Sus ojos se encontraron tan pronto atravesó el umbral.
—¡Señor Darcy! —Elizabeth hizo una reverencia. Ansioso como estaba por beber del placer de estar frente a ella después de casi dos días, Darcy hizo una inclinación rapidísima. Ella hizo un gesto distante para indicarle que podía tomar asiento.
—Entonces no está usted enferma —afirmó apresuradamente, acercándose a ella—. Dijeron que estaba enferma; así que vine a… Quería oír por mí mismo que se encontraba usted mejor.
—Como puede darse cuenta, señor, lo estoy —contestó Elizabeth con cortesía pero de manera fría, y luego añadió—: Gracias. —Y tomó asiento.
Darcy se alejó y dejó a un lado sus cosas, antes de sentarse en una silla que estaba frente a la que ella había elegido, con el corazón latiendo desbocado al ver a la mujer que tenía ante él. ¡Hermosa! ¡Muy hermosa! De su pecho surgieron ardientes e insistentes impulsos que pasaron por encima de su razón, confundiendo aún más sus pensamientos. Darcy la deseaba, ¡ay, cuánto la deseaba! Ella enarcó una ceja en silencio. Después de que ella lo atrapara admirándola abiertamente, el caballero desvió la mirada. Ella no dijo ni una palabra, pero el sonido de su propio corazón, de su respiración, rugió en los oídos de Darcy, impidiéndole pensar.
¡Tenía que aclarar sus pensamientos, recuperar el dominio de sus emociones! Se puso en pie y comenzó a pasearse. En contra de toda prudencia, le lanzó una mirada. ¡Habla!, exigió su corazón. Se detuvo y se volvió hacia ella, mientras pensaba en lo que le iba a decir. Señorita Elizabeth Bennet, ¿me haría usted el honor…? El peso de esa palabra cayó sobre él como un rayo. ¿Honor? En este asunto todo el honor era suyo ¡y él estaba dispuesto a arrastrarlo de una forma que todo el mundo despreciaría! El gélido disgusto de su familia por el bajo nivel de los parientes que incorporaría a su seno, la fría incomodidad de sus amigos y conocidos cuando estuviera otra vez entre ellos, la burla de sus enemigos, todo se le vino encima. Se volvió hacia la ventana y se quedó mirando al vacío, mientras la noche caía. Hacía sólo una hora todo estaba muy claro para él, pero ahora se encontraba de nuevo ahogado en el pantano de la duda y la indecisión. Deslizó sus dedos hasta el bolsillo del chaleco, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¡Nada! Darcy torció la boca con contrariedad. ¡Claro que los hilos de seda ya no estaban ahí! Los había lanzado al viento. Se dirigió otra vez hacia el salón y se perdió enseguida en la contemplación del hermoso perfil de Elizabeth. ¿Sería posible que la prudencia también se hubiera ido con ellos?
Hermosa, inteligente, elegante. Ella era todas esas cosas. Su voz le fascinaba; su habilidad al piano lo serenaba; su desdén por todo artificio coincidía con el suyo; su compasión era sincera; su inteligencia, una delicia; su coraje al tratar de imponer sus opiniones, aun en contra de él, despertaba en Darcy la más profunda admiración y deseo. ¡Ser el dueño de la encarnación de todas las virtudes! El orgullo que le produjo la idea de poseerla lo apartó de la ventana. ¡Tenía que ser suya! Abrió la boca para hablar, pero, de repente, el salón pareció llenarse con toda la familia: su calculadora madre, sus alocadas hermanas menores, su indiferente y burdo padre, y los oscuros tíos y tías que se dedicaban al comercio la rodearon e hicieron que él enmudeciera. Retrocedió, sintiendo los ojos de su propia familia sobre su espalda, mientras le suplicaban en silencio que no hiciera lo que estaba a punto de hacer. Casi al borde del ahogo por la impotencia y la frustración, volvió a dar un paso al frente y luego otro, hasta pararse en el centro del salón; en ese momento, ella levantó aquellos maravillosos ojos grandes y oscuros, para mirarlo de manera inquisitiva.
¡Cielo santo, Elizabeth! Darcy sintió que el corazón se le subía a la garganta, con el fin de expulsar como una marea incontenible las palabras que tenía amontonadas:
—He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos —dijo e hizo una brevísima pausa para tomar aire, antes de continuar hablando con la voz cargada de emoción—: Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente. —Al oír sus palabras, Elizabeth pareció abrir aún más los ojos, si eso fuera posible, y enrojeció. Darcy, por su parte, sintió que el alivio de confesar por fin sus sentimientos le producía una exaltación y un júbilo como los que podrían producirle un vaso de vino fuerte—. Casi desde el momento en que la conocí, sentí por usted un amor profundo y apasionado que ha superado todos mis esfuerzos por contrarrestarlo. —A pesar de que el corazón le latía aceleradamente, ahora parecía tener un ritmo más regular y sus palabras surgían sin freno—. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que estaba hechizado por usted, inexorablemente atraído y cautivado. Ha ocupado mi mente y mi corazón durante meses, señorita Bennet. No he ido a ninguna parte, ni he visto a nadie, sin que usted esté conmigo.
Darcy se acercó más y la miró a los ojos, deseando que ella se levantara y le respondiera con el mismo ardor.
—Soy demasiado consciente de las dificultades que representan las enormes diferencias entre su posición social y la mía y de los numerosos obstáculos que supone la inferioridad de su familia. Son tan grandes que realmente ningún hombre cabal podría pasarlos por alto. He luchado contra todos ellos desde el comienzo, oponiendo la fuerza de mi inclinación a mi buen juicio y la certeza de que toda la sociedad y mi familia más cercana pensarán que nuestra unión es una degradación. Esos terribles impedimentos son los que me han obligado a guardar silencio hasta ahora acerca de mi sentimientos por usted. Son obstáculos inevitables, pero mi sincero afecto por usted también es inevitable, a pesar de que he hecho todo lo que estaba en mi poder para vencerlo. —Darcy se detuvo un momento y trató de serenarse, antes de hacer la propuesta que aseguraría su futuro—. Estoy convencido de que usted es y siempre será la dueña de mi corazón, que nuestro futuro está tan íntimamente entrelazado como los hilos de una madeja y que, al igual que ellos, seremos más fuertes si estamos unidos como si fuéramos uno solo. Con ese fin, espero y deseo que usted recompense mi larga y ardua lucha con la aceptación de mi mano en matrimonio y la promesa de convertirse en mi esposa. —¡Listo, estaba hecho! ¡Que el mundo se fuera al infierno, Darcy estaba dispuesto a ser feliz! Jadeando, se recostó contra la chimenea de los Collins y miró a Elizabeth, en espera de las palabras que sellarían al mismo tiempo esa felicidad que tanto deseaba y la desgracia que tanto temía.