derecha presentaba realmente un aspecto extraño. Estaban tan acostumbrados a ver en ella un gentío siempre ruidoso, charlatán, alegre, que la despoblada tierra parecía algo fantasmagórico. En aquel lado, excepto algunas pocas personas juiciosas o tímidas que habían elegido no intentar llenar sus barrigas a expensas de los habitantes de la orilla izquierda, no se veía un alma. Las cabañas y las viviendas comunales y los enormes edificios administrativos estaban abandonados, y lo mismo ocurría con las llanuras y las laderas de las colinas. Puesto que en aquel planeta no existían animales, pájaros, insectos ni reptiles, sólo el viento agitando las hojas de los pocos árboles en las llanuras producían algún ruido.
Por aquel entonces, las guerreantes masas al otro lado de la corriente habían agotado su pólvora, y sólo ocasionalmente podían oír los del Rex un murmullo muy bajo, el sonido diluido y comprimido de la gente murmurando su furia, su hambre y su miedo, su dolor y sus muertos.
Las bajas de aquellos dos días en el Rex eran treinta muertos y sesenta heridos, veinte de ellos seriamente, aunque podía afirmarse que ninguna herida podía tomarse allí como seria. Los cadáveres fueron metidos en sacos lastrados de piel de pez y arrojados en mitad del Río tras una breve ceremonia. Los sacos eran únicamente un símbolo para no herir los sentimientos de los supervivientes, puesto que iban a ser desgarrados y la carne que contenían devorada por los peces antes de que alcanzaran el fondo.
A lo largo de la orilla izquierda el agua estaba repleta de cadáveres, golpeando entre sí mientras los peces carnívoros recorrían las ensangrentadas aguas. Durante un mes, el cúmulo de cuerpos iba a convertir el Río en algo horrible. Aparentemente, por todas partes se habían producido luchas, y pasaría mucho tiempo antes de que los cadáveres a la deriva desaparecieran por completo. Mientras tanto, los peces se estaban dando un festín, y el colosal pez dragón del Río emergió de las profundidades y empezó a tragarse enteros los hinchados cuerpos hasta que su estómago estuvo repleto. Y cuando hubo hecho la digestión, volvió a salir para alimentarse de nuevo y digerir y luego volver a salir.
Es el Armagedón, el Apocalipsis dijo Burton a Alice, y ella lanzó un gruñido.
Alice lloró más de una vez, y tuvo pesadillas. Burton la consoló de tal modo que ella empezó a creer que volvían a estar de nuevo unidos.
Por la tarde del siguiente día, el Rex se aventuró a cruzar el Río para recargar. Pero en vez de seguir adelante, regresó a la orilla derecha. Era necesario hacer más pólvora y reparar los daños. Todo eso tomó un mes, durante el cual Burton se recuperó completamente de su herida.
Cuando el barco reanudó su viaje, algunos de los miembros de su tripulación recibieron la tarea de contar los supervivientes en diversas áreas elegidas al azar. El resultado: se estimaba que aproximadamente la mitad de la población había resultado muerta, si las luchas se habían producido en todas partes a la misma escala. Diecisiete mil millones y medio de personas habían muerto en un plazo de veinticuatro horas.
Pasó mucho tiempo antes de que la alegría regresara al barco fluvial, y la gente de las orillas se comportaba como fantasmas. Peor incluso que el efecto de la carnicería era el temible pensamiento: ¿Qué ocurriría si las piedras de cilindros que quedaban dejaban de funcionar también?
Ahora, pensó Burton, era el momento de preguntar a los supuestos agentes. Pero si se veían acorralados, podían suicidarse aunque no les aguardara la resurrección. Y estaba también el hecho de que sus suposiciones eran sólo esto, suposiciones, y que la gente de después de 1983 podía ser inocente.
Había que esperar. No podía hacer nada excepto esperar.
Mientras tanto, Loghu interrogaba sutilmente a su compañero de cabina, y Alice, aunque no tan sutilmente, estaba haciendo lo mejor que podía con Podebrad. Y Burton aguardaba a que Strubewell cometiera un desliz.
Algunos días después de que el viaje empezara de nuevo, Juan decidió que había que reclutar a alguna gente. Detuvo el Rex durante la comida del mediodía y bajó a la orilla para hacer saber que tenía puestos por cubrir.
Burton, como el sargento Gwalchgwynn, tenía la tarea junto con otros de pasearse por entre la multitud en busca de posibles asesinos. Cuando pasó junto a un obvio paleolítico primitivo, un tipo rechoncho de masiva osamenta que parecía un mongol pregeneralizado, y empezó a hablar con él, olvidó su trabajo por un tiempo. A Ngangchungding no le importaba darle una rápida lección de los fundamentos de su idioma nativo, uno que Burton jamás había encontrado antes. Luego Burton, hablando esperanto, intentó conseguir que se enrolara en el Rex. No sólo sería un buen marine, sino que le daría a Burton la ocasión de aprender su lenguaje. Ngangchungding rechazó su oferta. Era, dijo, un nichirenita, un miembro de esa disciplina budista que predicaba el pacifismo con tanta fuerza como su más importante rival, la Iglesia de la Segunda Oportunidad. Aunque decepcionado, Burton le dio un cigarrillo para demostrarle que no le guardaba rencor, y regresó a la mesa del Rey Juan.
Juan estaba entrevistando a un caucasiano cuyas espaldas estaban parcialmente bloqueadas de la vista de Burton por un negro alto de piernas delgadas, largos brazos y anchas espaldas. Burton pasó junto a ellos para situarse detrás de Juan.
Oyó al hombre blanco decir:
Soy Peter Jairus Frigate.
Burton se giró, miró, sus ojos llamearon, y saltó sobre Frigate. Frigate cayó al suelo bajo él, las manos de Burton en torno a su garganta.
¡Te mataré! gritó Burton.
Algo le golpeó en la base del cráneo.