Darcy se quedó mirando a su amigo en silencio. No tenía dudas de que Dy hablaba con sinceridad y que cada palabra le salía del corazón, pero la idea de que Brougham amara a Georgiana y quisiera convertirla en su esposa era más de lo que había pensado oír ese día, o cualquier otro.
—Dy…
—Por favor, no hablemos más de esto ahora —lo interrumpió Brougham—. Tal como tú dices, ella es demasiado joven y yo estoy atrapado en esta maraña de intrigas que hace que mi vida no valga ni un centavo. ¡Tú sabes que de esta confesión no va a salir nada! Pero cualquier día aparecerá la noticia en los periódicos. Hasta que la guerra termine, no puedo decirte ni pedirte nada a ti o a la señorita Darcy. Tal vez cuando por fin nos deshagamos de Napoleón, ella tenga edad suficiente para escuchar mi propuesta. Lo dejo a tu criterio, amigo mío, entretanto podrás decidir si me permitirás o no hacerlo. Ahora… —Se enderezó y señaló la puerta—. ¿Vamos a cenar?
—Dy, con toda sinceridad, primero hay algo que debes saber. —Darcy hizo un último intento para disuadir a su amigo de aquella absurda idea de esperar a su hermana.
—¿Sí? —Brougham se detuvo con una mirada burlona—. ¿Hay algún oscuro secreto en la familia Darcy que pueda hacerme desistir?
—¿Oscuro? —Darcy se mordió el labio—. No, pero debes saber que ella… —¿Cómo iba a explicarlo? No había ninguna manera delicada de…
Se oyó un golpecito en la puerta del estudio y Dy adoptó enseguida una actitud cautelosa, que reemplazó a la expresión abierta que había tenido durante todo su relato.
—Adelante —dijo Darcy, observando con fascinación las fases de la transformación de su amigo, que rápidamente sustituyó los rasgos sinceros del hombre que había sido durante la conversación por la actitud de arrogante desdén que caracterizaba al personaje que representaba en público. La metamorfosis se completó en los escasos instantes que transcurrieron mientras un lacayo abría la puerta para dejar paso a Georgiana.
—¡Milord Brougham! —El placer reflejado en sus ojos era auténtico. Bajó los ojos sólo un momento, mientras le hacía una reverencia, y luego se dirigió a Darcy—: ¿Ya has terminado de conversar a puerta cerrada con su señoría, hermano, o debo hacer que vuelvan a llevar la cena a la cocina?
—Ah, ya estábamos terminando, señorita Darcy —intervino lord Brougham—. Ya hemos agotado todos los temas de conversación entre nosotros. Me temo que usted será la responsable de mantener la cordialidad entre ambos durante la cena.
Asumiendo de nuevo su pose con aterradora facilidad, Dy se portó como un excelente invitado y los entretuvo con absurdas anécdotas e historias salpicadas de datos curiosos sobre los grandes y famosos y aquellos que aspiraban a serlo. Darcy se sintió tentado a pensar que su conversación previa había sido sólo un sueño, pues el hombre que estaba sentado a la mesa no se parecía en lo más mínimo al que unos momentos antes le había confesado su verdadero carácter. No obstante, trató de descubrir, observando con atención, cualquier indicio de los lazos que podrían unir algún día a su hermana con su amigo. Tenía que reconocer que Georgiana florecía en presencia de Brougham y era menos reticente en su compañía que cuando estaba entre sus parientes; pero Darcy no pudo detectar ningún sentimiento por él, excepto una agradable amistad. Dy tampoco manifestó ninguna mirada secreta o suspiros significativos. Seguía representando el papel del petimetre que la sociedad creía que era, algunas veces ridículo, pero, con frecuencia, irónico; sin embargo, parecía menos agresivo en su compañía y ocasionalmente desplegaba una gran inteligencia y perspicacia.
Darcy sabía que su amigo cumpliría sus promesas, pero cuando Dy se despidió de Georgiana y llevó a Darcy hasta la puerta con actitud conspiradora, para informarle de que sus «deberes» exigían que se ausentara de la ciudad durante un período de tiempo indefinido, la verdad es que Darcy no sintió ningún pesar.
—Lo que más lamento es no estar aquí para la ceremonia de presentación del retrato de la señorita Darcy —dijo Dy, mientras se ponía el abrigo que un lacayo le sostenía y cogía su sombrero de copa y sus guantes.
—No te vas a perder de nada —contestó Darcy y, al ver la expresión de desconcierto de Brougham, añadió—: He llegado a la conclusión de que Georgiana tiene razón. Sólo la familia y luego lo mandaremos a Pemberley.
—¡Excelente! —exclamó Dy con actitud radiante—. ¡Me parece bien por tu parte, Fitz! Aunque entiendo la insatisfacción de la señorita Darcy con el retrato, espero poder tener el privilegio de verlo algún día adecuadamente colgado en tu galería. —Brougham le tendió la mano y Darcy se la estrechó con fuerza.
—Cuídate, viejo amigo. —Darcy sintió un nudo en la garganta al despedirse, pues el valor del hombre que tenía ante él lo llenó de gratitud y de temor—. Estás metido en un juego muy peligroso y por eso deseo de todo corazón que sobrevivas y no sufras daño alguno.
—Lo haré, Fitz —contestó Dy con la misma emoción—. No puedes imaginarte el alivio que me produce haber hablado honradamente contigo sobre eso… y lo otro. Estaré Dios sabe dónde durante los próximos meses, pero si llegaras a necesitarme envía una nota al sacristán de St. Dunstan's. Él se asegurará de que la reciba.
¿St. Dunstan's? Darcy sintió que algo del pasado parecía vibrar ante la mención de ese nombre. ¿Dónde había oído antes algo sobre St. Dunstan's?
Dy respiró profundamente.
—Entonces hasta luego, amigo mío —dijo, colocándose el sombrero sobre sus rizos bien peinados—. Cuida a la señorita Darcy y piensa en mí. Cuando volvamos a vernos, necesitaré un relato pormenorizado. —Se rió y luego preguntó—: ¿Por qué has puesto esa cara?
—¡St. Dunstan's! ¿Dónde he oído hablar antes de esa parroquia? ¡Ciertamente no frecuento esa parte de Londres!
Brougham se rió de manera provocativa.
—¡Ah, me sorprendería mucho que lo hicieras! ¿Dónde oíste hablar de ella? Me imagino que te cruzaste con ese nombre en las referencias que te suministró la excelente señora Annesley. —Le hizo una seña al lacayo para que abriera la puerta.
—¡La señora Annesley! —Darcy se quedó inmóvil, mirando estúpidamente a su amigo, mientras trataba de recordar el contenido de las cartas de referencia de la mujer.
—St. Dunstan's era la parroquia de Peter Annesley, el difunto marido de la señora Annesley —dijo Dy, mientras Darcy seguía inmóvil por la sorpresa—. Te ruego que no le menciones que conocí a Peter, ni le cuentes nada sobre las notas que envíes allí cuando me necesites. Ella no sabe absolutamente nada de nuestra relación ni de los asuntos en los que estaba envuelto Peter y él quería que eso se mantuviera así.
Darcy asintió con la cabeza.
—¡Por Dios, Dy! Y ahora ¿qué?
—¡El final de esta maldita guerra para derrotar a Napoleón, espero! —contestó de manera sombría—. Debo irme. —Suspiró y le dedicó a su amigo una sonrisa que reflejaba todos los años de aprecio mutuo—. ¡Cuídate, Fitz! —Dio media vuelta y en unos segundos fue devorado por la oscuridad.