Por término medio, el Río tenía dos kilómetros y medio de ancho. A veces se estrechaba hasta formar canales comprimidos siempre entre altas montañas; a veces se
ensanchaba hasta formar un lago. Fuera cual fuese su amplitud, sin embargo, su profundidad era en todos lados de unos trescientos metros.
En ningún lugar a lo largo del Río se apreciaba erosión del agua en las orillas. La hierba de las llanuras se transformaba en plantas acuáticas al nivel del agua, y estas últimas florecían en los lados y fondo del lecho. Las raíces de éstas se entremezclaban con las raíces de la hierba de la superficie hasta formar una masa interconectada. La hierba no estaba formada por hojas separadas; era una sola y enorme entidad vegetal.
Las plantas acuáticas eran comidas por una multitud de peces desde la superficie hasta el fondo. Muchas especies se movían exclusivamente por los estratos superiores, donde penetraba la luz del sol. Otras, pálidas criaturas pero no por ello menos voraces, pululaban por las capas intermedias. En la oscuridad del fondo había multitud de formas extrañas que se escabullían, reptaban, serpenteaban, chorreaban, nadaban.
Algunas comían las enraizadas cosas de color blanco leproso que parecían flores o eran a su vez rodeadas y digeridas por ellas. Otras, grandes y pequeñas, iban estólidamente de un lado para otro, con las bocas abiertas, recogiendo la vida microscópica que vivía también en los estratos fluidos.
La más grande de todas ellas, enorme como la ballena azul de la Tierra, era un pez carnívoro llamado el dragón de río. Compartía con un colega bastante más pequeño la habilidad de hundirse hasta el fondo y emerger a la superficie sin sufrir ningún daño por el cambio de presión.
La otra criatura tenía varios nombres, aunque generalmente era conocida como
«croador». Era del tamaño de un perro policía alemán, tan lento como un perezoso, y con un apetito tan indiscriminado como un cerdo. Era el jefe ingeniero de sanidad del Río, puesto que comía todo lo que no se le resistiera. La mayor parte de su dieta, sin embargo, eran los excrementos humanos.
Era un pez con pulmones, de modo que por las noches hacía alguna que otra incursión a tierra firme. Más de un humano se había aterrado al ver sus enormes ojos rojos protuberantes brillando en la bruma o cuando había tropezado con su viscoso cuerpo cuando se arrastraba en busca de basura e inmundicias. Casi tan estremecedor como su apariencia era su fuerte croar, que evocaba imágenes de monstruos y fantasmas.
En aquel día del año 25 después de la Resurrección, uno de esos asquerosos necrófagos se hallaba cerca de una orilla. Allí, la corriente era menos intensa que en el centro. Pese a ello, sus aletas-patas se agitaban frenéticamente para impedir ser arrastrado hacia atrás. De pronto, su nariz detectó un pez muerto flotando hacia él. Se movió un poco hacia un lado y aguardó a que el cadáver derivara y penetrara en su boca.
Junto al pez, apareció otro objeto inmediatamente detrás. Ambos fueron a parar a la boca del croador, el pescado deslizándose suavemente por su garganta, el otro objeto más grande atorándose un momento antes de ser engullido mediante un convulsivo movimiento.
Durante cinco años, el depósito hermético de bambú conteniendo la carta de Frigate a Rohrig había sido arrastrado Río abajo. Considerando el enorme número de pescadores y viajeros, hubiera debido ser recogido y abierto hacía mucho. Sin embargo, había sido desdeñado por todas las criaturas excepto por el pez, cuyo objetivo real había sido la deliciosa carroña que le precedía.
Cinco días antes de que el contenedor llegara al final de su viaje, había derivado delante de la zona en la cual vivía su destinatario. Pero Rohrig estaba en una cabaña, rodeado de las esculturas de piedra y de madera que fabricaba para comerciar a cambio de bebida y cigarrillos, roncando bajo los efectos de una gran fiesta.
Quizá fuera sólo coincidencia, quizá existiera algún principio psíquico, un lazo vibratorio entre remitente y destinatario. Fuera cual fuese la causa, Rohrig estaba soñando en Frigate aquella mañana a primera hora. Estaba de vuelta a 1950, cuando era un
estudiante universitario sostenido por el gobierno de los Estados Unidos y una mujer que trabajaba.
Era un cálido día de finales de mayo. Estaba sentado en una pequeña habitación, enfrentándose a tres catedráticos. Era el día del ajuste de cuentas. Tras cinco años de trabajo y tensión en las aulas iba a ganar o a perder el premio, un título en literatura inglesa. Si pasaba la defensa oral de su tesis, podría enfrentarse al mundo como profesor de enseñanza secundaria de inglés. Si fracasaba, tendría que estudiar seis meses más y luego intentarlo por segunda y última vez.
Ahora los tres inquisidores, aunque sonriendo, estaban lanzándole preguntas como si fueran dardos y él el blanco... y así era precisamente. Rohrig no estaba nervioso puesto que su tesis versaba sobre poesía medieval galesa, un tema que había elegido porque creía que los profesores sabrían muy poco de él.
Era cierto. Pero Ella Rutherford, una encantadora dama de cuarenta y seis años, aunque con el pelo monstruosamente blanco, lo tenía cogido. Durante algún tiempo habían sido amantes, encontrándose dos veces por semana en el apartamento de ella. Luego, una tarde, se habían enzarzado en una furiosa discusión, estando ambos medio borrachos, acerca de los méritos de Byron como poeta. Rohrig no era entusiasta de la poesía, pero admiraba el estilo de vida de Byron, que consideraba corno poético en sí mismo. De todos modos, siempre le gustaba llevar la contraria en una discusión.
Como resultado de todo ello, había salido del apartamento dando un portazo tras decirle algunas cosas realmente crueles. También le había gritado que no deseaba verla nunca más en privado.
La Rutherford creía que él la había seducido únicamente para obtener una buena nota en su curso, y que estaba utilizando la discusión como una excusa para dejar de seguir haciendo el amor con una mujer de mediana edad. Estaba equivocada. El se sentía compulsivamente atraído por las mujeres mayores. Sin embargo, estaba dándose cuenta de que las exigencias de ella lo agotaban demasiado. Ya no podía seguir satisfaciéndola a ella, a su esposa, a dos estudiantes de segundo año, a dos esposas de sus amigos, a una camarera que le proporcionaba bebidas gratis, y a la encargada del edificio de apartamentos donde vivía.
Cinco podía aguantarlas; ocho no. Se daba cuenta de que se le agotaban el tiempo, las energías y el semen, y estaba empezando a dormirse en clase. Así, había decidido provocar violentas discusiones para terminar con su profesora, una de las alumnas de segundo año (se rumoreaba que tenía la gono), y la esposa de un amigo (era emocionalmente demasiado exigente, de todos modos).
Ahora, la Rutherford, con sus acuosos ojos azules entrecerrados, estaba diciéndole:
Ha mantenido muy bien su defensa, señor Rohrig. Por ahora.
Hizo una pausa. El se sintió repentinamente helado. Su ano se contrajo. El sudor empapó su rostro y sus sobacos. Tuvo visiones de ella sentada hasta altas horas de la noche rumiando su venganza, alguna horrible y particularmente humillante venganza.
Los doctores Durham y Pour dejaron de tabalear con sus dedos. Aquello se estaba poniendo interesante. Su colega llameaba, con los ojos de un tigre a punto de saltar sobre un cordero atado a un poste. El rayo iba a golpear, y el infortunado candidato carecía de pararrayos, excepto el que le iban a clavar atravesándolo de parte a parte.
Rohrig se aferró a los brazos de su sillón. El sudor corría por su frente como ratones asustados de un queso suizo; sudor, ácido sudor, mordisqueaba los sobacos de su camisa. ¿Qué infiernos iba a caerle encima?
La Rutherford dijo:
Parece dominar usted muy bien su tema. Ha efectuado una notable demostración de conocimiento de un aspecto de la poesía más bien oscuro. Estoy segura de que se siente orgulloso de sí mismo. No hemos malgastado nuestro tiempo con usted en las clases.
La zorra marrullera estaba diciéndole que ella había malgastado su tiempo fuera de la clases con él. Pero éste sólo era un golpe de flanco, una observación destinada a herirle pero no a matar. Le estaba preparando para el golpe de gracia, Era raro, si es que ocurría alguna vez, que los profesores que formaban el tribunal examinador felicitaran al candidato durante la tortura. Después quizá, cuando el tribunal había dictaminado que había superado la prueba.
Ahora... dígame pronunció lentamente la Rutherford. Hizo una pausa.
Otra vuelta a la manivela del potro.
Dígame, señor Rohrig, ¿dónde está exactamente Gales?
Algo dentro de él se soltó y cayó resonando contra el fondo de su estómago. Se dio una palmada en la frente, y gruñó.
¡Madre de misericordia! ¡Me ha atrapado! ¡Mierda! La doctora Pur, decana de las profesoras, se puso pálida. Esta era la primera vez en su vida que oía tales palabras.
El doctor Durham, que sollozaba cuando recitaba poesía a sus estudiantes, pareció a punto de desmayarse.
La doctora Rutherford, habiendo lanzado su rayo, sonrió Sin piedad ni clemencia sobre los restos de su víctima. Rohrig se recobró. Rechazó marcharse sin hacer ondear sus banderas, sin que la banda tocara Más cerca de ti mi Dios.
Sonrió como si el oro en la olla al final del arco iris no se hubiera convertido repentinamente en excrementos.
No sé como lo ha hecho, ¡pero me ha atrapado! De acuerdo, nunca dije que fuera perfecto. ¿Qué va a ocurrir ahora?
Veredicto: fracaso. Sentencia: seis meses de prueba, con otra última y definitiva inquisición al final.
Más tarde, cuando él y la Rutherford estuvieron solos en el vestíbulo, ella dijo:
Le sugiero que estudie también geografía, Rohrig. Le daré una pista. Gales está cerca de Inglaterra. Pero dudo que mi consejo pueda ayudarle. No podría distinguir ni su propio culo aunque se lo presentaran sobre una bandeja de plata.
Su amigo, Pete Frigate, le estaba aguardando al final del vestíbulo. Pete era uno de los componentes del grupo de viejos estudiantes apodados «Los Barbudos» por una chica de segundo año a la que le gustaba merodear en torno suyo. Todos ellos eran veteranos cuya educación universitaria había sido interrumpida por la guerra. Ellos y sus esposas o amantes llevaban una vida que era calificada por aquel entonces de «bohemia». Eran sin saberlo los precursores de los beatniks y de los hippies.
Cuando Rohrig se le acercó, Frigate lo interrogó con la mirada. Aunque Rohrig estaba a punto de echarse a llorar, consiguió dibujar una gran sonrisa, y luego empezó a reírse a carcajadas.
¡No vas a creerlo, Pete!
Frigate encontró efectivamente difícil de creer que alguien pasada la escuela elemental no supiera dónde estaba Gales. Cuando quedó finalmente convencido, él también se echó a reír.
¿Cómo infiernos habrá descubierto esa zorra de pelo blanco mi punto flaco? gruñó
Rohrig.
No lo sé dijo Frigate, pero es lista. Escucha, Bob. No te sientas tan mal. Conozco a un distinguido cirujano que no recuerda si el Sol da vueltas alrededor de la Tierra o es la Tierra la que gira en torno al Sol. Dice que no necesita saberlo para hurgar en los cuerpos de la gente.
»Pero un licenciado en literatura inglesa... al menos debería saber... ¡oooh, ja, ja!
En uno de esos saltos incongruentes que a menudo escribe el Guionista de los Sueños, Rohrig se encontró en otro lugar. Ahora estaba entre brumas persiguiendo a una mariposa. Era hermosa, y lo que la hacía tan valiosa era el hecho de que era la única en
su especie, y sólo Rohrig sabía que existía. Sus alas eran a rayas azules y oro, sus antenas escarlata, sus ojos esmeraldas verdes. El rey de los enanos la había moldeado en su cueva de las Montañas Negras, y el Mago de Oz la había sumergido en las aguas de la vida.
Aleteando a tan sólo un centímetro de su tendida mano, lo conducía a través de las brumas.
¡Deténte, maldita hija de puta! ¡Deténte!
Fue tras ella durante lo que le pareció kilómetros. Vagamente, por el rabillo del ojo, pudo ver formas entre las brumas, cosas de pie e inmóviles como si estuvieran esculpidas en piedra. En dos ocasiones distinguió una figura; la una llevaba una corona, la otra una cabeza de caballo.
Repentinamente, se encontró enfrentado a una de ellas. Se detuvo, puesto que parecía imposible por alguna razón rodearla. La mariposa flotó por un momento encima del extremo de la cosa, luego se posó en ella. Sus verdes ojos resplandecieron, y sus patas delanteras frotaron burlonamente sus antenas.
Avanzando lentamente, Rohrig vio que era Frigate quien le estaba bloqueando el paso.
¡No te atrevas a tocarla! susurró Rohrig fieramente. ¡Es mía!
El rostro de Frigate era tan inexpresivo como la visera de la armadura de un caballero. Siempre se mostraba inexpresivo cuando Rohrig caía en uno de sus muchos ataques de furia y la emprendía contra todo aquel que se pusiera ante su vista. Aquello hacia que Rohrig se pusiera aún más furioso, y ahora alcanzó casi el punto de la absoluta locura.
¡Fuera del camino, Frigate! ¡Apártate a un lado o te derribaré de un golpe!
La mariposa, sobresaltada por el estallido, echó a volar y se perdió en la bruma.
No puedo dijo Frigate.
¿Por qué no? retumbó Rohrig, pateando de pura frustración.
Frigate señaló hacia abajo. Estaba de pie sobre un gran cuadrado rojo. Junto a éste había otros cuadrados, algunos rojos, algunos negros.
Estoy mal situado. No sé lo que va a pasar ahora. Es contra las reglas que esté sobre un cuadrado rojo. ¿Pero quién se preocupa de las reglas? Aparte de las piezas, quiero decir.
¿Puedo ayudarte? preguntó Rohrig.
¿Y cómo podrías? Ni siquiera puedes ayudarte a ti mismo. Frigate señaló por encima del hombro de Rohrig.
Es ella quien va a cazarte a ti ahora. Mientras estabas cazando a la mariposa, ella se preparaba para cazarte a ti.
Rohrig se sintió de pronto terriblemente aterrado. Había algo tras él, algo que podía hacerle cosas horribles.
Desesperadamente, intentó avanzar, pasar por encima o alrededor de Frigate. Pero el cuadro rojo lo sujetaba del mismo modo que sujetaba a Frigate.
¡Estoy atrapado!
Aún podía ver la mariposa, un punto, una mancha de polvo, nada. Desaparecida. Para siempre.
La bruma se había espesado. Frigate era tan sólo una mancha imprecisa.
¡Yo hago mis propias reglas! gritó Rohrig. De la bruma frente a él le llegó un suspiro.
¡Quieto! ¡Va a oírte!
Despertó brevemente. Su compañera de cabaña se agitó.
¿Qué ocurre, Bob?
Me estoy ahogando en un mar de incertidumbre.
¿De qué?
De indefinición.
Se hundió de nuevo en el océano primigenio donde los dioses ahogados yacían inclinados en ángulos absurdos en el limo, mirándole con fijos ojos de pez bajo sus coronas de algas.
Ni él ni Frigate sabían que podía haber respondido a una de las preguntas de la carta. Rohrig había despertado el Día de la Resurrección muy al norte. Sus convecinos eran escandinavos prehistóricos, indios de la Patagonia, mongoles de la Era Glacial, y siberianos de finales del siglo XX. Rohrig era rápido aprendiendo nuevos idiomas, y pronto habló fluidamente una docena de ellos, aunque nunca llegó a dominar la pronunciación y asesinaba la sintaxis. Como siempre, se sentía en casa en cualquier lado, y pronto se hacía amigo de la mayoría. Durante un tiempo, incluso llegó a convertirse en una especie de chamán. Los chamanes, sin embargo, tienen que tomarse en serio a sí mismos si quieren tener éxito, y Rohrig sólo era serio con sus esculturas. Además, empezaba a cansarse del frío. Era un adorador del sol; sus días más felices habían transcurrido en México, donde era primer contramaestre de un pequeño barco costero que transportaba langostinos congelados de Yucatán a Brownsville, Texas. Se había visto brevemente envuelto en un asunto de contrabando de armas, pero lo había dejado antes que pasar unos cuantos días en una cárcel mexicana. También había abandonado México. Las autoridades no pudieron probar su culpabilidad, pero le sugirieron que lo mejor que podía hacer era abandonar el país.
Estaba a punto de tomar una piragua Río abajo en busca de climas más cálidos cuando llegó al lugar Agatha Croomes. Agatha era una mujer negra, nacida en 1713, muerta en 1783, una esclava liberada, una predicadora baptista en las regiones salvajes del interior, cuatro veces casada, madre de diez hijos, fumadora en pipa. Había resucitado a cien mil piedras de cilindros de distancia, pero ahí estaba. Había tenido una visión, una visión en la cual Dios le decía que acudiera a Su morada en el Polo Norte, donde Él le entregaría las llaves del reino por venir, de la gloria y la salvación eternas, de la comprensión del tiempo y la eternidad, del espacio y la infinitud, de la creación y la destrucción, de la muerte y de la vida. Ella sería también quien arrojara al diablo a las profundidades, lo encerrara allí, y arrojara después las llaves.
Rohrig pensó que estaba loca, pero le intrigó. Además, no estaba seguro de que la solución del misterio de aquel mundo no estuviera en el principio del Río.
Sabía que nadie se había aventurado al país de las brumas que se extendía más al norte. Si acompañaba a su expedición de once miembros, sería de los primeros en alcanzar el Polo Norte. Con un poco de suerte, podría ser incluso el primero. Cuando su meta estuviera a la vista, podía adelantarse rápidamente y plantar en el mismo Polo Norte una estatuilla de piedra de sí mismo, con su nombre grabado en la base.
A partir de entonces, cualquiera que llegara hasta allí sabría que había sido ganado por Robert F. Rohrig. Agatha, sin embargo, no aceptaría llevarlo con ella a menos que creyera en el Señor y en el Libro Sagrado. Odiaba mentir, pero se dijo a sí mismo que en realidad no la estaba engañando. En lo más profundo creía en un dios, aunque no estaba seguro de si su nombre era Jehová o Rohrig. En cuanto a la Biblia, era un libro, y todos los libros decían la verdad en el sentido en que sus autores creían que estaban escribiendo alguna especie de verdad.
Antes de que la expedición alcanzara el final de las piedras de cilindros, cinco de sus miembros se habían vuelto atrás. Cuando alcanzaron la enorme caverna de la que brotaba el Río, cuatro más decidieron que iban a morirse de hambre si continuaban adelante. Rohrig siguió con Agatha Croomes y Winglat, un miembro de una tribu amerindia que había cruzado de Siberia a Alaska en algún momento de la Edad de Piedra. Rohrig hubiera preferido volver atrás, pero no estaba dispuesto a admitir que una mujer negra loca y un salvaje paleolítico tenían más valor que él.
Además, las plegarias de Agatha casi le habían convencido de que ella había tenido una auténtica visión. Quizá el Dios Todopoderoso y el dulce Jesús estaban aguardándoles. No era el momento de contrariarles.
Después de arrastrarse por el reborde de la caverna y de que Winglat resbalara y cayera al Río, Rohrig se dijo que estaba tan loco como Agatha. Pero siguió adelante.
Cuando llegaron al lugar donde la cornisa empezaba a descender y se hundía en la bruma, esa bruma que cubría un mar cuyo rumor les llegaba débilmente, estaban muy debilitados a causa del hambre. Ahora ya no había posibilidad de volver atrás. Si no hallaban comida dentro de aquel día, morirían. Agatha. sin embargo, dijo que la comida estaba al alcance de su mano. Lo sabía porque había tenido una visión mientras dormían en el reborde dentro de la caverna. Había visto un lugar donde había carne y vegetales en abundancia.
Rohrig la observó arrastrarse hacia adelante. Tras un instante, la siguió. Pero dejó su cilindro atrás porque se sentía demasiado débil como para acarrearlo. Si sobrevivía, siempre podía volver para recuperarlo. La estatuilla estaba en el cilindro, y por unos breves segundos pensó en sacarla y llevársela con él. Al infierno con ello, pensó, y siguió adelante por la cornisa.
Nunca llegó a alcanzar a su compañera. La debilidad lo venció; sus piernas y brazos simplemente dejaron de obedecer a su voluntad.
Lo mató la sed antes de que el hambre hiciera su trabajo. Era irónico que el Río hubiera pasado rugiendo junto a él, y no hubiera podido beber debido a que no tenía ninguna cuerda con la que bajar su cilindro y recoger el precioso líquido. Un mar golpeaba contra las rocas en la base de los acantilados, y él no podía descender hasta allí.
A Coleridge le hubiera gustado esto, pensó. Lo hubiera sabido apreciar.
Ahora nunca sabré las respuestas a mis preguntas murmuró. Quizá sea lo mejor. Probablemente no me hubieran gustado.
Ahora Rohrig dormía intranquilo en una cabaña junto al Río en la zona ecuatorial. Y Frigate, de guardia en cubierta de un cúter, estaba sonriendo. Estaba recordando la penosa experiencia de Rohrig mientras defendía su tesis.
Quizá fuera telepatía lo que evocara el incidente en sus mentes al mismo tiempo. La navaja de Occam pierde su filo tan sólo cuando se la utiliza raramente. Llamémosle coincidencia.
El croador se situó directamente en el camino del flotante pez muerto. El cuerpo se introdujo en la enorme boca del anfibio. La carta de Frigate y su envoltorio, sólo a un centímetro detrás del cadáver, fueron engullidos también, y ambos se deslizaron por la garganta y quedaron alojados en el estómago del croador.
Su estómago podía digerir fácilmente basura, excrementos, y carne podrida. Pero las fibras de celulosa del envoltorio de bambú eran demasiado resistentes como para que pudiera convertirlas en una materia asimilable. Tras sufrir agudos dolores durante largo tiempo, el croador murió intentando digerir el envase.
A menudo la letra mata al espíritu. A veces, es el envoltorio quien lo hace.