Trató de encontrar una manera de responderle y, curiosamente, la conversación que había sostenido con la dama de compañía de su hermana, la señora Annesley, acudió, de repente, a su memoria: «El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección… Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia? «… "En todas las cosas interviene Dios para bien de los que aman"… "Dulces son los frutos de la adversidad" … No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy… debe usted buscar en otra parte».
—Milady —comenzó a decir Darcy de manera un poco tensa, tratando de repetirle a lady Sylvanie los proverbios de la señora Annesley, pero se detuvo al ver la angustia con que los observaba la señora Doyle desde el otro extremo. Entonces comenzó otra vez, en un tono más suave—. Señora, no soy el más indicado para hacer ante usted una defensa de las acciones de la providencia y le confieso que yo mismo las he cuestionado y continúo dudando a veces de su bondad e influencia. —Una mirada de triunfo se reflejó en los ojos de la dama—. Pero una mujer que sabe de esto más que yo —continuó el caballero—, y que creo ha sufrido mucho más que cualquiera de nosotros, me expresó recientemente su confianza en que todo lo que sucede es «para bien». —Lady Sylvanie comenzó a dar media vuelta, con un claro gesto de decepción en el rostro—. Usted se gira, pero hay más, señora.
Darcy estiró instintivamente la mano y la puso con suavidad sobre el brazo de la dama—. Yo he visto los felices resultados de esta convicción en su vida y, más importante aún, en la vida de mi hermana.
Lady Sylvanie se quedó muy quieta, mientras observaba atentamente el rostro de Darcy, pero éste no pudo saber qué era lo que buscaba. Luego, enarcando una ceja, dijo:
—Me alegra muchísimo que esa mujer y su hermana se hayan reconciliado con el trato miserable de la providencia. Pero usted, señor Darcy, ¿le sonreirá a la adversidad y dirá que una tragedia es «buena» sólo porque el cielo le dice que lo haga? —Dio un paso hacia él, con los ojos brillantes, de manera incitante, y luego susurró con tono seductor—: Yo sé cómo es. Lo que usted cree que debe decir delante de los demás, delante del mundo. ¡Pero usted no es tan estúpido!
En ese momento, Darcy se sintió impulsado a responderle de la manera que ella pretendía. La palabra No era tan simple, y ¿qué hombre no se apresuraría a declarar con toda contundencia que no era un estúpido? Instintivamente, Darcy también sabía que un No haría que la dama cayera enseguida en sus brazos, y su pregunta de aquella mañana sobre si ella podría recibirlo con gusto quedaría contestada. Los ojos de lady Sylvanie lo buscaron, mientras apoyaba su mano en el brazo del caballero; el aliento de la muchacha temblaba con pasión, y él, sin pensarlo, se acercó un poco más. Una cascada de placer sensual se abrió ante él cuando ella colocó la otra mano sobre su pecho y, con los labios entreabiertos, lo miró a los ojos.
—Señora —dijo Darcy jadeando, tanto a manera de advertencia como para expresar su placer.
—¡Señor Darcy! —La voz de Fletcher retumbo desde el otro extremo de la galería—. ¡Señor, señor Darcy! —La dama dejó escapar un chillido de rabia cuando Darcy levantó la cabeza y vio a Fletcher, acercándose rápidamente hacia ellos, mientras agitaba algo que llevaba en la mano—. ¡Señor, ha llegado una carta de la señorita Darcy!
Con la cara roja y la respiración acelerada, Fletcher llegó hasta donde estaba Darcy, agitando todavía el correo que llevaba en la mano. Entretanto, lady Sylvanie había retirado las manos y se había apartado unos cuantos pasos, para sumirse en una íntima y acalorada conversación con su criada. Después de lanzarles una rápida mirada a las dos mujeres, Fletcher se concentró totalmente en su patrón, haciendo una grotesca reverencia impropia de su carácter. La forma de levantar una de sus cejas al incorporarse dejó muy claro a su patrón que algo estaba sucediendo. Él aceptó la carta con una rápida inclinación de cabeza y la mente lo suficientemente despejada de los ardientes impulsos de los minutos previos como para agradecerle a Fletcher su extraña, pero oportuna, aparición, y le hizo señas para que esperara mientras miraba rápidamente la dirección.
La oleada de vergüenza y alarma ante lo que casi había permitido que sucediera se enfrió al instante y, al ver la dirección, Darcy miró a Fletcher con el ceño fruncido. El ayuda de cámara respondió a su mirada e hizo un movimiento casi imperceptible con los hombros. La dirección no había sido escrita por Georgiana. Se trataba de una letra de trazos mucho más decididos, que Darcy reconoció como la de Brougham. Volvió a mirar la carta. Él le había pedido a Dy que estuviera pendiente de Georgiana; así que no era extraño que su amigo hubiese podido sellar una nota de su hermana y acompañarla de un informe de sus cuidados. ¡Santo Dios! No habría pasado nada malo, ¿o sí? La bruma que parecía envolver sus procesos mentales hacía un momento se fue desvaneciendo a medida que se apoderó de él la preocupación por las noticias de Brougham.
—Milady, mil excusas. —Darcy se dio la vuelta para dirigirse a las mujeres que estaban detrás, pero, al hacerlo, le pareció difícil enfrentarse a la mirada de lady Sylvanie—. Como acaban de oír, ha llegado un importante correo con noticias sobre mi hermana. Les ruego que me permitan retirarme para concentrarme en su contenido a la mayor brevedad. —Al terminar la frase, Darcy había recuperado la compostura y ya fue capaz de mirar otra vez a la dama a la cara. Ella lo miró con majestuosidad, con la barbilla levantada y sólo una chispa de la pasión que había teñido sus rasgos hacía un rato.
—Por supuesto, la carta de una hermana debe recibir atención inmediata —contestó ella con gesto desdeñoso—. Confío en que tendremos el placer de su compañía durante la cena, independientemente de las noticias, ¿no es así?
—Es muy probable, milady. —Darcy hizo una reverencia—. Con su permiso. —La dama se inclinó, al igual que la criada, pero antes de que el caballero hubiese terminado de dar la vuelta para marcharse, alcanzó a ver que la anciana le lanzaba a Fletcher una mirada tan venenosa que Darcy frunció el ceño. Fingiendo que no había visto nada, llamó a su ayuda de cámara para que lo acompañara y los dos hombres salieron de la galería tan rápido como la buena educación se lo permitió.
—¿Cómo diablos me ha encontrado, Fletcher? —preguntó Darcy en voz baja, mientras recorrían el laberinto de pasillos hasta la habitación—. ¿Sabe usted cómo volver?
—Sí, señor —contestó el ayuda de cámara, y luego añadió con amargura—: Estos condenados corredores han tenido buena parte de culpa en mi tardanza de anoche, señor. Yo seguí a la vieja hasta esa misma galería, señor Darcy, ¡y ella no llevaba vela! Al menos no hasta que llegó a la galería. Luego sacó un candelabro, supongo que del bolsillo, que encendió ante la pintura ante la cual estaban ahora ustedes.
—¿El retrato del difunto lord Sayre, lady Sylvanie y su madre? —Darcy contuvo la respiración.
—Sí, señor, el mismo. —Fletcher se estremeció—. Fue una cosa muy extraña, señor. Ella levantó la vela tan alto como pudo y se quedó mirando al cuadro. Yo casi me quedo dormido esperando a que hiciera algún movimiento, pero me desperté cuando la vela se apagó de repente. No tenía idea de qué camino había tomado la mujer y tenía tanto miedo de que me descubriera que no me atrevía ni siquiera a respirar.
—Mmm —murmuró Darcy y le hizo señas a Fletcher para que caminara a su lado mientras seguían avanzando—. ¿Y cómo supo usted dónde estaba yo?
—Las sirvientas, señor.
—¿Ahora las sirvientas, Fletcher? —Darcy miró al ayuda de cámara con desaprobación.
—Las sirvientas son una fuente inagotable de información, señor. —Fletcher suspiró—. Porque, como el Creador, están en todas partes y la gente nunca nota su presencia. —Darcy enarcó las cejas—. Perdón señor —añadió rápidamente. Tras unos segundos de caminar en silencio, continuó—: Le prometo, señor Darcy, que me he comportado como corresponde.
—Confío en que así sea, Fletcher. —Darcy suspiró—. Por ahora tengo más razones para estar contento con su conducta que… ¡Fletcher! —Darcy se detuvo y metió dos dedos en el bolsillo de su chaleco, sacó los hilos de bordar y los agitó frente a la nariz de su ayuda de cámara—. Ha tomado esto de mi joyero para colocarlo en mi bolsillo, ¿no es así?
—Y-yo noté que usted los había dejado en el joyero, señor —tartamudeó Fletcher—. Como usted los había llevado en el bolsillo desde Hertfor… durante varias semanas. —Darcy notó que Fletcher evitó mencionar el nombre del condado, pero no dijo nada—. En medio de toda esta locura, pensé que deberían volver a su bolsillo, señor.
—¡Usted me dijo que no creía en hechizos, Fletcher! —exclamó Darcy con tono acusador. Al llegar a la puerta de la habitación, el caballero esperó a que Fletcher la abriera, y una vez que se encontraron protegidos por los muros de la alcoba, Darcy se dirigió hasta la ventana y rompió el sello de la carta, mientras el ayuda de cámara le acercaba una silla.
—Mire, señor. —Fletcher colocó la silla de manera que le permitiera a Darcy tener mejor luz—. ¡Y no creo en hechizos! Pero hay momentos en que, como dijo Shakespeare, «el paciente debe ser su mismo médico».
—¿Qué quiere decir? —Darcy levantó la vista con impaciencia de las cartas, mientras las alisaba contra la rodilla.
—Quiero decir, señor —Fletcher respiró hondo y se sumergió en un discurso que los dos sabían que podría costarle el puesto—, que los puse en su bolsillo para recordarle el «hechizo» muy distinto de otra jovencita. Una que ensombrece fácilmente a otras que se hacen llamar «señoras».
—¡Se atribuye usted demasiadas responsabilidades, Fletcher! —exclamó Darcy furioso—. Está llegando al límite de la insolencia. Y no tiene nada que decir sobre la mujer que se vaya a convertir en mi esposa, sea quien sea.
—Sí, señor Darcy. —Fletcher palideció ante la ira de su patrón, pero continuó—: Ya sé que he traspasado de forma imperdonable los límites de mis competencias. Pero desearía, verdaderamente, apreciar a la afortunada dama que usted elija y verlo a usted feliz, señor.
Con los labios apretados, Darcy miró a su ayuda de cámara con incomodidad.
—Tal vez yo no sea el único aquí que necesita el consuelo de una esposa —gruñó, esperando recibir una negativa rápida y contundente. Pero para su sorpresa, el ayuda de cámara se puso colorado y sonrió de manera estúpida.
—¿Ya lo sabe, señor? Yo había creído… Pero, claro… No, eso no puede ser. ¿Cómo, señor? —Resultaba insoportable ver los movimientos nerviosos de Fletcher mientras trataba de hablar.
—¿Saber qué, hombre? —gritó Darcy, sorprendido ante la extraña reacción de Fletcher y al mismo tiempo ansioso por terminar con aquella charla para poder leer sus cartas. Tal como había sospechado, había dos cartas y la de Georgiana reposaba entre la de Dy.
—Annie —dijo finalmente Fletcher, como si tuviera un nudo en la garganta—. Es decir, la señorita Annie Garlick, mi futura esposa, señor.
—¡Su futura esposa! ¿Se va usted a casar? —Darcy cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en la silla, observando a su ayuda de cámara con asombro—. Fletcher, ¿cuándo ha sucedido semejante cosa y quién es esa mujer?
—Justo antes de Navidad, señor. ¿Recuerda usted que me fui antes de Pemberley para invertir el regalo de lord Brougham? —Darcy asintió—. Bueno, señor, la «inversión» fue Annie. El regalo de lord Brougham me ha dado seguridad suficiente para permitirme sostener a mis padres, una esposa y una familia. —Guardó silencio un momento y carraspeó, luego echó los hombros hacia atrás con evidente satisfacción—. Ella respondió afirmativamente, señor Darcy, pero el feliz acontecimiento no tendrá lugar hasta que yo obtenga su consentimiento y su nueva patrona se case. Así que no había dicho nada, pues la dama no tiene de momento ningún pretendiente, señor.
—Entonces, ¿es una mujer de buen carácter? ¿Traerá usted a Pemberley una persona valiosa? —Darcy conocía el deber que tenía con su ayuda de cámara y también sabía lo que le convenía a sus propios intereses. Contratar a una criada de fuera era suficientemente arriesgado, pero traer como esposa a alguien de fuera podía ser desastroso para la tranquilidad doméstica de Pemberley.
—¡Del mejor carácter, señor Darcy! Una buena cristiana. —Fletcher parecía radiante—. Tan modesta como adorable, y usted mismo puede dar fe de ello.
—¿Yo? ¿Y dónde la he visto yo? —Darcy se enderezó en la silla, mientras se disparaban sus sospechas.
—En noviembre pasado, señor, en la iglesia de Meryton, aquel domingo. ¡Tiene que acordarse!