Como un mago real, Amund había perdido la cuenta de cuántas veces había entrado en este glorioso palacio.
El liso suelo de mármol era tan limpio que podía ver su propio reflejo. Sus alrededores estaban decorados con una lujosa araña de cristal. Las luces brillantes y las suaves daban una sensación de calidez y comodidad. Una pizca de aroma se extendía por doquier, generando una atmósfera acogedora y pacífica. La gruesa puerta de madera de atrás se cerró lentamente e hizo eco de un sonido profundo, pero Amund no mostró la más mínima expresión de nervios. Sonrió, se arregló su túnica roja, caminó hacia la joven que estaba echada en el sofá de terciopelo e inclinó la cabeza.
—Su Alteza.
—Hola, Amund —Lydia estaba acostada perezosamente con los ojos medio cerrados, viendo al anciano que tenía en frente y sonriendo—. Espero que no me culpes por llamarte cuando estás ocupado.