Han Sen pensó que la isla sería algo así como un paraíso virgen, como el Jardín del Edén. Lo imaginó como un lugar de puro esplendor y belleza intacta, pero esa imagen fue rápidamente borrada cuando sus ojos finalmente vieron su destino.
Los árboles eran poco más que palos desnudos, zigzagueando desde el suelo sin sus hojas, que yacían dispersas en el suelo, negras y muertas. El paisaje en sí parecía como si estuviera totalmente compuesto de barro, donde la hierba tenía miedo de crecer. Era como un vulgar pantano, cargado de zanjas y pantanos que picaban y estaban llenos de cadáveres podridos.
A la mente de Han Sen le resultaba difícil comprender cómo un fruto sagrado podía crecer en un lugar así, especialmente uno que tenía requisitos tan sensibles y puros para una recolección exitosa. La Emperatriz del Loto llevó a Han Sen a ese miserable lugar como si nada estuviera mal.