El regreso a Pemberley le llevó quizá un cuarto de hora o más; Darcy no fue capaz de precisarlo. Lo único que recordaba era que había montado a Séneca en la puerta de la posada y ahora se encontraba de vuelta, recobrando la conciencia de lo que lo rodeaba, gracias al golpeteo de los cascos del caballo sobre los adoquines del patio de su propio establo. Cuando sacó el reloj de bolsillo, después de que un mozo del establo se llevaba su caballo, abrió los ojos con asombro al ver lo que le mostraban las manecillas. ¡Una hora! Miró al caballo mientras lo conducían a la caballeriza, moviendo lentamente la cola. Realmente debía agradecer a Séneca el haberlo traído a casa, pues no tuvo noción del tiempo transcurrido ni del paisaje que había pasado ante sus ojos en el camino de vuelta. Una hora. Con algo de suerte, los demás todavía debían de estar soportando el desayuno al aire libre de Caroline Bingley y él podría continuar, sin que nadie lo interrumpiera, las reflexiones que había comenzado tan pronto como había visto el angustiado rostro de Elizabeth.
¿Qué debía hacer? Esa pregunta lo había atormentado durante todo el viaje de regreso. Darcy había decidido rápidamente lo que podía hacer. Sus recursos, los contactos que tenía, el hecho de conocer personalmente los gustos y las costumbres de Wickham lo predisponían a pensar que era la persona que tenía más posibilidades de encontrar a la pareja desaparecida, o dirigir a otros hacia el paradero de Lydia Bennet. Pero lo que Darcy podía hacer no era el factor decisivo en lo que dictaba el sentido del deber. Ése era el punto clave, porque hasta este momento su éxito al elegir lo que debía hacer había sido más que lamentable. De hecho, los errores que había cometido en aquel asunto eran el origen de la crisis que contemplaba en ese preciso momento. Con un estremecimiento, volvió a sentir el peso de la culpa.
La ayuda de un desconocido en un asunto familiar tan delicado como aquél podría ser muy mal recibida. Darcy sabía bien hasta dónde podía llegar una familia para protegerse. Antes de establecer el destino final de su hija —ya fuese por medio de un matrimonio honorable, el aislamiento o la desgracia eterna—, uno de los propósitos principales de la familia de Elizabeth sería involucrar en el asunto a la menor cantidad de gente posible. Además, la familia Bennet no tenía ningún tipo de relación con él que pudiera impulsarlos a solicitar su ayuda o que justificara el hecho de que él la ofreciera. ¡Presuntuoso… entrometido… indeseable! Se quitó los guantes y se golpeó con ellos la pierna, movido por la irritación que le provocó la frustrante pero precisa calificación que podría recibir cualquier ayuda o gestión que él pudiera ofrecer. Parecía como si lo único aceptable que pudiera hacer fuera cumplir la promesa que le había hecho a Elizabeth de guardar silencio.
Al entrar en su estudio, cerró rápidamente la puerta y se dejó caer en la silla. Frunció el ceño mientras repasaba mentalmente la situación. ¡Guardar silencio! Desde luego que cumpliría su palabra en lo que tenía que ver con la sociedad en general; pero todo su ser se rebelaba contra la falta de acción que exigían las normas sociales. ¡Era todo tan absurdo! Darcy sabía por dónde comenzar, adonde ir, a quién pedirle ayuda. Tenía los recursos para comprar cualquier información que pudiera necesitar con el fin de lograr resolver aquel desastre de manera aceptable, y además estaba, sin duda, suficientemente motivado para lograrlo. El recuerdo de la imagen de Elizabeth inconsolable volvió a sacudirlo otra vez con dolorosa claridad. ¡Ay, nunca olvidaría ese encuentro! La impotencia y el dolor de Elizabeth le causaban tanto sufrimiento que toda su fortuna parecía un pequeño precio por aliviar la pena de la muchacha.
—¡Wickham! —gruñó Darcy, golpeando el escritorio con el puño y levantándose de la silla. Se pasó una mano por el pelo y comenzó a pasearse. ¿Cuál sería el resultado si él no intervenía? ¡Un desastre! Era muy poco probable que un hombre de temperamento provinciano y recursos tan limitados como el señor Bennet pudiera lograr encontrar a su hija en los barrios bajos de Londres. El esfuerzo podría llevarlo a la bancarrota y emplearía muchos meses. E incluso si llegaba a tener éxito, la reputación de la muchacha y, por tanto, de toda la familia, ya estaría hecha añicos. Con toda seguridad nadie en Hertfordshire olvidaría el escándalo y la desgracia perseguiría a las otras hermanas aunque se trasladaran a otro sitio de Inglaterra. ¡El escándalo! Darcy sacudió la cabeza. ¡Cuánto poder y temor podía evocar esa palabra! Sin embargo, sus efectos afectaban a la sociedad de manera tan desigual. Lo que despertaba exclamaciones de admiración y risa en el caso de algunas personas —pensó en las tremendas demostraciones públicas de lady Caroline Lamb— representaba la ruina de familias enteras en otras.
Se detuvo frente a una ventana para mirar los jardines perfectamente ordenados de Pemberley. El temor al escándalo le había obligado a guardar silencio antes. Sí, había salvado a Georgiana y había protegido celosamente el apellido Darcy, pero se había contentado con eso. Él conocía a Wickham, sabía el tipo de hombre en que se había convertido, y si había podido utilizar así a Georgiana, no tendría ningún problema en seducir a otras muchachas ¿Quién sabía a qué otras jovencitas había engañado o seducido aquel canalla? Pero Darcy se había sentido satisfecho con defender lo suyo y no se había preocupado por defender lo de los demás. ¡Y aquél era el resultado! La familia de Elizabeth sólo era el caso más reciente, pero el hecho de que la perjudicada fuera la familia de la mujer que él amaba y a quien le debía tanto hizo que su negligencia pareciera incluso peor. Respiró profundamente. El único camino posible para resolver el asunto a favor de los Bennet era el matrimonio. Una solución menos satisfactoria sería recluir a la muchacha en un lugar respetable pero apartado y la cárcel o un regimiento en el extranjero para Wickham. Y cualquiera de las dos soluciones requeriría recursos financieros y contactos mucho más amplios que los del padre o el tío de Elizabeth podrían poseer.
¡Y luego estaba Elizabeth! Darcy sintió que se le cortaba la respiración. La cabeza y el corazón se le llenaron de tanta nostalgia que se sintió a punto de perder la razón. Las posibilidades de que Elizabeth contrajera un matrimonio ventajoso siempre habían sido escasas. Pero ahora las perspectivas eran nulas. La idea de verla como la esposa de otro hombre siempre había sido muy difícil de contemplar, pero ahora era improbable que le esperara algún tipo de felicidad en el futuro. Cerró los ojos para no pensar en los deseos del pasado, que la envolverían entre sus brazos protectores. ¡Debía pensar con claridad!
Tanto ella como sus hermanas, se dijo Darcy, obligándose a retomar el tema que lo ocupaba, se verían forzadas a casarse con hombres de clase inferior, si es que lograban casarse y podían encontrar hombres respetables que aceptaran pasar por alto la desgracia de la familia. Sin poder controlarse, se imaginó a Elizabeth como la esposa de algún granjero o empleado pobre, luchando diariamente, con una existencia difícil que acabaría con toda su vivacidad. Hizo rechinar sus dientes, reclinando la frente contra el frío cristal de la ventana. Trató de deshacerse de esa imagen con un rugido, pero la visión permaneció en su mente, convirtiendo a Elizabeth en la sombra de la mujer que podría haber sido. ¡Eso casi le hizo enloquecer! Y también lo impulsó a tomar una decisión. Dio media vuelta y observó el estudio como si todo Pemberley estuviera ante sus ojos. ¡No, no iba a desentenderse de la desgracia de Elizabeth! Si con su fortuna podía conseguir una solución aceptable y darle a ella una oportunidad de ser feliz, quizá pudiera usar su prestigio con el hombre adecuado —pensó enseguida en el tío de Elizabeth— para superar las objeciones a su participación.