Más tarde, en la tranquilidad de su estudio, Darcy miraba con insistencia a su alrededor con creciente exasperación. ¿Acaso no había nada que pudiera distraerlo el tiempo suficiente para permitirle a su mente y a su cuerpo volver a adoptar una actitud más racional? ¿Cómo se suponía que iba a ser capaz de enfrentarse al mundo y sus obligaciones, cuando cada parte de él estaba tan pendiente de los acontecimientos de aquella tarde? Una vez que la hermosa mirada de curiosidad que Elizabeth le dirigió desde el landó hubo desaparecido, Darcy se había retirado a su estudio con intención de prepararse para la entrevista con su administrador. Pero cuando la puerta de la estancia se cerró y se encontró a salvo de las miradas indiscretas de la servidumbre, se dio cuenta de que era totalmente incapaz de hacerlo. Ya llevaba quince minutos paseándose de un lado a otro, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la sorpresa y la dicha de haber descubierto a Elizabeth en Pemberley. Las palabras que habían intercambiado, el tiempo que habían pasado de manera tan íntima, llenaban su mente y su corazón. Abriéndose espacio entre ellos estaba la expectación ante la perspectiva de su próximo encuentro, una cita que le producía una serie de sensaciones perturbadoras en todo su cuerpo. Sólo cuando Reynolds llamó a la puerta para anunciarle la llegada de Sherrill, Darcy se vio obligado a hacer una pausa en la dulce agonía de sus reflexiones para poder pensar en otra cosa.
Las preocupaciones de su administrador hicieron necesario que Darcy volviera a subirse a la silla de montar y lo acompañara para resolver varios casos difíciles entre sus colonos y examinar un obstáculo inesperado en el drenaje de un campo que bordeaba el Ere. Varias horas después, todavía estaban analizando los balances y los cálculos de producción de trigo que tenían extendidos sobre el escritorio de su estudio. Tras hacerle un gesto de asentimiento y dirigirle una sonrisa tranquilizadora, Darcy despidió por fin a su aliviado administrador, para que se fuera a cenar y a poner en práctica las instrucciones que le había dado. Ante las dificultades que había ocasionado su apresurado regreso, Darcy había sugerido soluciones más bien innovadoras, de las que no había sido fácil convencer a Sherrill. Al final, la opinión del caballero había prevalecido, una escena bastante común en el interior de aquellas paredes que habían estado en posesión de la familia Darcy a lo largo de muchas generaciones. Pero cuando miró de nuevo a su alrededor desde su escritorio, los acontecimientos de la tarde volvieron para apoderarse de él, y de repente su silla y su refugio se volvieron extrañamente pequeños para contener todo lo que ahora palpitaba en su corazón. Se levantó y respiró profundamente. Tenía que tranquilizarse y, de alguna manera, conseguir integrar el sentido de sí mismo, que había adquirido con tanto sufrimiento, en aquella oportunidad que le había concedido la providencia. Al poco rato, Darcy se encontró abriendo las puertas del invernadero, el Edén de sus padres.
Nada más entrar, lo envolvieron el aroma de la tierra fértil y las flores del verano. Las puertas se cerraron tras él por voluntad propia. En medio de la penumbra del atardecer, todavía pudo distinguir la silla favorita de su madre entre las exóticas plantas y, cerca de ella, el diván donde su padre había pasado sus últimos días, rodeado por el tributo vivo al arte de su esposa y el profundo afecto que sentían el uno por el otro. Darcy levantó la vista para mirar entre las ramas y el emparrado hacia el cielo que estaba cada vez más oscuro, y donde un grupo de estrellas ya comenzaba a ser visible, y respiró la paz que rodeaba aquel lugar. Elizabeth estaba cerca. Darcy se la imaginó sentada en la mesa con sus tíos, sonriendo pero con aire pensativo en sus adorables ojos brillantes, mientras revisaba su encuentro en la privacidad de su corazón. ¿Estaría esperanzada al pensar en su próxima entrevista? ¿Se sentiría contenta con el resultado como él se había sentido al principio? Eso sería más de lo que él se merecía. ¿O simplemente se había limitado a ser amable, atrapada como estaba en la propiedad de Darcy?
El caballero suspiró, dirigiéndose hacia el fondo del invernadero. ¡Y Georgiana! Sonrió al pensar en ella. ¡Se pondría tan contenta con la noticia! Recordaba lo mucho que su hermana había lamentado no tener la oportunidad de conocer a Elizabeth. Ella, que tanto añoraba tener una amiga del alma, nunca podría encontrar otra más perfecta. Darcy las observaría con cuidado. Si se entendían bien, como esperaba, ¿qué mejor amiga o confidente podría desear para su hermana?
Llegó a los límites del invernadero y se quedó mirando hacia la oscuridad de los jardines que rodeaban al Edén durante unos instantes, antes de dar media vuelta. Por encima de su cabeza, a través del vidrio, podía ver las paredes pálidas y las ventanas iluminadas de Pemberley, brillando en medio de la noche. Elizabeth estaba cerca, al igual que Georgiana, los recuerdos de sus padres, las responsabilidades que tenía desde la cuna y lo que éstas significaban de verdad, según había descubierto recientemente. Allí, en aquel hermoso lugar, sus padres habían cultivado su alma, impulsándola hacia lo más elevado con renovada gratitud y un sentido de paz. Volvió a cruzar el invernadero, con una sonrisa en el rostro. Sí, Georgiana se iba a sentir realmente feliz. Tanto que, tal vez, no quisiera esperar todo un día para conocer a su nueva amiga. ¡Y él esperaba con fervor que así fuera!
—Señor Darcy, ya han divisado el carruaje. —Darcy levantó la vista de su libro y le dio las gracias al lacayo, antes de insertar el marcador de páginas y dejar el volumen a un lado. Había leído poco y había entendido todavía menos, pues el libro era más una forma de enmascarar las expectativas que tenía en lo relativo al día que acababa de comenzar que un objetivo en sí mismo. Se arregló los puños y el chaleco, se dirigió a la puerta y salió al vestíbulo. La enorme puerta principal estaba abierta y por ella entraba la ligera brisa de verano. Al asomarse, alcanzó a ver su propio landó rodando a toda velocidad por el sendero, seguido de cerca por el de Bingley. Los vehículos levantaron tanto polvo que el aire arrastró un poco hacia la puerta, depositando una capa de arenilla sobre la chaqueta de Darcy, justo cuando salía a dar la bienvenida a sus invitados. Se sacudió suavemente para no arruinar los esfuerzos de Fletcher en dejarlo perfecto aquella mañana y se arregló para saludar a su hermana y sus amigos.
Varios mozos de las caballerizas salieron a detener los caballos, mientras un ejército de lacayos abría portezuelas, bajaba escalerillas y recogía los abrigos, baúles y maletas de los invitados. Tal como Fletcher había predicho al llegar en la diligencia de la servidumbre aquella mañana temprano, el cuñado de Bingley fue el primero en salir, con la cara roja y sudando copiosamente, a causa de una corbata demasiado alta y un fajín demasiado apretado para hacer un viaje. Darcy se mordió el labio al ver la apariencia de Hurst, mientras recordaba mentalmente los mordaces adjetivos con que Fletcher había descrito los talentos del nuevo ayuda de cámara de Hurst. Pero no era precisamente Hurst el que más le interesaba en ese momento, ni nadie relacionado con los Bingley. Deseaba ver a su hermana y ardía en deseos de poder comunicarle los felices acontecimientos de la tarde anterior.