Darcy se dirigió hacia la puerta que Fitzwilliam había olvidado cerrar y oyó cómo los pasos ansiosos de su primo se perdían en la lejanía. Minutos después una puerta pesada se cerró y entonces supo que Richard se había marchado. Lady Catherine había salido temprano con Anne y su dama de compañía, en una misión de benéfica injerencia en la vida de sus vecinos, y Darcy tenía Rosings más o menos para él solo, tal como había deseado. Una creciente excitación se apoderó de él. ¡Sólo era cuestión de horas! ¡Era cuestión de horas! En él anidaban tanto la esperanza como el temor, y esas dos emociones se alternaban en su corazón. Las palabras de Richard también le habían servido de estímulo y advertencia, en la medida en que había admitido la superioridad de Elizabeth, pero había atenuado su opinión con el reconocimiento de la realidad de su mundo. Era posible que su primo lo apoyara, pero Darcy no se hacía ilusiones de que eso sucediera sin cierta reserva. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?, se preguntó elevando los ojos al cielo. Se detuvo ante las grandes puertas acristaladas que conducían al jardín y se quedó mirando al vacío. Toda su vida había sido una criatura sometida al deber y había cumplido con sus exigencias sin pensar o quejarse. Ésta era la única vez que quería hacer una excepción. Quería la felicidad, quería el amor. Quería… ¡a Elizabeth! Al instante vio su imagen delante de él, sonriendo de esa manera tan increíblemente fascinante, llenando su mente y los rincones más recónditos de su corazón.
—¡Lo siento mucho, Fitz! Se me olvidó por completo. —Fitzwilliam puso cara de arrepentimiento al ver la expresión de fastidio de Darcy, cuando le dijo que había pasado una hora en compañía de Elizabeth y no le había transmitido sus saludos—. Pero sí hablamos de ti, lo cual es muy parecido, ¿verdad? —dijo a modo de disculpa, mientras se dirigían a las escaleras.
—¡Eres un inútil! ¡Eso no se parece en nada! —replicó Darcy.
—Mejor algo que nada. —Richard le sonrió—. Ay, vamos, Fitz. La Bennet estará aquí dentro de un rato y podrás expresarle todos tus deseos en persona. ¡Pero, ten cuidado, será absolutamente necesario que abras la boca! —Darcy fulminó a su primo con la mirada y siguió bajando las escaleras, cada vez más rápido. ¿Ella había hablado de él? Darcy ardía de curiosidad por saber qué le había podido decir Elizabeth a Richard, pero no se atrevió a preguntar, no en esas circunstancias. Si Richard llegaba a tener la más mínima sospecha sobre lo que Darcy pretendía hacer esta noche, estaría pendiente de todos sus movimientos.
Ya había sido suficientemente enervante estar bajo la ansiosa mirada de Fletcher, mientras lo ayudaba a vestir para la velada. Ninguno de los dos había hablado, lo cual era bastante inusual, pero cada prenda había sido colocada y abrochada con la mayor precisión. Los pantalones gris oscuro se ajustaban perfectamente al cuerpo, al igual que el discreto pero elegante chaleco color perla. Darcy se había negado terminantemente a exhibir otra vez el roquet, pero el nudo que Fletcher había hecho en su lugar parecía una obra de arte no menos incómoda. El ayuda de cámara le había ofrecido después la levita, deslizándola por los brazos y sobre los hombros con el mayor cuidado, para evitar cualquier arruga sobre la fina tela negra. Luego se la había ajustado hacia abajo y le había abrochado la doble fila de botones con tanto cuidado que casi no se atrevió a respirar. Fletcher le había pasado el reloj y la leontina, observando atentamente cómo se los colocaba, y enseguida le había entregado no uno sino dos pañuelos.
—¿Dos, Fletcher? —había preguntado Darcy, rompiendo aquel silencio casi sobrenatural.
—Sí, señor —había contestado el hombre de manera tímida—. Uno para usted, señor, y uno para la dama, en caso de que lo necesite. —Darcy se había limitado a agarrar las dos piezas de algodón sin decir palabra y se las había guardado rápidamente en el bolsillo de la chaqueta, mientras se preguntaba cómo diablos hacía Fletcher para saber esas cosas. Cuando por fin estuvo listo, el ayuda de cámara lo había escoltado hasta la puerta y, después de abrirla, se había inclinado para despedirlo, diciéndole:
—¡Mis mejores deseos para esta noche, señor Darcy!
—Gracias, Fletcher —había respondido su patrón de manera solemne, y sólo en ese momento el ayuda de cámara lo había mirado momentáneamente a los ojos.
—A su servicio, señor —había contestado Fletcher con voz suave, y tras ver el gesto de asentimiento de Darcy, había cerrado la puerta.
El caballero llegó al final de las escaleras dos pasos delante de su primo y dobló enseguida hacia la derecha, rumbo al vestíbulo y al salón. ¡Ya casi era la hora! Lady Catherine ya estaba presente, sentada en su gran sillón al final de la estancia, al igual que Anne y la señora Jenkinson, que estaban en un diván cercano.
—Darcy —dijo su tía tan pronto lo vio—, tienes que oír esto, ¡aunque no lo vas a creer, estoy segura!
—¿Su señoría? —Darcy hizo una inclinación, pero no tomó asiento en el lugar que ella le había señalado.
—Uno de los colonos… Fitzwilliam, tú también tienes que oír esto. ¡A uno de mis colonos se le ha ocurrido recurrir a la caridad de la parroquia! Y evidentemente, ya todo el mundo en Hunsford sabe que lo hizo.
—¡El pobre hombre debe de estar en la miseria! —exclamó Fitzwilliam, pero enseguida recibió una mirada fulminante de lady Catherine.
—¡No puede estar en la miseria! —protestó lady Catherine, ignorando el juicio de su sobrino—. Es uno de mis colonos y, por tanto, es imposible que le falte nada. Eso le dije el trimestre anterior, cuando el administrador me presentó una solicitud para que se le perdonara la renta. «Lo que lo tiene en esta situación es la falta de trabajo, no la falta de caridad», le dije. «Si le perdono la renta de este trimestre, no tengo duda de que recibiré la misma solicitud el próximo trimestre».
—Pero yo no he visto ninguna solicitud ni su administrador me informó de que hubiese alguna —intervino Darcy con tono de irritación. Si le ocultaban ese tipo de cosas, difícilmente podía hacer algo para solucionarlas, antes de que la situación de los colonos más pobres de su tía se volviera desesperada.
—¡Claro que no! ¿Por qué tendría yo que tolerar semejante afrenta al apellido De Bourgh por causa de la pereza de un hombre? ¡No lo haré! —exclamó lady Catherine con vehemencia.
—Pero ahora se ha vuelto inevitable, su señoría —replicó Darcy con tono de desaprobación—. El hombre se ha visto obligado a recurrir a la caridad y, como usted dice, «ya todo el mundo lo sabe». ¿De quién se trata?
Durante treinta segundos completos, como le informaría más tarde Richard, Darcy le sostuvo la mirada en silencio a lady Catherine, en espera de una respuesta, pero un grito de la señora Jenkinson dirigido a Anne rompió la tensión.
—No se altere, señorita, y recuéstese un momento. —Al oír estas palabras, lady Catherine abandonó el duelo y se ocupó de su hija, diciendo lacónicamente cuando pasó junto a Darcy: «Broadbelt, Rosings Hill», antes de pedirle una explicación a la dama de compañía de su hija.