De nuevo le tocó el turno de Darcy. Manning obviamente tenía un juego mucho mejor que un primero de 40, pero a menos que tuviera un chorus, Darcy tenía una mano mejor. Sin mirar sus cartas, que todavía reposaban sobre la mesa, Darcy se inclinó hacia delante, puso tres guineas más en el centro y apostó otras cinco.
—Demasiado para esta mano —dijo Monmouth arrastrando las palabras y pasó. Chelmsford lo siguió. Sayre se mordió el labio y vaciló un momento, pero finalmente cerró el puño alrededor de sus monedas y pagó las cinco guineas de Darcy. Manning miró a Darcy y luego a Sayre. Cinco guineas más se unieron al montón, pero ni una más. Al no haber ninguna apuesta, la partida había llegado a su fin. Darcy dio la vuelta a su fluxus sobre la mesa. Más que ver la reacción de sorpresa de Fletcher, Darcy la percibió, pero no fue nada comparada con la reacción de los demás.
—¡Maldición, Darcy, una mano absolutamente perfecta! —Manning lo miró con asombro, mientras los demás exclamaron al ver las cartas y luego miraron a la dama por encima del hombro de Darcy.
—Excepto por un punto, Manning —lo corrigió Darcy, sosteniéndole la mirada.
—Excepto por uno —aceptó Manning, recogiendo las cartas para la siguiente ronda. Sayre se recostó contra la silla, con los ojos fijos en su hermana, mientras Trenholme le susurraba algo al oído de manera acalorada. Darcy se giró y le hizo señas a Fletcher, que sacó una bolsa del bolsillo de su chaqueta y procedió a tomar posesión de su parte de las ganancias. Monmouth se inclinó y dijo:
—¿Sabías de antemano que la noche sería buena que por eso has traído a tu ayuda de cámara para que te ayudara a cargar la bolsa, Darcy? —La pregunta tenía un tinte de malicia.
Darcy reprimió la mueca de disgusto que le produjo el comentario y decidió mejor tomar la ofensiva y contestar de manera seca:
—¿Llevas mucho tiempo lejos de Londres, Tris? Traer a la mesa de juego al ayuda de cámara es la última moda. El sirviente de lord… incluso le baraja las cartas. —Monmouth palideció al oír el sarcasmo, lo que le indicó a Darcy que su dardo había dado en el blanco sobre algo que sólo había sospechado después de leer la carta de Dy. «Un nido de víboras», había escrito Dy, «bellacos, bribones e idiotas». Bueno, ciertamente tenía razón. Casi siempre la tenía, ¡condenado hombre!
—¡Darcy, estamos esperando! —Sayre ya se había desembarazado de su hermano y le hizo un guiño a Darcy—. ¡Tu dama, señor! —Al ver la cara de desconcierto de Darcy, Sayre le señaló algo detrás de él—. ¡Preséntale los respetos a tu dama, Darcy, para que podamos seguir! —El caballero le lanzó una mirada a Fletcher, que abrió los ojos pero no hizo ninguna sugerencia. Con la mirada de todo el salón sobre él, se levantó, dirigiéndose hacia Sylvanie. Ella levantó una mano lánguida y la deslizó con suavidad entre las de Darcy.
—Usted me honra con su triunfo, señor —dijo Sylvanie con un tono que invitaba a tomarle más que la mano.
—A sus órdenes, milady. —Darcy le apretó los dedos un momento y se inclinó sobre su mano, pero no le ofreció ningún saludo más personal. Cuando se volvió a sentar, entre los caballeros se escuchó un clamor de decepción general, pero la actitud de complacencia con la que Darcy recibió las protestas hizo que los caballeros prefirieran no hacer más comentarios. Manning comenzó a repartir las cartas para la siguiente ronda.
A medida que transcurría la velada y el juego se ponía más interesante, las ganancias de Darcy fueron aumentando de manera significativa. No ganó todas las rondas, pero, en general, superó con creces a los demás en el número de monedas que Fletcher tuvo que recoger de la mesa. También logró enviar a su ayuda de cámara a hacer varios «encargos», pero Fletcher volvió todas las veces sin ninguna otra noticia acerca del niño perdido o las actividades de la criada de lady Sylvanie, que parecía haber desaparecido. Si querían descubrir algo, parecía que tendría que ser a través de Sylvanie y eso lo dejaba solo en semejante tarea.
Uno por uno, los otros hombres fueron abandonando el juego para dedicarse a flirtear con las damas o a observar la partida, que se había reducido ahora a Sayre, Manning y Darcy. A veces, Trenholme se sentaba con ellos, pero estaba tan nervioso al ver todo lo que su hermano estaba perdiendo y sentía tanto odio hacia su hermanastra que pronto regresaba a la mesa a servirse otra copa y luego le daba una vuelta al salón con pasos cada vez más vacilantes. Finalmente Manning pidió un descanso, al cual accedió Darcy con gusto. Se levantó y se estiró tratando de aliviar la tensión de sus músculos. Lady Sylvanie, que se había levantado durante la última ronda y había estirado las piernas dando una vuelta al salón, vino a buscarle y lo llevó hacia la ventana a la que él se había asomado hacía un rato. La luna estaba ahora en el cielo y brillaba, redonda y austera, como la dama que los antiguos habían imaginado.
—Hay luna llena —observó lady Sylvanie con voz suave—. Incluso ella está a nuestro favor esta noche.
—Señora —comenzó a decir Darcy, adoptando un tono lacónico—, ¿cuál puede ser el interés de la luna en la diversión demasiado mortal de esta noche? Sólo somos un grupo de hombres que juegan una simple partida de cartas.
—Los hombres nunca hacen nada «simple», señor Darcy. Ya lo entenderá usted… a su debido tiempo —respondió ella.
—Pero usted quería que yo viera la luna llena. ¿Por qué? ¿Tiene eso algún significado? —insistió Darcy. Si ella creía que eso era un augurio, una señal para actuar, tenía que saberlo.
—¿Acaso nunca ha oído que la luna llena bendice a los amantes a los que acaricia con sus rayos, señor Darcy? —Soltó una risa ronca—. Pero lo había olvidado, usted probablemente descartó hace años esa noción tan poco matemática.
El giro hacia el romanticismo no lo estaba llevando a ninguna parte, pensó él.
—No he oído ninguna mención a la espada de Sayre, milady. ¡Tal vez lo que quedará descartado esta noche son sus ideas! —Señaló con el dedo el pedazo de lino que tenía sujeto a la solapa. Lady Sylvanie apretó los labios, molesta, durante un momento, pero luego recuperó la compostura, esbozando una sonrisa forzada.
—Todavía no ha perdido lo suficiente, pero no falta mucho —dijo ella con convicción, mirándolo directamente a los ojos—. Usted ha visto a Trenholme, ¡cómo se pasea y se preocupa! En menos de una hora pondrá la espada sobre la mesa.
Darcy examinó el rostro de la dama, en busca de alguna señal que indicara que escondía un secreto más oscuro que la simple creencia en el contenido de un amuleto envuelto en lino y la fuerza de su propio deseo. Pero la mujer que tenía frente a él no se acobardó ante aquella atenta inspección.
—Venga —susurró ella finalmente—. Sayre está a punto de comenzar.