Tardaron cinco horas en instalar nuevos cables en la grúa, asegurarlos al motor y alzar éste. Se retiraron los cuerpos, se lavó el casco, y luego se bajó otra vez el motor.
Una detenida inspección determinó que los daños producidos al motor no afectarían a su funcionamiento.
Sam estaba tan deprimido que le hubiese gustado acostarse y no levantarse en una semana. Pero no podía hacerlo. El trabajo tenía que continuar, y mientras hubiese allí hombres leales que controlasen su desarrollo Sam no quería que supiesen lo afectado que se sentía.
Sam disponía de bastantes ingenieros, pero Van Boom y Velitski eran los únicos del siglo xx. Aunque había procurado pregonar de palabra a través de los sistemas de tambores que necesitaba más, no había conseguido ninguno.
Al tercer día, llamó a Firebrass a su timonera para una conferencia privada. Tras darle un puro y whisky, le preguntó si quería ser su ingeniero jefe.
A Firebrass casi se le cayó el puro de la boca.
-¡Me dejas asombrado, camarada! ¿De veras es cierto lo que dices? ¿Quieres que sea tu número uno?
-Quizá sea mejor que hablemos en esperanto dijo Sam.
-Está bien -dijo Firebrass-. Aclaremos las cosas
¿Qué es lo que quieres exactamente?
-Me gustaría que obtuvieses permiso para trabajar para mí, sobre una base temporal, por supuesto.
-¿Por supuesto?
-Si quieres, el puesto sería permanentemente tuyo. El día en que el barco iniciase su largo viaje podrías ser su ingeniero jefe.
Firebrass guardó un largo silencio. Sam se levantó y se puso a pasear. De vez en cuando miraba por las portillas. La grúa había colocado ya el motor de estribor, y estaba asentando las partes inferiores del batacitor en el casco. Tendría unos diez metros de altura una vez instaladas todas sus partes. Tras su instalación, se comprobaría detenidamente el funcionamiento del batacitor y de los motores. Un doble cable de un metro de grosor correría a lo largo de sesenta metros, y su extremo libre podría unirse a la parte superior de la piedra de cilindros más próxima. Cuando la piedra desprendiese su tremenda energía eléctrica, esta se transmitiría mediante los cables al batacitor, el cual la almacenaría. Y luego la energía podría ir liberándose de modo controlado para alimentar los motores eléctricos.
Sam apartó la vista de la portilla.
-No es que esté pidiéndote que traiciones a tu país -dijo-. En primer lugar, lo único que tienes que hacer ahora es pedirle permiso a Hacking para trabajar a mis órdenes en la construcción del barco. Luego ya podrás decidir si quieres seguir o no con nosotros. ¿Qué es lo cinc preferirías? ¿Seguir en Soul City, donde en realidad hay poco que hacer y uno se aburre, o venir con nosotros a la mayor de las aventuras?
-Pero, si aceptase tu oferta -dijo Firebrass, lentamente-, si aceptase, digo, no querría se ingeniero jefe. Preferiría ser jefe de vuestras fuerzas aéreas.
-¡No es un puesto tan importante como el de ingeniero jefe!
-¡Es un puesto de mucho más trabajo y responsabilidad! Pero me encanta la idea de volar otra vez y...
-¡Claro que podrías volar! ¡Cómo no! Pero a las órdenes de von Richthofen. Le he prometido que sería el jefe de nuestras fuerzas aéreas, que, en realidad, estarán formadas sólo por dos aviones. ¿Qué más te da ser o no el jefe con tal de poder volar?
-Es cuestión de orgullo. Tengo miles de horas más de vuelo que Richthofen, y en aparatos más complejos, mayores y más rápidos. Yo fui astronauta. He estado en la Luna y en Marte y en Ganímedes, y he orbitado Júpiter.
-Eso no significa nada -dijo Sam-. Los aviones que pilotarás son muy primitivos. Más aún que los de la Primera Guerra Mundial que pilotó Lothar.
-¿Por qué tienen que estar los negros siempre en segundo lugar?
-¡Eso es absurdo! -dijo Sam-. ¡Puedes ser ingeniero jefe! ¡Tendrás treinta y cinco personas a tus órdenes! Te aseguro que si no le hubiese hecho esa promesa a Lothar tendrías el puesto, puedes creerme.
-Te diré lo que voy a hacer -dijo Firebrass levantándose-. Te ayudaré a construir tu barco, y me encargaré de controlar tu departamento de ingeniería, pero tendréis que dejarme volar durante ese tiempo, y cuando llegue la ocasión hablaremos sobre quién será jefe de las fuerzas aéreas.
-Yo no romperé la promesa que le hice a Lothar -dijo Sam.
-Sí, pero pueden suceder muchas cosas entretanto.
Sam se sintió aliviado en un sentido e inquieto en otro. Hacking dio su permiso a Firebrass a través del tambor. Esto indicaba que quería que Firebrass supiese cómo funcionaba el barco por si algún día había de servirle a él como ingeniero jefe. E incluso si Firebrass no pensaba en esto, podría estar planeando eliminar a von Richthofen antes de que el barco estuviese listo para navegar. Firebrass no parecía un asesino, pero las apariencias nada significan, como cualquier persona inteligente descubre si ha vivido unos cuantos años entre seres humanos.
Hacking envió recado unos días más tarde de que aceptaría mandar un gran envío extra de minerales a Parolando a cambio del AMP-I. Firebrass lo condujo durante los cincuenta kilómetros que había hasta el límite norte de Soul City, donde otro experto, un negro que había sido general de las fuerzas aéreas norteamericanas, se hizo cargo de él. Unos días más tarde, Firebrass regresó en un barco de vela.
El batacitor y los motores eléctricos funcionaban perfectamente. Las ruedas de paletas giraban lentamente en el aire. Luego aceleraban su girar con un silbido.
Cuando llegase el momento, se abriría un canal desde la orilla al gran barco, y éste rodaría hasta el Río por su propio impuso.
Lothar von Richthofen y Gwenafra no estaban en absoluto de acuerdo. Lothar había sido siempre un donjuán y parecía no poder evitar el coqueteo con otras mujeres. En general este coqueteo le llevaba lejos. Gwenafra tenía ciertas ideas definidas sobre la fidelidad, con las cuales Lothar estaba de acuerdo, en principio. Era en la práctica en lo que él discrepaba.
Hacking envió recado de que se proponía visitar Parolando personalmente a los dos días. Quería celebrar una serie de conferencias sobre su comercio mutuo, comprobar el bienestar de los ciudadanos negros de Parolando, y ver el gran barco fluvial.
Sam contestó que estaba encantado de poder recibir a Hacking. No lo estaba, pero la esencia de la diplomacia era el disimulo. Los preparativos para albergar a Hacking y a su gran comitiva y organizar las conferencias ocuparon a Sam hasta el punto de que apenas si tuvo posibilidad de supervisar la construcción del barco.
Además, había que hacer preparativos especiales para albergar los muchos barcos cargados de mineral de Soul City. Hacking enviaba un suministro tres veces superior al normal para mostrar su sinceridad y sus deseos de paz y entendimiento. Sam hubiera preferido que los suministros se enviasen espaciados, pero de todos modos era deseable
conseguir el máximo posible en el mínimo tiempo. Los espías informaban de que Iyeyasu estaba organizando varias flotas y gran número de soldados en ambas riberas del Río. Y había enviado más mensajes a Selinujo instando a que dejasen de enviar misioneros a su territorio. El barco de Hacking llegó una hora antes del mediodía. Era un barco grande de dos mástiles y de unos treinta metros de largo. Los guardaespaldas, todos negros, altos y bien musculados, que llevaban hachas de guerra de acero (pero también pistolas Mark I en grandes pistoleras), descendieron por la escalerilla. Vestían una especie de falda escocesa totalmente negra, y sus yelmos de cuero y sus corazas y botas eran de piel negra de pez. Formaron en hileras de seis a ambos lados de la escalerilla por la que descendió Hacking.
Era un hombre alto y apuesto de piel marrón oscuro, ojos un poco achinados, nariz ancha, gruesos labios y barbilla prominente. Llevaba el pelo al estilo afro. Sam aún no había logrado acostumbrarse a aquella explosión de cabello rizado de los negros. Había algo definidamente indecoroso en ella; el pelo de un negro debía cortarse casi al rape. Aún pensaba esto después de que Firebrass le explicase que los norteamericanos negros de finales del siglo xx consideraban aquel pelo "natural" símbolo de su lucha por la libertad. Para ellos el pelo muy corto era símbolo de la castración de los negros por los blancos.
Hacking llevaba una toalla negra a modo de capa, una especie de faldilla escocesa negra, y sandalias de cuero. No llevaba más arma que un florete enfundado que colgaba de su amplio cinturón de piel.
Sam hizo una señal, y un cañón disparó veintiuna veces. Estaba emplazado en lo alto de una colina al borde de una llanura. Se pretendía no sólo honrar a Hacking, sino impresionarle. Únicamente Parolando tenía artillería, aunque solo consistiese en un cañón de setenta y cinco milímetros.
Llegó la hora de los saludos. Hacking no ofreció la mano, ni tampoco Sam ni Juan lo hicieron. Firebrass les había advertido que Hacking no estrechaba la mano a un hombre a menos que le considerase amigo probado.
Se habló un poco mientras se introducían los cilindros de la gente de Hacking en la piedra de cilindros más Próxima. Tras la descarga de energía del mediodía, se retiraron los cilindros y los jefes de estado, acompañados de sus guardaespaldas y guardias de honor, se dirigieron andando al palacio de Juan. Este había insistido en que se celebrase la primera sesión en su palacio, sin duda para impresionar a Hacking con su primacía. Sam no discutió esta vez. Hacking probablemente supiese, a través de Firebrass, cómo estaban las cosas entre Clemens y Juan Sin Tierra.
Más tarde, Sam se divirtió malévolamente ante la incomodidad de Juan, que se vio retado en su propia casa. Durante la comida, Hacking tomó la palabra y se lanzó a un interminable y virulento discurso sobre las maldades que el hombre blanco había hecho a los negros. Lo malo era que las acusaciones de Hacking resultaban válidas. Todo lo que decía era cierto. Sam se veía obligado a admitirlo. Demonios, él había visto la esclavitud y lo que significaba, y había visto las consecuencias de la Guerra Civil. Había nacido y crecido en ella. Y eso fue mucho antes de que naciera Hacking. Demonios, él había escrito Huckleberry Finn y Puddinhead Wilson y A Connecticut Yankee.
Carecía de sentido intentar explicarle esto a Hacking. Hacking no le prestaba la menor atención. Aquella voz aguda continuó, mezclando obscenidades con hechos, exageraciones con hechos, cuentos melodramáticos de miserias, cuentos de palizas, asesinatos, hambre, humillaciones, etc. etc. con hechos.
Sam se sintió culpable y avergonzado y al mismo tiempo furioso. ¿Por qué atacarle a él? ¿Por qué aquella acusación general?
-¡Todos sois culpables! -gritó Hacking-. ¡Todo hombre blanco es culpable!
-Yo no vi más que una docena de negros en toda mi vida -dijo Juan-. ¿Qué tengo que ver con esas injusticias?
-¡Si hubieses nacido quinientos años después, habrías sido el peor de todos! -dijo
Hacking-. ¡Conozco bien tu historia, Majestad!
Sam se puso bruscamente en pie y gritó:
-¿Viniste aquí a explicarnos lo que sucedió en la Tierra? ¡Eso ya lo sabemos! ¡Pero es el pasado! ¡La Tierra está muerta! ¡Lo que cuenta es lo que está sucediendo ahora!
-Sí -dijo Hacking-. ¡Y lo que está sucediendo ahora es lo que sucedía en la vieja Tierra!
¡Las cosas no han cambiado nada! Miro a mi alrededor y, ¿quién está rigiendo este país?
¡Dos mierdas de blancos! ¿Dónde están los negros? Vuestra población negra es un uno por ciento del total, así que deberíais tener por lo menos un negro en un consejo de diez hombres. ¿Hay uno? ¿Sólo uno?
-Está Cawber -dijo Sam.
-¡Sí! ¡Un consejero temporal que lo es porque yo exigí que me enviaseis un embajador negro!
-Los árabes constituyen un sexto de vuestro estado -dijo Sam-, y sin embargo no hay ni un solo árabe en vuestro consejo.
-¡Son blancos, ése es el motivo! ¡Y estoy intentando librarme de ellos! ¡No me interpretéis mal! Hay muchos árabes que son hombres buenos, hombres sin prejuicios. Los conocí cuando estuve como fugitivo en África del Norte. ¡Pero estos árabes de aquí son fanáticos religiosos, y nunca dejarán de plantearme problemas! ¡Así que los echo! ¡Lo que los negros quieren es un sólido país negro, donde todos seamos germanos de alma!
¡Donde podamos vivir con paz y comprensión! ¡Nosotros tenemos nuestro mundo propio, y vosotros, blancos, tenéis el vuestro! ¡Segregación con Ese Mayúscula! ¡Podría aplicarse una gran Ese Mayúscula de Segregación, porque no tenemos que depender del hombre blanco para el trabajo o la comida o la ropa o para protección o justicia! ¡Triunfaremos, blancos! Lo único que tenemos que hacer es mandaros al infierno. ¡Apartaos de nosotros, y nosotros seremos felices!
Firebrass se sentó a la mesa, su rizada cabeza inclinada, mirando hacia abajo, las bronceadas manos sobre la cara. Sam tuvo la sensación de que intentaba no reír. Pero no podía saber exactamente si se reía en su interior de Hacking o de los que estaban siendo atacados. Quizá de todos.
Juan seguía bebiendo whisky. El color rojizo de su cara se debía a algo más que a la bebida. Parecía a punto de explotar. Era difícil tragarse los insultos por las injusticias contra los negros siendo inocente, aunque Juan fuese culpable de tantos crímenes odiosos que bueno era que sufriese por alguno, aunque no fuese suyo. Y, como dijera Hacking, Juan habría sido culpable si se le hubiese presentado la oportunidad.
Pero, ¿qué esperaba ganar Hacking con esto? Desde luego, si quería unas relaciones más estrechas con Parolando, estaba intentando realizar su deseo de un modo muy extraño.
Quizá considerase que tenía que poner a todos los blancos, fuesen quienes fuesen, en su lugar: dejar bien sentado que él, Elwood Hacking, un negro, no era inferior a ningún blanco.
Hacking se había visto destrozado por el mismo sistema que había destrozado en mayor o menor grado a casi todos los norteamericanos, blancos, negros, rojos y amarillos.
¿Sería siempre así? ¿Siempre tortuoso, siempre odiando, mientras viviese, por Dios sabía cuantos miles y miles de años, en el mundo del Río?
En aquel momento, pero sólo en aquel momento, Sam se preguntó si no tendrían razón los de la Segunda Oportunidad.
Si ellos conocían la manera de liberarse de aquella cárcel de odio, deberían ser los únicos dignos de que se les escuchase. Ni Hacking ni Juan Sin Tierra ni Sam Clemens ni ningún otro que sufriese por falta de paz y de amor podría decir nada cierto. Habrían de ser los fieles de la Segunda Oportunidad... Pero él no les creía, se recordó a sí mismo. Eran igual que los otros dispensadores de fe de la Tierra. Algunos de ellos, no había
duda, eran bien. intencionados. Pero sin la autoridad de la verdad, por mucho que clamasen.
Hacking dejó de hablar de pronto.
-Bueno -dijo Sam Clemens-, no habíamos planeado discursos de sobremesa, Sinjoro Hacking, pero te agradezco tu aportación; todos te damos las gracias mientras no nos envíes una factura. Nuestra tesorería está un tanto floja en este momento.
-Tenías que hacer un chiste del asunto -dijo Hacking-, ¿no es cierto? Bueno, ¿qué tal una vuelta? Me encantaría ver ese gran barco vuestro.
El resto del día transcurrió placenteramente. Sam olvidó su cólera y sus resentimientos y acompañó a Hacking a ver las fábricas, los talleres, y finalmente el barco. Aunque solo terminado a medias, era magnífico. La vista más bella que había contemplado en su vida. Incluso, pensó, incluso... sí, incluso más bello que la cara de Livy cuando por primera vez le dijo que le amaba.
Hacking no cayó en éxtasis, pero sin duda quedó profundamente impresionado. No pudo, sin embargo, dejar de comentar el hedor y la desolación.
Poco antes de la cena, Sam fue llamado aparte. Un hombre que había desembarcado en un pequeño bote había exigido ver al jefe de aquel estado. Como fue un hombre de Clemens quien le recogió, Sam recibió la información. Fue inmediatamente en uno de los dos "jeeps" alimentados con alcohol que se habían terminado la semana anterior.
Aquel joven rubio y delicado del puesto de guardia se levantó y se presentó, en esperanto, como Wolfgang Amadeus Mozart.
Sam le interrogó en alemán, observando que, fuese cual fuese la identidad del joven, hablaba la suave versión austríaca del alemán. Su vocabulario incluía palabras que Sam no comprendía, sin saber si ello se debía a que fuesen particularidades del vocabulario austríaco o particularidades del siglo xviii.
El hombre que decía llamarse Mozart explicó que había estado viviendo unos treinta mil kilómetros Río arriba. Oyó hablar del barco, pero lo que le hizo emprender el viaje fue la historia de que el barco llevaría una orquesta que tocase para entretenimiento de los pasajeros. Mozart había sufrido durante veintitrés años en aquel mundo de materiales limitados, donde los únicos instrumentos musicales eran tambores, pitos, flautas de madera, zamponas, y una tosca versión de arpa que se hacía con el hueso y los tendones de un pez del Río. Luego se había enterado de la extracción de siderita y del gran barco fluvial y de una orquesta con piano, violín, flauta, trompas, y todos los demás bellos instrumentos que él había conocido en la Tierra, más otros que se habían inventado después de que él muriera en 1791. Y aquí estaba. ¿Había sitio para el entre los músicos del barco?
Sam apreciaba, aunque no era amante apasionado de ella, la música clásica. Pero le estremeció verse, cara a cara, frente al gran Mozart. Es decir, si aquel hombre era Mozart. Había tantos falsarios en el Mundo del Río que proclamaban ser todo el mundo, desde el original y único Jesús H. Cristo hasta P. T. Barnum, que nunca creía sin más a un hombre cuando revelaba su identidad. Había conocido incluso a tres individuos que pretendían ser Mark Twain.
-Da la casualidad de que el antiguo arzobispo de Salzburgo es ciudadano de Parolando
-dijo Sam-. Aunque tú y él no os llevaseis muy bien, si no recuerdo mal, se alegrará de verte.
Mozart no se puso pálido ni rojo.
-¡Al fin alguien a quien conocí durante mi vida en la Tierra! -dijo-. Creería usted...
Sam creía que Mozart no se había encontrado con nadie que hubiese conocido en la
Tierra.
Hasta el momento, él mismo solo se había encontrado con tres personas que había conocido y con las que había mantenido relaciones amplias durante toda su vida y todos sus viajes por el mundo. El que su esposa Livy fuese una de estas tres personas era una
coincidencia que excedía los límites de lo verosímil. Sospechaba que el Misterioso Extraño lo había arreglado. Pero ni siquiera la ansiedad de Mozart por ver al arzobispo confirmaba que fuese realmente Mozart. En primer lugar, los impostores que Sam había conocido insistían con frecuencia en que sus supuestos viejos amigos o bien estaban equivocados o bien ellos mismos eran los impostores. En segundo lugar, el arzobispo de Salzburgo no vivía en Parolando. Sam no tenía ni idea de dónde estaba. Lo había dicho sólo por ver la reacción de Mozart.
Sam se mostró conforme con que Sinjoro Mozart solicitase la ciudadanía. En primer lugar, le habló con toda claridad de los instrumentos musicales. Aún no estaban construidos, y no serían de madera ni de latón. Serían instrumentos electrónicos que podrían reproducir exactamente los sonidos de distintos instrumentos. Pero si realmente Sinjoro Mozart era el hombre que afirmaba ser tenía una buena oportunidad de ser el director de la orquesta, y podía disponer de cuanto tiempo desease para componer nuevas obras. Sam no le prometió que fuese a dirigir la orquesta. Había aprendido a no hacer promesas.
Se estaba celebrando una gran fiesta en el palacio de Juan en honor de Hacking, que parecía haber descargado su veneno del día en la primera reunión. Sam habló con él durante una hora y descubrió que Hacking era un hombre inteligente y letrado. Un autodidacta de gran sensibilidad imaginativa y poética. Esto daba aún mayor tristeza a la situación, pues su talento había sido trágicamente anulado.
Hacia la medianoche, Sam acompañó a Hacking y a su grupo al gran edificio de treinta habitaciones y dos plantas, de piedra y bambú, destinado a los invitados oficiales. Luego volvió en jeep hasta su casa, situada a trescientos metros de distancia. Joe gruñó un poco porque hubiese querido conducir él, aunque sus piernas eran demasiado largas para permitírselo. Subieron la escalera y abrieron la puerta. Joe entró en su habitación del fondo y se dejó caer en la cama con un rinchido que hizo estremecerse la casa. Sam miró por las portillas justo a tiempo para ver a Cyrano y a Livy, cogidos del brazo, entrar por la puerta de su cabaña. A su izquierda, un poco por encima de la de ellos, estaba la de Richthofen, donde él y Gwenafra estarían ya acostados. Murmuró ¡buenas noches!, sin saber exactamente a quién se dirigía, y se echó en su cama. Había sido un día largo, duro y tenso, coronado con una inmensa fiesta en la que todo el mundo había bebido asombrosas cantidades de alcohol y mascado goma de los sueños y fumado gran cantidad de tabaco y de marijuana.
Se despertó soñando que estaba en California durante un terremoto en la fiesta del
Cuatro de Julio.
Saltó de la cama y recorrió el tembloroso piso hasta la timonera. Antes de llegar a las portillas se dio cuenta de que las explosiones y los temblores de tierra los causaban los invasores. No pudo llegar hasta las portillas, porque un cohete, silbando, dejando tras de sí una roja estela flameante, derribó uno de los pilares. El estruendo le ensordeció, el humo penetró arremolinado por las portillas rotas, y él cayó hacia adelante. La casa se desplomó, su parte central cayó a tierra. La historia se repetía.