Darcy se levantó mientras Georgiana lo observaba con una expresión pensativa en el rostro. Cuando llegó a la puerta, volvió a mirar hacia atrás para dedicarle una última sonrisa; pero ella ya no estaba mirándolo. Estaba inclinada en una actitud tan contemplativa que, al verla, Darcy sintió un estremecimiento de inquietud. ¿Cuál había sido el efecto de sus palabras? ¿Acaso había preocupado a su hermana o la había decepcionado de alguna manera? Tal vez sólo estaba fatigada. En realidad, él había estado tan concentrado en los asuntos de Pemberley que no se había Preocupado por el bienestar ni la felicidad de su hermana. ¡Más bien era ella la que se había encargado de entretenerlo! Se dirigió a sus aposentos y tocó la campanilla, recriminándose por su negligencia. Al día siguiente se dedicaría a complacer a Georgiana, se juró mientras esperaba a Fletcher. Y como era domingo, los asuntos de Pemberley bien podían esperar.
Decidido a poner en práctica la decisión de ponerse a las órdenes de su hermana, Darcy se despertó a la mañana siguiente más temprano de lo acostumbrado. Mientras estaba acostado entre las almohadas y las mantas desordenadas, se preguntó si realmente habría dormido. Las evocaciones que había experimentado mientras Georgiana tocaba para él se habían reavivado y, peor aún, habían dejado expuesta esa parte de su corazón que él pensaba que ya había logrado controlar. En realidad, ya se había reconciliado con el hecho de que admiraba a Elizabeth Bennet. El marcapáginas de hilos de seda que guardaba entre su libro atestiguaba la veracidad de esa admiración. Pero el hecho de «verla» en su casa y el grado de satisfacción que esa imagen había despertado en él le hicieron darse cuenta de que su estado de indefensión era terriblemente peligroso para su paz futura.
—Muy peligroso —dijo en voz alta, como si quisiera reprender a su desbordante imaginación, demasiado evidente para Georgiana. Al menos parte de su distracción sí tenía origen en las fantasías relacionadas con Elizabeth, en la medida en que él había empezado a mirar todo lo que le resultaba familiar, todo lo que formaba parte de Pemberley, con los ojos de lo que se imaginaba que ella pensaría—. ¡Eso no está bien, señor!
Un ruido de cajones que se abrían y cerraban, procedente del vestidor, le hizo incorporarse de golpe. ¿Qué? ¿Por qué anda Fletcher por ahí tan temprano?
Decidido a levantarse, apartó las mantas, saltó de la cama y atravesó la habitación en silencio. Al abrir la puerta del vestidor, se encontró a su ayuda de cámara organizando su ropa, mientras una jarra de agua aromatizada con sándalo lo esperaba.
—¡Fletcher! —rugió Darcy, poniéndose la bata—. ¡Pues sí que se ha levantado usted temprano! —Hizo una pausa mientras reprimía un bostezo—. ¡Ya sé que siempre está pendiente de sus obligaciones, pero esto va más allá de una demostración de escrupulosa atención!
—¡Ejem! —Fletcher carraspeó y se puso colorado como un tomate—. Sí, señor. Con todo… Mmm… gusto, señor Darcy.
—¡Con todo gusto! ¿Está usted enfermo, hombre? ¡Dígamelo enseguida! No quiero que esté aquí atendiéndome, si debería estar en cama. Cualquier otro puede ayudarme.
A pesar de que hacía un segundo estaba rojo como un tomate, la cara de Fletcher palideció de repente.
—¡Oh, no, señor! ¡Estoy perfectamente bien!
Darcy lo miró con escepticismo.
—No lo parece. ¡Vamos, hombre, vaya a buscar algún remedio a la botica y no le dé más vueltas!
El consejo de Darcy hizo palidecer aún más a Fletcher.
—Le aseguro, señor, que no estoy enfermo y que la última mujer que quiero ver en el mundo es a Molly.
Aquella información hizo que Darcy enarcara las cejas enseguida.
—Pensé que usted y la mujer de la botica tenían cierto asunto entre ambos, Fletcher.
Fletcher suspiró.
—Molly tiene la misma opinión, señor, pero yo nunca le di mi palabra. —Fletcher se giró a mirar sus instrumentos de afeitado y los sumergió en el agua hirviendo—. ¡Ni le he hecho nada malo! —añadió de manera enfática—. ¡Nunca estuvimos solos, señor!
—Pero las cosas han cambiado, ¿no es así? —Darcy cruzó los brazos sobre el pecho, con una sensación de disgusto por el hecho de que ese tipo de cosas sucedieran entre sus empleados. Las peleas de enamorados entre los criados causaban tensiones que terminaban filtrándose al resto de la casa.
—Sí, señor, han cambiado.
—¿Y qué significa esta excesiva atención a sus obligaciones?
—Es «el monstruo de ojos verdes», señor. —Fletcher suspiró—. A todas partes donde voy me encuentro con la rabia de Molly, con sus amigos que me cantan las cuarenta o con otra mujer que sugiere que intimemos ahora que estoy «libre». ¡No tiene usted ni idea, señor Darcy!
—Creo que puedo imaginármelo. —Darcy resopló al tiempo que se sentaba en la silla para que Fletcher lo afeitara—. ¿Qué piensa que se puede hacer?
—Si me lo permite, señor Darcy, me gustaría irme de vacaciones un poco antes este año. Me gustaría viajar un poco antes de ir a ver a mis padres. —Fletcher miró a Darcy de manera furtiva, mientras le ponía unas toallas calientes alrededor del cuello.
—¿La generosidad de lord Brougham le está abriendo un hueco en el bolsillo, Fletcher?
Fletcher se volvió a poner colorado.
—No, señor. En absoluto, señor. —Tomó la brocha de cerdas de jabalí y la agitó vigorosamente en la taza—. Estoy pensando más bien en invertirla, señor.
Darcy frunció los labios pero no pudo seguir interrogando al ayuda de cámara, pues este comenzó a aplicarle la crema de afeitar sobre la cara. Mientras Fletcher afilaba la navaja, Darcy pensó si debería presionarlo más para conocer la razón de los extraños cambios de color en su semblante y su críptica respuesta.
—¿Tiene usted la bondad de levantar la barbilla, señor? —Fletcher se volvió hacia él con la navaja en la mano, listo para comenzar. Darcy se arrellanó en la silla, levantó la barbilla y, en esas circunstancias, decidió dejar el asunto como estaba.