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Chapter 80 - Capítulo 80.- Las heridas de un amigo IV

Darcy sacudió las páginas del Morning Post y volvió a doblar metódicamente el periódico antes de dar un último bocado a su tostada con mantequilla y finalizar su taza de café. Las noticias que se había perdido mientras estaba en Hertfordshire eran alarmantes y perturbadoras, los últimos disturbios públicos habían desplazado de las primeras páginas del Post los informes sobre el escándalo de Melbourne House y lo hacían desear con mayor intensidad la finalización de sus asuntos, para abandonar Londres y marcharse a Pemberley lo antes posible. Consultó su reloj de bolsillo; todavía faltaban tres cuartos de hora para que su agente de negocios se presentara en la biblioteca. Suspiró mientras devolvía el reloj a su lugar, pensando que la alarma por el levantamiento de los tejedores de las Midlands no era, ciertamente, la única razón de su inquietud por su situación en Londres; claro que tenía razones más personales.

Empujó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió a la ventana para mirar el césped de Grosvenor Square, blanco ahora por la nieve. Los árboles del parque parecían oscuros centinelas contra la blancura, excepto por las ramas más altas, cuyos dedos fibrosos estaban delicadamente cubiertos de hielo y brillaban con el sol de la mañana. Darcy respiró hondo y dejó salir el aire lentamente, llenando de vapor uno de los helados cristales de la ventana, que enseguida se cubrió de hielo. Pasó el dedo por el hielo e hizo el dibujo de un pequeño Punch. ¿Cuántos años hacía que no le dibujaba a Georgiana figuras sobre el hielo? ¿Diez? Estaba seguro de que eran al menos diez.

Cerró el puño y con el dorso de la mano borró el payaso, mientras terminaba de revisar los resultados de su campaña hasta ahora. No, las cosas que lo ataban a Londres le dolían intensamente, pero sin importar la forma en que analizara el problema, estaba atrapado entre sus promesas a la señorita Bingley y su propia preocupación por su amigo. Estaba obligado a concluir el plan.

La reunión con su agente de negocios resultó ser, afortunadamente, muy corta, y Darcy quedó por fin libre para dedicarse a la única actividad de esa corta visita a la ciudad que había anhelado con placer: elegir los regalos de Navidad para su hermana. Mientras James y Harry, bien envueltos en abrigos y bufandas, discutían en el pescante sobre la mejor ruta hacia Piccadilly, dada la nevada que había caído aquella mañana temprano, el caballero dedicó su atención a pensar en las próximas fiestas y todas las responsabilidades que le esperaban. Tanto el señor Witcher en Londres como el señor Reynolds en Pemberley habían recibido dinero para comprarles regalos a los sirvientes que tenían a su cargo. Hinchcliffe sólo había aceptado para sí mismo una impersonal bonificación anual de vacaciones, que a estas alturas, según sospechaba Darcy, ya debía de haber convertido en una importante reserva. También el regalo de Navidad de Fletcher había sido siempre el mismo: los gastos del transporte hasta la casa de sus padres en Nottingham durante una semana y una pequeña suma para alegrar los corazones y la vida de sus ancianos progenitores. Una suma bastante moderada ese año, si se tomaba como referencia el tributo que le había mandado Dy y que había llegado esa mañana. Darcy resopló, mientras el coche se detenía frente a Hatchard's. Harry abrió la puerta y bajó la escalerilla casi enseguida.

—Será una tarde fría hoy, señor Darcy —dijo el cochero, estremeciéndose a pesar del abrigo y la bufanda que llevaba encima.

—¡Así es, Harry! Dígale a James que mantenga a los caballos en movimiento y usted venga conmigo.

—Gracias, señor. ¡James! —Harry se dirigió al pescante, impartió las instrucciones oportunas y se apresuró a seguir a Darcy al interior del establecimiento. La campana de la puerta sonó alegremente cuando entraron, lo que atrajo la mirada del señor Hatchard, que se encontraba tras el mostrador.

—¡Señor Darcy, qué placer verlo, señor! —Se acercó a ellos. Antes de devolver el saludo, Darcy hizo una señal a Harry para que se retirara al cuarto donde esperaban los cocheros—. Y ¿qué le han parecido los volúmenes que le envié a Hertfordshire? Confío en que hayan llegado bien.

—Sí, es usted muy amable, Hatchard. ¿Hay algo más en esa línea?

—No, señor, ni siquiera un rumor. Wellesley se encuentra en sus cuarteles de invierno en Portugal, ya sabe. Tal vez, entre las fiestas y los bailes, alguien encuentre tiempo para garabatear unas cuantas líneas. Estoy esperando una cantidad de manuscritos que deben llegar en primavera y ciertamente lo mantendré informado.

—¡Muy bien! Hoy estoy buscando algo para la señorita Darcy. ¿Tiene alguna sugerencia?

—¡La señorita Darcy! Ah, hay muchas cosas, a pesar de lo que piensa el señor Walter Scott. —El señor Hatchard llevó a Darcy a una pequeña estancia amueblada con una mesa y sillas. Pocos instantes después depositó delante de él un montón de libros. Darcy hojeó las obras seleccionadas, frunciendo el ceño al revisar la mayoría. Tras elegir The Scottish Chiefs (Los jefes o caudillos escoceses) de la señorita Porter y el último volumen de Tales from Fashionable Life, de la señorita Edgeworth, los dejó sobre el mostrador para que los empaquetaran y se metió por un pasillo para echar un vistazo a las estanterías.

—¡Darcy! ¡Vaya, Darcy, qué suerte! —Darcy levantó la vista del estante que estaba revisando y vio que «Poodle» Byng venía hacia él, con su característico acompañante canino trotando detrás.

Ya empezamos. Darcy lanzó una mirada de súplica al cielo.

—Darcy, viejo amigo, ¿qué era ese nudo que llevaba usted anoche en Melbourne House? Una cosa endemoniadamente complicada. Dejó a Beau Brummell en un terrible estado de irritación durante el resto de la noche. Por eso arremetió contra el chaleco del pobre Skeffington, ¿lo sabía? —La sonrisa cordial de Poodle se transformó en una sonrisita de indeseable intimidad mientras continuaba—: Alguien me dijo que se llamaba el roquefort, pero yo le dije que no lo creía. «No es el roquefort», dije yo. «El roquefort es un queso, cabeza de chorlito». Fue Vasingstoke el que lo dijo; todo el mundo sabe que su poni le dio una coz en la cabeza cuando montó por primera vez. «El roquefort es un queso», dije yo, «y le apuesto a cualquiera a que Darcy nunca llevaría un queso alrededor del cuello», ¿no fue así, Pompeyo? —Poodle se dirigió a su perro, que ladró a modo de respuesta. Con firme convicción, los dos dirigieron sus ojos expectantes hacia Darcy.

—No, Byng, tiene usted razón. Es el roquet. Y, por favor —se apresuró a continuar—, le ruego que no me pida instrucciones. Es una creación de mi ayuda de cámara. Sólo él puede hacerlo.

—¡El roquet! Aja, espere a que se lo cuente a Vasingstoke. «Fuera de juego», ¿no es así? Bueno, no es de sorprender que Brummell quedara de tan mal humor. Pero lo único que le pido es una mínima indicación. No quiero competir, imagínese; sólo molestar un poco a Brummell.