Un segundo después lady Felicia había desaparecido, para reunirse con las otras mujeres, pero la sensación de calidez de su mano y de la mirada que le había lanzado permaneció con Darcy. Luego dio media vuelta y abandonó el salón, pero se sentía tan aturdido que no pudo avanzar. No había esperanza de error o posibilidad de negarlo; lady Felicia había dejado muy claro que lo único que deseaba de él no era un flirteo amoroso. ¡Por Dios, pobre Alex! La idea lo dejó paralizado. Por eso no le resultó sorprendente que su primo hubiese estado a punto de liarse a puñetazos cuando Richard había lanzado aquella broma. ¡Alex lo sabía! ¿Acaso conocía la «propensión» de su prometida antes de proponerle matrimonio? ¡Seguramente no! Darcy apretó los labios mientras miraba hacia atrás por el corredor. ¿Cómo era posible que sus tíos se hubiesen dejado engañar de esa manera? Entrecerró los ojos. A todos los demás talentos de lady Felicia, había que añadir entonces el de ser una actriz consumada.
—¡Darcy! —Monmouth dobló la esquina de repente, en sentido contrario—. ¿Vienes, mi buen amigo? Ya te he reservado una silla. —Su antiguo compañero de cuarto se detuvo y lo miró con atención—. ¿Pasa algo? ¡Por Dios, tienes una cara!
Darcy miró a su compañero con contrariedad.
—N-no, Tris. Sólo ha sido un día muy largo.
—Ah, bueno. Claro, me refiero a que me alegra que no te pase nada malo. —Monmouth le dio unas palmaditas en el hombro—. Entonces, vamos. Será como en los viejos tiempos: tú y yo contra todos los demás ¿no es cierto? Aunque creo recordar que tú pasabas mucho tiempo con ese otro muchacho después de nuestro primer año. ¿Quién era? El que ganó todos los premios cuando nos graduamos.
—Brougham —contestó Darcy, mientras los recuerdos suavizaban su expresión.
—Ah, sí… ¡Brougham! Conde de Westmarch, ¿no es cierto? ¿Qué fue de él?
—Ah, todavía anda por ahí. Por lo general, se codea con el grupo de los Melbourne, pero nos vemos de vez en cuando. —En ese momento llegaron a la biblioteca y otro criado lujosamente ataviado les abrió la puerta.
—¡El grupo de los Melbourne! —silbó Monmouth—. Con razón no me sorprende que nunca lo haya visto. Mi padre me desheredaría si alguna vez me atreviera a…
—¡Monmouth, Darcy! —tronó la voz de Sayre alrededor de ellos—. ¡Daos prisa!
Darcy miró a su alrededor al entrar al salón, con más curiosidad por ver la biblioteca de Sayre que las mesas de cartas. Asombrado, miró a un lado y a otro de la estancia.
—Pensé que era tu biblioteca, Sayre.
—Y lo es, viejo amigo. —Sayre levantó fugazmente la vista de las cartas que estaba barajando.
—Entonces, ¿dónde están los libros? —Darcy señaló las estanterías vacías.
—¡Los vendí! —contestó lord Sayre—. Y obtuve una buena suma por ellos. ¿Quién habría pensado que alguien los querría lo suficiente como para pagar por ellos? —Soltó una carcajada—. Mejor tener el efectivo en mi bolsillo que todas esas rancias antigüedades que no me servían para nada en las estanterías.
—¡Los vendiste! Sayre, ¿acaso no había unos manuscritos muy antiguos entre la colección? —Darcy miró con asombro a lord Sayre.
—Es posible… es probable. Traje a un tipo para que los tasara y fue lo suficientemente tonto como para dejarme ver su entusiasmo con lo que había encontrado. Le saqué mil más. —Sayre comenzó a disponer las cartas—. ¿Comenzamos, caballeros?
La última carta se jugó a las tres de la mañana y Darcy salió contento por haber sido capaz de mantener su juego, a pesar de lo cansado que estaba, y haber terminado con una ganancia de veinte guineas. Aunque no había jugado tan bien como solía hacerlo, confesó mientras bostezaba y arrojaba las monedas de oro sobre la cómoda.
—¡Mmm! —resopló Fletcher, ayudándole a quitarse el traje—. ¡Un juego mejor del que lord Sayre esperaba, sin duda! Si me disculpa usted, señor —añadió rápidamente, antes de ir hasta el aguamanil para echar el agua caliente de la jarra.
—No, continúe, Fletcher —lo animó Darcy, tratando de contener otro bostezo—. Ya ha tenido usted toda una noche y espero que se haya formado algunas opiniones.
El ayuda de cámara volvió a colocar la jarra con cuidado, antes de girarse hacia su patrón.
—A lord Sayre le habría convenido prestar atención a los consejos del viejo Polonio, señor. Pues los hábitos de su señoría no sólo han embotado «el filo de la economía» sino que son una amenaza para todo su patrimonio.
Darcy asintió con la cabeza con gesto reflexivo.
—Hinchcliffe me dijo lo mismo antes de que saliéramos de Londres, y hoy he visto evidencias de eso con mis propios ojos. ¡Ha vendido toda su biblioteca, Fletcher!
—¿Su biblioteca, señor? —En el rostro del sirviente se vio reflejada una expresión de sorpresa moderada—. Eso tiene sentido. ¿Ha visto usted ya la galería, señor Darcy? Todos los marcos dorados han sido retirados, vendidos, según he podido comprobar, y han sido reemplazados por marcos de madera pintada.
—No es oro todo lo que reluce —pensó Darcy en voz alta, paseándose por la habitación. Al llegar a la ventana, se inclinó contra el marco y se quedó mirando la noche iluminada por la luz de la luna—. También vi su colección de armas y es realmente impresionante. Me atrevería a decir que está intacta.
—Sí, eso es cierto, pero según mis informaciones, es la única parte de las propiedades de lord Sayre, ya sea aquí o en Londres, que no ha sufrido saqueos.
—Mmm. —Darcy reflexionó sobre la información de Fletcher—. Sin embargo esta noche sacó una de sus espadas más valiosas y la jugó a las cartas. La cantidad que perdió no llegó hasta ese punto, pero… ¿Cómo? ¿Qué es eso? —Darcy se enderezó y aguzó la vista tratando de ver en la oscuridad.
—¿Señor Darcy? —Fletcher se reunió con su patrón en la ventana y alcanzó a ver una figura cubierta con una capa con capucha, que se movía rápidamente a lo largo de la pared del patio cerrado, antes de desaparecer de su vista.
—¿Un criado? —especuló Darcy.
—No, señor, no podía ser un criado, a juzgar por la caída de la capa. Parecía ser de buena lana y probablemente forrado. —Fletcher frunció el ceño—. Lamento admitirlo, pero desde este ángulo no pude distinguir con certeza si se trataba de la capa de un hombre o de una mujer.
A pesar de la curiosidad, Darcy ya no podía negar la necesidad de dormir; su siguiente bostezo fue tan grande que hasta Fletcher alcanzó a oír cómo le crujía la mandíbula. Estaba demasiado cansado. Era un milagro que no hubiese perdido hasta la camisa en el juego de esa noche. El resto de los descubrimientos de Fletcher tendrían que esperar hasta mañana. Darcy se quitó la camisa mientras caminaba hasta el aguamanil y se quitaba los zapatos. Después de finalizar su aseo, tomó el camisón de dormir de manos de Fletcher y lo mandó a descansar, con instrucciones de no molestarlo hasta el mediodía. La puerta apenas se había cerrado tras el ayuda de cámara, cuando Darcy apagó las velas y se deslizó entre las mantas de su magnífica cama. Tras acomodar las almohadas y las mantas a su gusto, se recostó con un suspiro.