Aunque los dos soldados del Ejército de Rui Lin eran despiadados, sabían exactamente lo que estaban haciendo. Aunque los golpes de las paletas le despedazaban la carne y le rompían los huesos, no permitieron que Ning Xin diese su último aliento. ¡El castigo completo de cien golpes de paletas y treinta latigazos debía ser infringido en su totalidad, y no permitirían que Ning Xin escapara a ni un solo golpe!
A pesar de lo venenosa que era Ning Rui, él seguía sorprendido por lo que veía. Miraba con pánico a Ning Xin, cuya parte inferior de su cuerpo ya era una masa sanguinolenta, incapaz de creer que era su bella hija, quien estaba tendida en el suelo.
Quería seguir adelante, pero estaba acobardado en total sumisión y sólo podía mirar con sus propios ojos como Ning Xin sufría bajo la implacable paliza.