Comenzó lentamente con movimientos clásicos que le ayudaron a calentar los músculos y fueron acelerando el ritmo de su corazón. Luego el ritmo y la complejidad de las fintas fue aumentando, hasta que la espada se convirtió sólo en una confusa sombra, mientras él avanzaba y retrocedía en su combate con un enemigo invisible. El arma respondía a sus más mínimos deseos, convirtiéndose en una extensión de su cuerpo. Darcy se exigió un poco más.
Gritos de «¡Bien hecho!» y «¡Buena exhibición!» fueron invadiendo lentamente su concentración. Era hora de terminar. Tras avanzar hacia su anfitrión, Darcy disminuyó la marcha, y haciendo una espléndida maniobra, lanzó el sable al aire. Lo agarró, se lo puso sobre el brazo doblado y le ofreció la empuñadura a Sayre, que lo miraba con ojos desorbitados. Lord Sayre tomó el arma después de hacer una inclinación, mientras el resto de los asistentes palmeaban a Darcy en la espalda y las exclamaciones de admiración resonaban contra los arcos de piedra del viejo arsenal.
—¡Demonios, Darcy! —exclamó Sayre, mirándolo con ojos sorprendidos—. Pensé que estos siete años habrían disminuido la velocidad de tu brazo. Desde luego, con semejante espada… —Dejó la frase sin terminar. Darcy volvió a ponerse la chaqueta y comenzó a abrochársela.
—Termina lo que ibas a decir, Sayre. «Con semejante espada…», ¿qué? —insistió Monmouth.
—Es sólo una idea. —Sayre no iba a permitir que lo apresuraran—. Tal vez te gustaría tener la oportunidad de adquirir el arma, ¿no es cierto, Darcy?
La pregunta disparó las sospechas de Darcy, así que contestó con indiferencia.
—¿Me la estás ofreciendo en venta, Sayre?
—¡Oh, no! ¡No en venta, Darcy! —Su anfitrión lo miró con malicia—. ¡Si quieres tener la espada, debes ganármela!
Los caballeros entraron en el salón de lady Sayre atraídos por el sonido de un dueto musical. Al ser el último en entrar, Darcy se detuvo en el umbral, porque la escena que tenía ante sus ojos había sido cuidadosamente planeada. Lady Felicia estaba sentada al piano, con la señorita Avery a su lado para pasar las páginas, mientras la señorita Farnsworth estaba detrás de ellas, acariciando con el arco las cuerdas de un violín. La música era dulcemente melancólica, un lamento popular, y con las intérpretes agrupadas con tanto encanto, resultaba ideal para deleitar los sentidos.
Era una imagen deliciosa, admitió Darcy mientras buscaba una silla. A pesar de ser un veterano en las campañas de salón, no era inmune a la belleza y la elegancia; y las damas presentes poseían ambas cualidades de sobra. Todas eran mujeres bien parecidas. Lady Chelmsford, la mayor, todavía era atractiva; y su hermana, lady Beatrice, parecía más bien la hermana mayor de la señorita Farnsworth y no su madre. Lady Sayre había sido declarada una «belleza» durante su primera temporada por los miembros de la alta sociedad que todavía tenían entrada en Almack y se le atribuía el hecho de poner de moda el pelo rojo. A pesar de que habían transcurrido seis años desde su triunfo y su matrimonio, sus oscuros ojos, su esbelta figura y aquellos labios gordezuelos y coquetos todavía eran más que capaces de producir estremecimientos en un hombre.
Darcy dirigió su atención a las damas más jóvenes. La señorita Avery, la hermana más joven de lady Sayre, era una copia de ella, pero en otro tono. También poseía el cabello Avery, pero imitaba a su hermano en el hecho de ver el mundo a través de unos ojos verdes como los campos. Pero la diferencia más obvia estaba en su manera de ser. Mientras que sus hermanos miraban el mundo con seguridad y complacencia, la señorita Avery lo hacía con tal timidez que uno podía pensar que no estaba muy segura de ser bienvenida. Esa inseguridad se veía exacerbada por la impaciencia que despertaba en su hermano y una desafortunada tendencia a tartamudear. Darcy notó que era una muchacha muy joven e impresionable. Estaba tan agradecida con lady Felicia por su intervención durante la cena que ya parecía adorarla y no podía despegar los ojos de ella.
En contraste, la señorita Farnsworth era una espléndida belleza, moldeada dentro de los patrones clásicos. Alta como su madre, se movía con una seguridad que daba testimonio de su reputación de ser una excelente amazona y cazadora. Una verdadera Diana, la señorita Farnsworth parecía como si acabara de salir de los bosques y los campos del Olimpo. En eso era un complemento perfecto para su prima. La celebrada belleza de lady Felicia era el resultado de la combinación entre la flor y nata inglesas y los ancestros noruegos. A la luz del sol o los candelabros, no importaba, su cabello tenía un magnífico aspecto dorado y sus ojos brillaban con el más claro tono azul. Cuando Darcy se concentró en la interpretación del piano, recordó lo encantado que se había sentido cuando habían sido presentados, hacía casi un año, y su posterior retiro de la corte de pretendientes, varios meses después. Lady Felicia era hermosa, de eso no cabía duda. Su gusto y su aire refinado eran exquisitos. Ella era la consorte perfecta para un hombre distinguido. Pero Darcy había renunciado a su lugar en la fila; ahora era la prometida de su primo, y aunque todavía podía reaccionar ante su belleza, Darcy se dio cuenta, de repente, que no lamentaba haberse apartado. Él quería una esposa y una señora para Pemberley, no una consorte, y en especial no una en la que no pudiera confiar cuando estaba fuera de su vista.
Lady Sylvanie era la única de las jóvenes que no estaba encantadoramente agrupada con las otras para la contemplación de los caballeros. Después de revisar rápidamente el salón, Darcy la encontró en un rincón, medio escondida detrás Trenholme, que le daba la espalda al salón. Era obvio que entre ellos se desarrollaba una acalorada discusión, pues Darcy reconoció enseguida los signos de un hombre al que le han tendido una trampa. Beverley Trenholme nunca se había distinguido por manejar sus emociones de manera estoica. Ahora se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como cuando estaba agitado, pero Darcy no podía culparlo, porque el vaivén le permitía ver intermitentemente a la dama. Mientras observaba el frío desprecio con que lady Sylvanie parecía escuchar las palabras de su hermanastro, Darcy recordó la primera impresión que había tenido al verla. Había pensado que era como una princesa de las hadas. Tenía el pelo negro, recogido en una trenza que le rodeaba la cabeza como una corona, aunque unos cuantos mechones oscuros se habían soltado y ahora jugueteaban delicadamente sobre su rostro etéreo. Sus ojos color gris humo miraban a través de Trenholme como si él no estuviera frente a ella, empeñado en demostrar su punto de vista. La mirada de la dama parecía fija en otra parte, más allá de su hermano o dentro de sí misma, Darcy no estaba seguro. Concluyó que no se trataba de un hada infantil, sino de las pertenecientes a esa clase de hadas temibles y más tradicionales, a las que los hombres deben tratar con precaución.