Alarmados por las iracundas palabras de Sayre, los otros caballeros, que se habían reunido a su alrededor, exigieron saber qué ocurría.
—¡Bloquear la entrada! —Lord Chelmsford agarró bruscamente del brazo a su sobrino más joven—. ¿Qué es esto, Sayre? —Manning se unió a él rápidamente y, vociferando, también exigió ser informado.
—¡No es nada! —Sayre les clavó la mirada y luego siseó—: ¡Las damas, caballeros! ¡Están asustando a las damas! —Eso, al menos, era cierto, observó Darcy. Las palabras puente levadizo, bloqueen la entrada y magistrado habían resonado con claridad en el salón, haciendo que las damas se reunieran en un corrillo alrededor de Monmouth y Poole, con los ojos abiertos de miedo y una extraordinaria palidez en sus rostros a pesar del maquillaje.
—¿Qué pasa, Sayre? —preguntó lady Sayre con una voz casi inaudible, mientras avanzaba con paso inseguro hacia su esposo.
—¡No es nada! —repitió Sayre, mientras se zafaba de Chelmsford y Manning para tomar las manos de su esposa—. Unos rufianes —admitió, cuando tuvo que enfrentarse a la mirada escrutadora de lady Sayre—, pero los criados ya se encargarán de ellos y he enviado a buscar al magistrado. No hay nada que temer.
Lady Sayre miró con angustia primero a su esposo y luego a Lady Sylvanie.
—¿Por qué? —preguntó con voz quejumbrosa, dejando escapar un sollozo—. ¿Por qué esta noche? Usted prometió que sería esta noche.
—Shhh, Letty. —Sayre comenzó a llevarla hacia la puerta—. Todo va a estar bien. Debes retirarte… Le daré instrucciones a tu doncella para que te lleve una bebida calmante, pero creo que debes retirarte. —Ya estaban casi en la puerta, cuando lady Sayre lo agarró del brazo.
—¿Me acompañarás esta noche, Sayre? Más tarde… Aunque me quede dormida. ¡Tienes que venir! ¡Prométemelo! —La respuesta de Sayre fue acallada por el sonido de una puerta que se abría. El rumor de unas instrucciones impartidas a un lacayo fue todo lo que Darcy alcanzó a oír, pero no hizo mucho caso, porque su atención estaba puesta en otra cosa. Después del estallido de lady Sayre, todos los presentes miraron momentáneamente a lady Sylvanie, pero el interés del drama que estaban protagonizando los Sayre volvió a atraerlos. Aprovechando que la atención de todo el mundo estaba sobre la pareja, lady Sylvanie se retiró a la zona de la biblioteca que estaba en penumbra, mientras avanzaba con sigilo hacia la puerta.
¡Va a huir! Darcy estaba seguro y, en consecuencia, decidió actuar, cruzando rápidamente la biblioteca.
—Milady —le dijo con fingida solicitud—, no estará usted tan preocupada por los «rufianes» de Sayre que nos va a dejar, ¿o sí?
—N-no, claro que no —contestó, claramente molesta por la manera en que él había interrumpido sus planes—. Lady Sayre querrá que la acompañe mientras se prepara para descansar. Debo ir con ella.
—No me pareció que su presencia fuese la que ella deseaba tener esta noche. —Darcy enarcó una ceja.
—¡Le aseguro que sí, señor! —La ira de la dama aumentó—. Yo… yo se lo prometí.
—Ah, sí. Ella mencionó una promesa; una promesa que usted le había hecho. —Los labios de Sylvanie esbozaron una sonrisa de triunfo—. Pero milady, usted también me hizo una promesa a mí, prometió que sería «mi dama» esta noche. Ya tengo el objetivo en el punto de mira, por lo tanto, no puedo permitir que se marche.
—Pero, u-usted no ha entendido bien. —Lady Sylvanie hizo el esfuerzo de controlar el temblor de la voz, pero Darcy no pudo saber si se debía a la rabia o al miedo.
—¿Acaso algún hombre es capaz de entender? —replicó Darcy con astucia y luego suavizó la voz para insistir—: Vamos, lady Sayre está bajo los cuidados de su doncella y del resto de la servidumbre. Quédese conmigo y cuando haya ganado la espada, podrá ir a donde quiera. ¿O ya no tiene fe en su talismán… o en la fuerza de su deseo? —El desafío del caballero pareció atizar el fuego de lady Sylvanie, pero esa llama se enfrentó con una incomodidad que ella no pudo ocultar.
—¡Darcy! —La llamada de Sayre impidió que Darcy siguiera insistiendo. Al girarse hacia el salón, vio que Sayre ya estaba sentado a la mesa—. Estamos listos para comenzar, si eres tan amable. —Sin poder resistir la atracción del juego o la naturaleza de las apuestas, los otros caballeros habían tranquilizado sus conciencias con el miedo de sus damas y estaban otra vez reunidos alrededor de la mesa, para mirar la partida en primera fila.
—¿Milady? —Darcy le ofreció el brazo de una manera que indicaba que no aceptaría una negativa—. Parece que nuestra presencia es requerida con urgencia. —Se obligó a mantener el control para no revelar la fría incertidumbre que le oprimió el pecho al ver que ella vacilaba. Fletcher todavía no había vuelto y si Sylvanie se negaba a acompañarlo, sin duda se evaporaría y se refugiaría en el mismo rincón del castillo en el que se ocultaba su desaparecida dama de compañía. Una fugaz sonrisa fue el único indicio del profundo alivio que sintió cuando la dama puso la mano sobre su brazo.
—Señor Darcy —aceptó ella, pronunciando su nombre con cierta reserva y con la mandíbula apretada. Darcy la condujo a su silla, detrás de él y a su derecha. Le hizo una reverencia y luego se volvió hacia el grupo, hizo un gesto de asentimiento a Sayre y ocupó su sitio. Radiante a la luz de las velas, el sable español reposaba entre los dos, sobre la mesa, envuelto en la funda de seda que lo había protegido durante su viaje por el castillo. Al lado del arma estaba la bolsa de Darcy, prácticamente llena gracias a las ganancias de la noche.
—¿Comenzamos? —Darcy miró a Sayre a los ojos, sintiéndose muy complacido al ver que el otro se intimidaba. El hombre estaba muy nervioso. ¿Cómo no estarlo? Una turba exaltada avanzaba hacia su propiedad; la lealtad de sus empleados era incierta; sus finanzas estaban en bancarrota; sus familiares lo odiaban; sus tierras habían sido el escenario de actos viles y anticristianos; su esposa estaba destrozada en la habitación de arriba; y ahora, una de sus posesiones más valiosas reposaba sobre la mesa de juego. Por un momento, Darcy sintió hacia su oponente un sentimiento de compasión que tendió a suavizar su actitud, pero luego Sayre tomó las cartas y la expresión de codicia que se apoderó de su rostro una vez tuvo en la mano el instrumento de su propia destrucción sirvió de acicate a Darcy. Si Sayre estaba dispuesto a sacrificarlo todo por su pasión, que así fuera. Él guardaría su simpatía para aquellos miembros de la casa que la merecían. Se preguntó durante un instante cuántos de los criados podrían pedirle que se los llevara a Pemberley.