La señorita Bingley dijo esto último cuando Darcy estaba de espaldas, pero luego dio media vuelta y se sentó junto a Georgiana. Su hermana lo miró con asombro, al ver lo que estaba aguantando, y le acarició las manos.
—Recuerdo que la primera vez que la vimos en Hertfordshire nos extrañó que tuviese fama de guapa. —Darcy volvió a apretar la mandíbula. La señorita Bingley había llegado al límite de lo soportable. Sólo la preocupación por el nombre de Elizabeth lo hizo desistir de confirmar las sospechas de Caroline, pidiéndole que se marchara de su casa enseguida—. Y recuerdo especialmente que una noche que habían cenado en Netherfield, usted dijo: ¿Ella una belleza? Antes estaría dispuesto a afirmar que su madre es muy ingeniosa. Pero parece ser que después su opinión sobre ella fue mejorando y creo que la llegó a considerar bonita en una ocasión.
Al oír esta última afirmación, Darcy ya no pudo contenerse más, así que se levantó como impulsado por un resorte y le echó una mirada que habría hecho retroceder a hombres hechos y derechos.
—Sí —respondió Darcy de manera cortante—, pero eso fue cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que considero que es una de las mujeres más hermosas que he visto nunca. —El asombro en el rostro de la señorita Bingley no le produjo ningún placer, como tampoco le gustaban su compañía ni su vanidad. Ya no podía soportarlas, de modo que, con una rápida inclinación, se marchó del salón y su furia lo llevó directamente a la puerta y hacia el río. Con algo de suerte, el señor Gardiner y los aparejos que había dejado antes todavía estarían allí… y seguramente Hurst y Bingley ya se habrían marchado. En este momento en particular, una silenciosa comunión con la naturaleza y el sereno ejemplo del tío de Elizabeth serían la mejor manera de apaciguar su agitado espíritu. Tampoco estaría mal complacer a algunas truchas, pensó.
El señor Gardiner no sólo se quedó el resto de la tarde, sino que las truchas también estuvieron muy colaboradoras y mostraron la suficiente astucia como para representar un desafío, sin dejar de ser lo bastante razonables como para rendirse a lo inevitable, en el momento oportuno. Sólo una frenética cabalgada sobre el lomo de Nelson por un terreno difícil podría haber hecho que Darcy se olvidara totalmente de pensar en el maravilloso hecho de haber tenido ese día el privilegio de contar con la compañía de Elizabeth. Verla en Pemberley, en su casa y en los mismos salones en los que tanto se la había imaginado, era mucho más de lo que él podía esperar después de lo sucedido en Hunsford. Era algo sobre lo que debía reflexionar, y así lo hizo, oscilando entre el placer y la duda, hasta que Georgiana se vio obligada a carraspear varias veces durante la cena, con el fin de rogarle que recordara dónde estaba y tomara conciencia de la presencia de sus invitados.
—Como estaba diciendo —comenzó a decir Bingley otra vez, después de una de tales ocasiones—, el placer de la pesca sigue siéndome esquivo, Darcy.
—Al igual que las condenadas truchas —interrumpió Hurst.
—Bueno, tú has hecho tanto ruido que asustaste a las truchas y éstas se fueron felices a morder el anzuelo de Darcy o Gardiner. —Bingley volvió a dirigirse a su amigo—. A pesar de lo mucho que me gustaría amoldarme a las preferencias del señor Gardiner, espero que nuestra próxima visita al río no sea más exigente que un picnic.
—¡Un picnic! —interrumpió la señora Hurst—. ¡Ay, Caroline! —Se inclinó hacia su hermana—. ¿No te parece que sería estupendo organizar un picnic?
La señorita Bingley enarcó una autoritaria ceja.
—Tal vez —dijo lentamente, buscando la atención de Darcy—. Si usted está de acuerdo, señor, ¿me permitiría relevar a la señorita Darcy de la tarea de organizarlo?
El anfitrión inclinó la cabeza para expresar su aprobación, pero no le ofreció ni siquiera una sonrisa. Había soportado a Caroline Bingley por cortesía a Charles, pero los celos y el insultante desprecio que había mostrado hacia Elizabeth hacían que su presencia le resultara ya totalmente desagradable. Que se mantuviera ocupada dándoles órdenes a sus criados, si eso le producía placer. La experiencia no sería demasiado larga y sus sirvientes podrían tolerarla con buen ánimo, una vez que él se lo pidiera a Reynolds.
—Entonces, mañana —se apresuró a decir la señorita Bingley para aprovechar que Darcy había dado su autorización—. ¡Desayunaremos en el río, al aire libre! ¿Cuántos seremos? Espero que no venga nadie por la mañana, ¿o sí?
—No, nadie, señorita Bingley —afirmó Darcy, sintiéndose cada vez más irritado tanto con la mujer como con su obvia implicación.
—La señorita Elizabeth Bennet y sus tíos vendrán mañana por la noche —le recordó Georgiana a la señorita Bingley con voz suave—. Espero que podamos convencerla de que toque y cante para nosotros. Usted la ha oído en otras ocasiones, ¿no es así, señorita Bingley?
—Sí —respondió la señorita Bingley de manera cortante, pero cuando Georgiana la miró con el entrecejo ligeramente fruncido, logró añadir con torpeza—: Sí, la he oído; todos la hemos oído… donde… Ah, en casa de ese hombre. ¿Cuál era su nombre?
—Sir William Lucas, un caballero muy agradable —apuntó Bingley, mirando a su hermana con un gesto de mayor desaprobación que el de Georgiana—. Según recuerdo, ella tocó y cantó de una forma muy hermosa y fue aclamada por todos, que le rogaron que tocara otra vez. Si usted logra persuadirla de que toque, señorita Darcy, tendremos un placer poco habitual. Así que por favor hágalo, se lo ruego.
Darcy sonrió al oír eso. La confianza de Bingley en sí mismo y las ganas de afirmarse habían crecido enormemente desde aquel día en su estudio de Londres. Su amigo se movía ciertamente con más seguridad entre sus iguales, pero donde se podía apreciar mejor la nueva seguridad de Charles en sí mismo era entre su propia familia. Si era capaz de lograr que su hermana fuera un poco más discreta, era posible que pudiera volver a ser recibida en su casa después de aquella visita. El asunto que le preocupaba ahora, sin embargo, no eran las futuras visitas a Pemberley de la señorita Bingley, sino si se podía esperar que Elizabeth Bennet volviera.
¿Le habría gustado su casa? Tras su primer encuentro, Elizabeth había afirmado que era «encantadora», pero ¿acaso esa opinión no era la de todos los visitantes que se acercaban a conocer la propiedad? Ahora que había venido como invitada, ¿qué pensaría? Darcy cerró los ojos y sacudió ligeramente la cabeza, molesto consigo mismo. Sí, era cierto que deseaba que ella tuviera una buena opinión de Pemberley, pero el verdadero centro de sus especulaciones era si ya había adquirido una buena opinión del dueño de Pemberley. La angustia por saber si había habido algún progreso en la consideración que ella tenía de él consumía todos sus pensamientos, excepto los que eran estrictamente necesarios para mantener una cierta atención a sus invitados. Darcy pasaba de la esperanza a la duda y otra vez a la esperanza con alarmante rapidez. La agilidad con que había respondido a los comentarios de la señorita Bingley, sumada a su silenciosa complicidad para proteger a Georgiana eran alentadoras, al igual que la facilidad con que había aceptado que la ayudara a subir al coche y su delicada sonrisa de despedida. Pero ¿podía darles algún crédito a estos incidentes, o se trataba de simples actos de cortesía?
—¡Ejem! —Sobresaltado, Darcy miró a su hermana, al oírla carraspear de nuevo, con los labios apretados en un gesto de divertido reproche.
—Hermano. —Georgiana le señaló la puerta—. ¿No quisierais tú y los otros caballeros tomaros el brandy ahora?
El misterio de la opinión que Elizabeth podría tener sobre él persiguió a Darcy durante el resto de la velada e incluso hasta su habitación, después de desearles bonne chance en la mesa de billar a Bingley y Hurst. Al día siguiente por la noche ella volvería… posiblemente por última vez. Esa idea le hizo estremecerse. Buscó el cordón de la campanilla. Tal vez sus tíos ya consideraban que habían permanecido demasiado tiempo en Lambton y, deseosos de continuar su viaje, se la llevarían al día siguiente a visitar otra importante propiedad o cualquier hermoso paraje natural. Sintió un enorme y doloroso ¡No! brotar de su pecho. ¡Ella no podía irse! ¡No podía desaparecer, quizá para siempre esta vez, antes de que él pudiera saber con más claridad qué grado de estima había conseguido obtener en el corazón de Elizabeth! Pero ¿cómo? ¿Cómo podía hacer eso? Darcy se dirigió lentamente hacia el vestidor.
—Señor Darcy. —Se sobresaltó al oír la voz de Fletcher.
—¡Por Dios, hombre! ¡Acabo de llamarle! —dijo su patrón rápidamente. Luego, al darse cuenta de que seguramente su ayuda de cámara se encontraba allí desde hacía rato, añadió—: Haga un poco de ruido cuando esté por aquí, ¿quiere?
—Sí, señor. —El hombre se inclinó y se acercó a él—. ¿Puedo ayudarle, señor? —Darcy asintió y comenzó a desabrocharse la chaqueta, dándose media vuelta. Las expertas manos de Fletcher lo liberaron cuidadosamente de la prenda—. La leontina y el reloj, señor.
—¿Qué? —preguntó Darcy, mirándose el chaleco—. Ah, sí, claro. —Sacó los dos objetos del bolsillo y los dejó sobre la mesa. Lo que necesitaba era tiempo, más tiempo, y, sobre todo, tiempo que no fuera interrumpido o restringido por los demás. Tiempo, pensó Darcy, mirando su reloj, mientras Fletcher le quitaba el chaleco; una cosa que, desgraciadamente, no podía dominar ni crear.
—¿Pasa algo con su reloj, señor? —Fletcher lo agarró y lo miró atentamente, antes de sacar su propio reloj para comparar la hora.
—No, Fletcher. Estaba distraído, meditando sobre la inexorabilidad del tiempo. —Darcy dejó escapar un corto suspiro y comenzó a desabrocharse la camisa, dejando que el ayuda de cámara se ocupara del nudo de la corbata.
—¿«Inexorabilidad», señor? —Fletcher le dio un tirón a la corbata de lazo y luego la arrojó sobre una silla.
—Sí. —Darcy se agachó y se quitó los zapatos—. Los hombres necesitamos indudablemente más o menos tiempo, pero no podemos ordenarle que se detenga o que corra más rápido. El tiempo funciona de forma independiente y no se deja dirigir.
—¿En serio? —respondió Fletcher—. ¿Entonces el hombre sólo es el «bufón del tiempo»?
—Está usted citando mal a Shakespeare, Fletcher —lo corrigió Darcy—. Creo que la frase es: «El amor no es el bufón del tiempo».
Fletcher sonrió.
—Perdóneme, señor, como seguramente lo haría Shakespeare. Pero como el único amor que está sujeto al tiempo es el del hombre, es la misma cosa. En cuanto a su «inexorabilidad», es un asunto de perspectiva, ¿no le parece, señor?
—¿A qué se refiere? ¡Sesenta minutos siempre equivalen a una hora!
—Sí, señor. Pero una hora con un dolor de muelas parece una eternidad, mientras que una hora con el ser amado es un instante. —Fletcher bajó la voz. Luego se recuperó y continuó con firmeza—: No, yo creo que el tiempo es perfectamente flexible, si tenemos la inteligencia o el valor de moldearlo o usarlo.