Al oír eso, Elizabeth sonrió abiertamente e incluso lo miró a la cara. La brisa jugueteó con los rizos que rodeaban sus sienes y él no pudo saber si lo que resaltó la hermosura de sus ojos y el resplandor de su rostro fue el color o el estilo del sombrero. ¡Por Dios, era una imagen maravillosa!
—Por lo que sé, sí, señor Darcy. —Fue la contestación de Elizabeth. Él esbozó una sonrisa a modo de respuesta. Ella desvió la mirada. ¿Tendría alguna preocupación que le hizo fruncir el entrecejo? ¿O acaso él había dicho algo malo? Tal vez era su misma presencia, esa apariencia tan descuidada. ¿Acaso no creía en la sinceridad de su recibimiento? ¡Elizabeth nunca debería pensar eso! Si no decía nada más, Darcy debía asegurarle al menos que era bienvenida.
—Es usted bienvenida a Pemberley, señorita Elizabeth, usted y sus acompañantes. —Darcy le hizo una reverencia—. Por favor, dispongan del tiempo que deseen para recorrer el parque y los alrededores. Simon conoce los lugares desde donde se disfruta de la mejor vista y los paseos más agradables. Están ustedes en excelentes manos. Si usted me disculpa, acabo de llegar y debo atender algunos asuntos. —Darcy volvió a inclinarse y esta vez sí pudo oír la despedida de Elizabeth. Pasó junto a ella y avanzó hacia la entrada, mientras la felicidad que sentía en el corazón por tenerla en su casa luchaba con la sensación de vergüenza que le producía la torpeza de su encuentro y, pensó mirando hacia abajo con desaliento, su desaliñado aspecto. ¿Qué pensaría Elizabeth de él? Soltó un gruñido y se apresuró a entrar. ¡Si Fletcher lo hubiese acompañado! Con los cuidados de su ayuda de cámara, podría estar presentable en un cuarto de hora. Pero no había nada que hacer. Subió corriendo las escaleras hasta el vestíbulo, donde sorprendió a la señora Reynolds, que estaba cerrando uno de los salones que se mostraban al público.
—¡Señor Darcy!
—¡Señora Reynolds! He llegado hace poco. —El caballero le dirigió la sonrisa que tan buenos resultados le había dado con ella los últimos veinticuatro años—. ¿Cuánto tiempo tardará en enviarme arriba un poco de agua caliente?
—Quince minutos, señor, a menos que desee usted un baño. —El ama de llaves lo miró con curiosidad.
—No, eso no será necesario. ¡Que sea tibia y en diez minutos, y mándeme a uno de los lacayos para que me ayude a vestir, si es usted tan amable! —ordenó Darcy, dirigiéndose a la escalera. Se detuvo a medio camino y miró otra vez hacia el vestíbulo—. Ah, señora Reynolds, Trafalgar viene conmigo o, mejor dicho, debe de estar en algún lado. Tal vez debería enviar a alguien al jardín a buscarlo.
—Sí, señor. Nos ocuparemos de Trafalgar. —La señora Reynolds miró a Darcy con asombro.
—¡Excelente! ¡Diez minutos, señora Reynolds! —Siguió subiendo las escaleras y poco le faltó para echar a correr por el pasillo hasta su vestidor. Se quitó las prendas cubiertas de polvo del viaje, al mismo tiempo que buscaba entre la ropa perfectamente colgada y ordenada de su armario. ¡Santo Dios! ¿Qué podía ponerse? Nada demasiado imponente. ¿Sería demasiado informal la ropa de caza? ¿Lo consideraría Elizabeth como un insulto? Pasó la mirada por las opciones que tenía ante él—. ¡Fletcher! —resopló en voz alta—. ¿Qué demonios podía…? —Un golpecito en la puerta interrumpió su pregunta—. ¡Entre!
—¡Señor Darcy! ¿Le sucede algo? —El señor Reynolds asomó primero la cabeza y luego, al ver la turbación de su patrón, entró—. Ha pedido un lacayo, señor. ¿El señor Fletcher no está con usted ni está a punto de llegar?
—No, el mensaje de Sherrill me hizo adelantarme y vine a caballo, pero en este momento es muy urgente que atienda a mis invitados.
—¿Invitados, señor? —Reynolds estaba confundido—. Ninguno de sus invitados ha… Ah, se refiere a los visitantes. Pero ellos están fuera en el jardín, señor; usted no tiene por qué molestarse. —En ese momento se escuchó otro golpecito en la puerta.
—¡El agua! —Para sorpresa de Reynolds, Darcy saltó a abrir la puerta—. Entre; eche un poco en la jofaina y ponga el resto allí —le indicó Darcy al corpulento muchacho—. Muy bien; eso es todo. —Darcy volvió a prestarle atención a su asombrado mayordomo—. Es de suma importancia que yo me ocupe de estos visitantes en particular. Si puedo convencerlos de que regresen a la casa, deberán ser tratados con la mayor cortesía. —Una súbita inquietud pareció apoderarse de él—. Confío en que los hayan atendido bien hasta ahora, ¿no es así?
—Sí, señor. La misma señora Reynolds les ha mostrado la casa. La joven dijo que lo conocía —dijo Reynolds.
—Sí, eso es cierto… —Darcy se volvió hacia su armario y se quedó mirando su contenido.
—¿Puedo ayudarle, señor? —Reynolds dio un rápido paso al frente—. Creo que puedo ser tan útil o más que un lacayo.
Sorprendido por ese gesto de amabilidad, Darcy se volvió hacia su mayordomo, al que conocía desde que era pequeño, y vio que Reynolds todavía estaba investido con toda la dignidad de su oficio, pero había una chispa de comprensión en su mirada.
—Sí, por favor, Reynolds. —Darcy hizo un gesto hacia el guardarropa—. Los pantalones de ante hasta la rodilla, creo, el chaleco color bronce y la chaqueta marrón oscuro. Una corbata sencilla, por favor, y una camisa. Las botas con el borde marrón… y ropa interior limpia.
—Muy, bien, señor. Todo estará listo de inmediato. —El anciano echó hacia atrás los hombros ante aquella nueva tarea que tenía por delante.
—Gracias, Reynolds. —Darcy esbozó una sonrisa—. No tardaré.
A pesar de su impaciencia y la sorprendente celeridad de Reynolds con la ropa, transcurrió casi media hora antes de que Darcy bajara las escaleras que llevaban al jardín y saliera al sendero. Mientras terminaba de vestirse, no había dejado de pensar en dónde se encontraría en ese momento Elizabeth en la inmensa extensión del parque. El viejo Simon debía de haberlos llevado por los senderos que normalmente se les mostraban a los visitantes, pero ¿dónde estarían exactamente? Inspeccionó los límites del bosque. Conociendo la energía de Elizabeth, podían estar en cualquier parte, pero Darcy tenía dudas sobre la resistencia de sus acompañantes, que eran personas de cierta edad. Así que limitó su búsqueda. ¡Allí! Un destello de color entre los árboles que rodeaban el sendero que corría paralelo al río le dio una idea del camino que debía seguir. Se dirigió hacia allí y calculó que, a ese paso, tendría al menos un cuarto de hora para prepararse para su encuentro con Elizabeth.
Ya habían tenido una pequeña conversación, pero Darcy no estaba seguro de que hubiera sido del todo satisfactoria. Era muy posible que estuviera yendo al encuentro de una mujer que preferiría que él estuviera en las Antípodas, y no acercándosele para invitarla a su casa. Recordó las emociones que se habían asomado al rostro de la muchacha mientras estaban conversando. Confusión, incomodidad… ambas habían ensombrecido su hermosura, pero no había habido ningún rastro de aversión o de esa fría cortesía que él había temido que marcaría un posible reencuentro. Aunque se recordó que tampoco había habido indicio alguno de que se alegrara de verlo. Bueno, no había nada que hacer. Él no podía mantenerse alejado de ella, no allí, en sus propias tierras, donde tenía la mejor oportunidad de mostrarle a Elizabeth, de expresarle su gratitud por lo que ella había hecho por él. Al pensar en eso, sintió una sensación de plenitud en el corazón y la increíble suerte que representaba el hecho de que ella estuviese visitando Pemberley volvió a apoderarse de él. Siguió avanzando hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, se encontró con ellos.