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Chapter 83 - Capítulo 83.- Fragilidad natural I

De pie y solo en el banco propiedad de su familia en St…, Darcy recitó la plegaria del primer domingo de Adviento, con el libro de oraciones cerrado sobre el pulgar. La mañana había clareado con cierta lentitud y la neblina que surgía de la tierra cubierta de nieve parecía decidida a penetrar con su escasa luz. La bruma se metía, fría e inclemente, en los huesos, y parecía aferrarse a las propias piedras del santuario. Darcy sintió un escalofrío. Había estado a punto de no asistir a los servicios, pues su ánimo no había mejorado nada durante la noche, pero la costumbre lo sacó de la cama y, sabiendo que sus empleados se habían levantado temprano esperando que él asistiera a la ceremonia religiosa, se había vestido, había desayunado y se había marchado.

Con la levita verde oscuro abrochada hasta arriba para defenderse del frío, Darcy observó el magnífico lugar; la arquitectura y la decoración lo animaron a levantar la mirada hacia el techo abovedado y al esplendor de la luz que entraba por las grandes vidrieras de colores. Al bajar la vista, Darcy no se sorprendió al ver que, a pesar de que ese día representaba el primer domingo de las fiestas de Navidad, la iglesia no estaba llena. Rara vez lo estaba. Sólo algunas de las familias cuyos apellidos adornaban los suntuosos paneles, vidrieras o placas, se dignaban a honrar con su presencia al depositario de su generosidad. Sin embargo, ésa no había sido la costumbre de la familia Darcy. Y, aunque ahora estaba solo, mentalmente veía a sus progenitores sentados en el banco de al lado, sumidos en una serena reflexión.

Se anunció la lectura de la primera Escritura de la mañana y Darcy abrió el libro de oraciones en la página señalada.

«Con nadie tengáis más deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley…».

El sonido de los tacones de unas botas y el tintineo de una espada enfundada resonaron detrás de Darcy, distrayéndolo del texto. Al instante, fue empujado hacia el centro del banco por un hombre ataviado con una casaca roja.

—¡Dios mío, qué tiempo tan horrible! Pensé que te quedarías en casa hoy. Necesito hablar contigo —susurró el coronel Richard Fitzwilliam al oído de su primo.

—¡Silencio! —susurró Darcy de manera tajante, medio divertido y medio mortificado por la irreverencia característica de Richard. Luego hundió en el brazo de su primo una esquina del libro de plegarias, hasta que éste se rindió y lo tomó en sus manos—. ¡Mira… lee!

«… todos los demás mandamientos, se resumen en uno: amarás a tu prójimo como a ti mismo…».

—¡Maldición, Fitz! ¿Te parece que esto es «amar a tu prójimo»? —Fitzwilliam lo miró con gesto de reproche, mientras se frotaba el brazo dolorido.

—¡Richard, modera tu lenguaje! —murmuró Darcy—. Sólo lee… Aquí. —Señaló el lugar exacto y Richard inclinó la cabeza para poder leer, con una sonrisa en el rostro.

«… Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de desenfreno o embriaguez…».

—Eso deja fuera al ejército —señaló Richard de manera cómica, torciendo la boca—. A la marina también.

«… nada de lujuria y libertinaje…».

—Ahí va la nobleza.

—¡Richard! —exclamó Darcy con voz amenazante.

«… nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias».

—Eso último acaba con toda la clase alta. —Richard miró por encima del hombro—. Pero como no hay nadie en la iglesia, hasta aquí llega el sermón.

Darcy entornó los ojos y luego le dio un pisotón a su primo. Como recompensa por esa forma de estimular la piedad, Darcy recibió un codazo en el costado.

Los dos hombres se sentaron y Darcy se separó un poco de Richard. Otra sonrisa traviesa cruzó por el rostro del coronel y los dos dirigieron su atención al sermón del reverendo basado en el Evangelio de san Mateo, capítulo 21.

Cuando el buen reverendo llegó al pasaje en que el pueblo de Jerusalén comienza a extender mantos y ramas por el camino, Richard se deslizó un poco en el banco con los brazos cruzados y adoptó una postura que bien podía tomarse por una siesta. Darcy movió las piernas, puso las botas más cerca de los calentadores y trató de prestar atención al sermón, que se había alejado del texto y ahora derivaba al campo del discurso filosófico. Era más o menos el mismo tipo de llamamiento a la racionalidad y la moralidad de los intereses personales que Darcy había oído en innumerables ocasiones. El reverendo se lamentaba por la «debilidad de la naturaleza humana», mientras que apenas mencionaba las «caídas ocasionales y las sorpresas» de las pequeñas transgresiones de las cuales el hombre era heredero y que obedecían a la «fragilidad natural» que residía en el corazón de los hombres.

¡Fragilidad natural! Darcy se estremeció al oír aquella expresión que le resultaba tan familiar y se miró la punta de las botas, con los labios apretados en un gesto inflexible, mientras trataba de imponerle ese apelativo a sus propias experiencias a manos de cierta persona. Semejante ejercicio se vio traducido en una serie de implicaciones indeseadas. ¿Acaso debería aceptar dócilmente que la explicación —no, en realidad, la excusa— del comportamiento injurioso que George Wickham había tenido con su hermana Georgiana y con él mismo era la «fragilidad»? ¿Se esperaba que compadeciera a Wickham por su debilidad y lo ayudara? Un resentimiento tan amargo como frío volvió a encenderse en su pecho y comenzó a escuchar las palabras del reverendo con un oído más crítico.

—En esos momentos —decía el pastor— debemos recurrir a la clemencia infinita del Ser Supremo, que de ninguna manera nos somete a un juicio tan estricto que nos condene a la desilusión, sino que nos ofrece, por medio de Jesucristo, el bálsamo de una justicia divina moderada y racional. Si vuestro lema ha sido la sinceridad y vuestro credo la realización de vuestros deberes, entonces podéis descansar con justificada complacencia en la evidencia de vuestra vida.

¡Evidencia! ¿Qué placer podía brindarle a Wickham la evidencia de su vida? Con seguridad, ¡él había sobrepasado los límites de la clemencia! El resentimiento de Darcy se hizo palpable una vez más y una tenaz inquietud se deslizó por los límites de su certeza. Se recostó contra el banco y cruzó los brazos sobre el pecho, imitando la postura en que su primo dormitaba alegremente, pero sin perderse ni una sílaba del sermón.

—Y si estáis libres al menos de todos los grandes vicios —continuó el reverendo—, o habéis tenido sólo un desliz accidental, pero no caéis habitualmente en ellos, podéis felicitaros por ser inofensivos para el Creador y la sociedad en general. O si no es así —dijo y se aclaró la garganta con delicadeza— pero el balance está a vuestro favor o no es muy malo en general, cuando se sopesan con justicia vuestras acciones buenas y malas, teniendo en cuenta la fragilidad humana, podéis considerar con seguridad que habéis cumplido vuestra parte del contrato de la humanidad con el Todopoderoso y estar seguros de la recompensa.