Darcy la observó con disimulo durante el transcurso de la cena. Al oír cualquier historia o comentario ingenioso, cada vez que levantaba la copa, su mirada se dirigía fugazmente en dirección a la dama, para descubrir siempre la misma mirada de majestuosa serenidad, tocada de vez en cuando por una débil y fría sonrisa. A pesar de todo lo que sabía, Darcy comenzó a dudar. Más tarde la miró abiertamente, mientras ella los deleitaba una vez más con su arpa. El dulce murmullo de la música de lady Sylvanie hizo que Darcy comenzara a cuestionar su propia memoria. ¿Era aquélla la misma mujer que lo había, desafiado de manera tan abierta en la galería y que luego se le había insinuado? ¿Realmente podía creer que esos dedos finos y flexibles que arrancaban de las cuerdas del arpa una música tan encantadora también eran capaces de realizar actos oscuros y violentos en una colina en medio de la noche? Las imágenes eran irreconciliables, Pero ¿en qué otra dirección podía apuntar la información que Darcy poseía?
—Bueno, ¿y no podríamos tener un poco de baile, milord? —preguntó Monmouth cuando lady Sylvanie dejó a un lado el arpa—. Con seguridad hay alguien entre nosotros que pueda tocar una danza con la suficiente destreza como para bailar. —Darcy no habría necesitado reprimir su gruñido de disgusto ante la propuesta de Monmouth, porque de todas maneras no se habría notado en medio de las exclamaciones de aprobación de las damas. Enseguida le pidieron a lady Chelmsford que se hiciera cargo de interpretar la música apropiada. Después de asegurarse de que la dama estaba de acuerdo, lord Sayre llamó a los criados para que despejaran el centro del salón y enrollaran las alfombras.
Darcy se levantó de la silla y se alejó de la entusiasta agitación de las damas, que se reían como niñitas mientras se alisaban las faldas y se ajustaban mutuamente las plumas de los tocados. Al encontrar a Monmouth y Trenholme al lado de la chimenea, no trató de ocultar el disgusto que le había producido la sugerencia de su antiguo compañero.
—Se me olvidó que no te gusta bailar —dijo Monmouth entre risas—, pero mira la alegría que ha causado entre las damas, amigo mío. —Hizo una pausa y todos miraron hacia el otro extremo del salón—. ¡Cuánta animación! ¡Cuánto entusiasmo! Como una bandada de aves exóticas, todas temblando ante la expectativa de probar sus alas con nosotros.
—Aves hembras, listas para provocar y después negar —dijo Trenholme sonriendo—. Encantado de complacerlas.
—Debemos complacerlas y aun así seguir siendo caballeros —dijo Monmouth, con sus ojos brillantes ante semejante expectativa a medida que inspeccionaba el salón—. Lo que significa, Darcy, que es necesario que apoyes el honor de tu sexo y bailes y coquetees con valor, ¡o dirán que somos unos tontos!
—Estoy seguro de que hay cosas peores —replicó Darcy, pero Monmouth se limitó a reírse.
—Si no pretendes fascinar a las damas, ¿entonces qué es lo que buscas exhibiendo ese nudo de corbata tan llamativo? —comentó Monmouth y se marchó al otro lado del salón. Trenholme lo siguió perezosamente.
¡Bailar! Darcy suspiró, olvidando por el momento el comentario de Monmouth acerca del nudo de Fletcher. Bueno, ante la ausencia de cualquier conversación inteligente, teniendo en cuenta que se trataba de un grupo que no se distinguía en modo alguno por su talento, tal vez el baile fuese, después de todo, un giro afortunado. Y aunque la ausencia de conversación interesante no se consideraba una falta en la pista de baile, la negativa a involucrase en coqueteos sí era considerada una falta grave. Darcy sabía que las damas esperaban recibir piropos y comentarios ligeramente insinuantes mientras se encontraban y se separaban de los caballeros en el transcurso de la danza. La simple idea de tener que prestarse a eso con las damas presentes lo agotaba. Dejó escapar otro suspiro, examinando el salón con fastidio. A decir verdad, la única pareja que llamaba su atención era la misma persona que, de acuerdo con sus sospechas, podía ser el cerebro de un inmenso y cruel fraude. De pronto se le ocurrió una idea. ¿No sería más fácil derribar las defensas de la dama por medio de atenciones que mediante una distancia sospechosa? Si daba la impresión de que Darcy había caído en la trampa de Sayre, ¿no sería más fácil averiguar algo más, algo que le ayudara a desenmarañar aquel perverso enredo de dolor, avaricia y temor?
El caballero volvió a mirar a las damas, que estaban comenzando a emparejarse con los caballeros. No fue difícil localizar a lady Sylvanie en la periferia del animado círculo, alejada de la excitación. Su dama de compañía había aparecido mientras Darcy estaba distraído y ahora estaba ayudando a su señora a arreglarse. La vieja jorobada levantó los brazos con dificultad y soltó un brillante mechón de cabello de las trenzas azabache de su señora, que cayó seductoramente sobre uno de los hombros blancos como la nieve, se enroscó sobre el pecho y acarició la cintura. Era obscenamente hermoso y, si no hubiese sido por la frialdad de los ojos grises con que lady Sylvanie miraba el salón, Darcy supo que Poole, Monmouth e incluso Manning comenzarían a cortejarla enseguida. Ellos no habrían podido contenerse si ella les hubiese lanzado la mirada que le estaba dirigiendo ahora a él. Lady Sylvanie lo atrapó íntimamente con aquellos ojos y él asintió para mostrar que aceptaba su invitación. El contacto se rompió sólo por un momento, cuando la criada la distrajo para pasarle algo que tenía en el bolsillo y que Sylvanie se metió con delicadeza entre la hendidura del escote.
¡Cuidado!, se advirtió Darcy, mientras Doyle le daba los retoques finales a su señora. Darcy se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta y sus dedos tocaron enseguida lo que él había depositado allí con anterioridad, en espera de un momento de necesidad como ése. Respiró profundamente y la vio en su mente. De forma curiosa, la serenidad que lo envolvió no fue la de la Elizabeth del baile en Netherfield, sino aquella cuyo hombro había rozado su brazo mientras compartían el libro de plegarias, y cuyos rizos él había hecho bailar con el aliento, mientras cantaban juntos esa mañana de domingo que ahora parecía tan lejana. Bondad y razón. Darcy avanzó, libre ya de la fascinación o, se juró, de la ilusión que provocaban esa belleza de ébano, esos suaves hombros blancos y esos ojos grises de hada.