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Chapter 166 - Capítulo 166.- La variedad infinita que hay en ella II

Georgiana, su querida hermana, había evitado presionarlo para que le contara detalles de su estancia en la propiedad de lord Sayre. Se había propuesto hacerlo sentir muy cómodo en casa y, con la ayuda de Brougham, que reanudara sus actividades sociales cotidianas. A las dos semanas de haber regresado, Darcy la acompañaba a conciertos, recitales y exposiciones de arte, mientras que Dy lo había arrastrado al salón Jackson, el establecimiento de su maestro de esgrima, a varias reuniones y, unas cuantas noches antes, a un combate de boxeo bastante ilegal en el que se hacían apuestas. Entre el humor sarcástico de Dy y su infalible olfato para la intriga, y el tranquilo cariño de Georgiana, Darcy se había recuperado por completo de aquella terrible experiencia. Algunas veces lo asaltaban oscuros remordimientos. La revelación de la verdadera profundidad de su odio hacia George Wickham, que había estado tan cerca de acabar con la vida de su hermana y había envenenado a Elizabeth contra él, le resultaba casi tan espantosa como el recuerdo de lo cerca que había estado de rendirse a las apasionadas tentaciones que le había ofrecido lady Sylvanie Sayre. Pero tal como Richard había vaticinado, ahora la evocación de todo eso parecía sólo un mal sueño, y a él le resultaba cada vez más fácil ignorar todos aquellos desagradables recuerdos.

Sin embargo, eso no significaba que todo estuviese en orden. Uno de los problemas de los que esperaba haberse librado había vuelto a aparecer casi tan pronto como había regresado a Londres; porque sólo dos días después de su vuelta se había encontrado con su amigo Charles Bingley. La alegría de Bingley al ver que Darcy había regresado había sido tan sincera, y su carácter sencillo y franco contrastaba tanto con la de aquellos con quienes había estado la última semana, que aceptó enseguida una invitación a pasar una noche cenando «en familia». Pero Darcy y Georgiana apenas se habían quitado los abrigos, cuando la hermana de Charles, la señorita Caroline Bingley, lo había asaltado para susurrarle con voz entrecortada que ya no había podido eludir durante más tiempo una visita de la señorita Jane Bennet y que había tenido que invitarla finalmente el sábado, le pedía con urgencia cualquier consejo que pudiera darle para manejar aquel desagradable asunto.

Tras observar durante un instante los calculadores ojos de la dama, Darcy le había respondido que no podía entender cómo era posible que ella necesitara su opinión, asegurándole que confiaba plenamente en su capacidad para acabar con las pretensiones de una jovencita tan poco sofisticada como la señorita Bennet. Darcy podía dudar del amor que la señorita Bennet sentía por Bingley, pero estaba seguro de su capacidad intelectual. Y cuando la muchacha tuviera ocasión de asistir a una de las representaciones de la autoritaria Caroline, sabría enseguida que la amistad había llegado a su fin. A pesar de todo, la impertinencia de la señorita Bingley le había resultado tan molesta que había pasado el resto de la velada muy incómodo, tratando en vano de hacer desaparecer el recuerdo de Elizabeth Bennet que la petición de la señorita Bingley había invocado y había hecho aparecer entre las personas con las que casi siempre la había visto.

Y ahora Darcy y Fitzwilliam se dirigían a visitar a la tía Catherine. Aquellas visitas reglamentarias habían comenzado cuando Darcy era un niño, y tenían lugar en compañía de sus padres y Richard, cuya naturaleza rebelde sufría misteriosamente una parcial pero notoria transformación cuando estaba con el señor Darcy. Luego la visita había continuado en compañía de su padre y Richard. Y ahora, él y su primo habían asumido el papel de su padre como consejeros de lady Catherine. Aquel cometido requería la presencia de ambos, e incluso así Darcy no estaba seguro de que sus sugerencias fuesen tomadas en consideración, como sucedía con las de su padre. El placer con que su tía los recibía no tenía mucha relación con el mantenimiento o la productividad de Rosings, pero sí mucho que ver con las expectativas que ella tenía para su hija Anne con respecto a él. Darcy compadecía sinceramente a su prima Anne y le deseaba lo mejor, pero no sentía tanta compasión por ella como para estar dispuesto a ofrecerle una salida a través de una propuesta de matrimonio. La tía Catherine podía sonreír y hacer las insinuaciones que quisiera, pero…

—Darcy, ¿qué es eso que siempre estás acariciando?

—¿Qué? —Darcy tuvo que volver bruscamente a la realidad para fijarse en lo que sucedía en el interior del carruaje.

Fitzwilliam había dejado el periódico a un lado y ahora señalaba la mano de Darcy.

—Ahí, en el bolsillo del chaleco. ¡Y no me digas que no es nada! Te he visto jugueteando con eso todo el tiempo durante varios meses y me está volviendo loco.

—¿Esto? —Darcy podía sentir el calor de su cara enrojecida mientras sacaba del bolsillo los hilos de bordar, que ya estaban gastados y se habían vuelto frágiles de tanto acariciarlos. ¡Maldito Richard! ¿Cómo le iba a explicar aquello?

—¿Ahora te gusta bordar? —bromeó Fitzwilliam, cuando vio la trenza de hilos de colores. Darcy le dirigió una mirada furibunda y volvió a guardársela en el chaleco—. ¡Vamos, Darcy! Seguro que es el recuerdo de una dama y tienes que contarme los detalles ahora mismo. —Se frotó las manos con vigor—. Porque este inquisidor no descansará hasta que confieses todo. ¿Pido las empulgueras?

—¡Eres un pillo!

—Para ti, soy el excelentísimo padre inquisidor —replicó riéndose Fitzwilliam, pero no se dejó distraer. Enseguida se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y dijo—: Desde el principio, vamos.

Darcy le lanzó una mirada como para congelarle la sangre en las venas. Pero, inmune a esa estrategia que ya conocía, Richard se puso serio, lo miró con severidad y completó su gesto interrogante enarcando una ceja.

—Desde el principio —repitió con una voz aterradora que recordaba la de un temible inquisidor—. ¡Rápido o empezaré a pensar que se trata de algo serio!

Darcy se puso todavía más colorado y durante un instante sintió algo parecido al pánico. ¿Algo serio? La imagen de los encantadores rizos recogidos con una cinta adornada con rosas diminutas y el recuerdo del placer de sentir la mano enguantada de Elizabeth entre las suyas se fundieron durante un segundo y lo hicieron moverse inquieto en el asiento. Lo irónico era que él no estaba pensando en Elizabeth mientras acariciaba los hilos, pero la curiosidad de Richard lo había sorprendido y había despertado en él una serie de pensamientos y sensaciones que, según estaba a punto de confesar, habían cobrado vida propia. ¡Por Dios, ahora no!, se reprendió Darcy, al ver que esas imágenes se apoderaban de él sin que pudiera detenerlas. ¡Ten un poco de dignidad, por favor! Darcy volvió a mirar a su primo y vio que éste lo observaba divertido, mientras tomaba nota de su creciente agitación.

—¡Triunfo absoluto! —aulló Fitzwilliam, recostándose en el asiento—. Por fin te he puesto en una situación que te ha hecho ruborizar y te ha dejado sin palabras. ¿Quién es esa dama tan especial? —La acertada deducción de Richard arrastró a Darcy a las tormentosas aguas de la negación, pero el prematuro aire triunfalista de su primo le sirvió para salir de la confusión y encontrar al mismo tiempo una estrategia para eludir la verdad.

—Estás muy equivocado si crees que esto es el símbolo del favor de una dama. —Darcy imprimió a su voz el tono más desinteresado que pudo. Al menos esa parte era verdad, y el hecho de decirlo lo ayudó a calmarse. Haber podido ejercer aquella pequeña dosis de control contribuyó a alejar los fantasmas—. Si me sonrojé fue por la vergüenza que me produjo recordar la indiscreción de un amigo, cuya imprudencia requirió que yo me involucrara en un asunto muy delicado: un rescate o una interferencia, como quieras llamarlo, antes de que él cometiera un grave error de juicio.