Año 1834.
La redonda luna dorada emitía luz mientras las nubes pasaban, algunas intentando esconderla sólo para ser alejadas por el viento. Era una noche cualquiera para los aldeanos que vivían entre Valeria, el Imperio del Oeste, y Mythweald, el Imperio del Sur, cerca del banco de un río. Cada imperio tenía sus propias villas y pueblos. Sin embargo, aún no se decidía a qué imperio pertenecería este territorio específico.
Lámparas y linternas ardían en las pequeñas casas mientras el bosque que les rodeaba se había vuelto oscuro tras el anochecer. En una de las casas, una pequeña niña de seis años vivía con sus padres, y ahora acariciaba a un recién encontrado conejo que había recibido de su padre. Era frecuente que viera a estos pequeños animalitos peludos saltando en el bosque, pero nunca había tenido la oportunidad de acariciar a uno. Acariciaba su pelo blanco cuando escuchó el llamado de su madre.
—¡Cati! —su madre la llamó con la voz llena de pánico.
La pequeña se levantó de su lugar, cargando al conejo en sus brazos, y salió de la habitación para encontrar a su madre, que parecía asustada observando detrás de la puerta.
—Cariño —dijo su madre agachándose para encontrar el rostro de la niña—, quiero que te quedes aquí, cierres la puerta, y no la abras hasta que papá o yo vengamos a buscarte.
—¿A dónde vas? —preguntó la niña mirando a su madre con una expresión interrogante.
Al mismo tiempo, el estridente grito de una mujer sonó afuera, haciendo tanto a la madre como a la hija mirar la ventana. La preocupada madre tomó el rostro de la niña en sus manos para llamar su atención.
—Cati, cariño —susurró suavemente a su hija—, recuerda que papi y mami siempre te amarán. Cuídate, hija —dijo con los ojos inundados de lágrimas, besando la frente de su hija.
Sabía que no tenía tiempo de explicar, e incluso si lo hacía, ¿será que la niña lo entendería? Cati había crecido con mucha ternura y amor. Estaba una edad en la que el joven capullo se convertiría en una hermosa flor, pero el destino era inevitable. Lo que no sabía era que algo más peligroso se dirigía hacia ellos. Alguien golpeó fuertemente la puerta mientras el área se llenaba de gritos de hombres y mujeres.
—¡Escóndete! —gritó la mujer, y la pequeña se apresuró a ocultarse bajo la cama.
La niña sabía que algo malo sucedía y quería saber qué era, pero su madre le dijo que se escondiera. Los gritos fuera de la casa y el fuerte golpeteo en la puerta la asustaron y acercó al animal a su pecho.
Entonces escuchó el sonido de la puerta de la habitación, seguido de un silencio ensordecedor. Cati salió de su escondite para asomarse al pasillo, pero se confundió al ver a un hombre que sostenía a su madre, enterrando sus dientes en el cuello de la mujer. Un pequeño hilo de sangre salía de la esquina de su boca mientras bebía la sangre de la mujer.
—¿M-mami? —llamó a su madre, que parecía sin vida. No había sonrisa en su rostro y sus ojos se veían vacíos. Su madre había muerto y sólo era un pedazo de carne.
Escuchándola hablar, el hombre que bebía su sangre dirigió su mirada a la niña de pie en la puerta. Lamiendo sus labios, lanzó a la mujer al suelo y observó a la niña frente a él con una expresión frenética. Sus brillantes ojos rojos se llenaron de emoción al pensar en la presa fresca de pie frente a él.
—Una niña es un placer para un vampiro —dijo el hombre, viéndola correr a la otra habitación. Pero él fue más rápido—. Un humano indefenso bajo la lástima de un vampiro. No sería así si tu raza nos hubiera escuchado, pero mira lo que se buscaron. Voy a disfrutar beber tu dulce sangre.
Cati no dijo nada pero retrocedió; sus manos temblaban de miedo. Estaba acorralada y no tenía a dónde ir. Cuando el hombre se abalanzó hacia ella, cerró con fuerza sus ojos esperando el golpe, pero nada sucedió excepto por el sonido de un chasquido en el aire y un golpe seco en el suelo. Al abrir lentamente sus ojos, vio que el hombre yacía en el suelo. Al mirar hacia arriba, se encontró con un par de oscuros ojos rojos, diferentes a los del hombre del suelo.
Ambos intercambiaron miradas, una con una expresión de miedo mientras el otro observaba con curiosidad, analizando el animal en sus manos. Cuando el hombre alto dio un paso al frente, la niña habló: —Por favor, no lo mate —susurró, sosteniendo el conejo cerca de su pecho.