El grupo caminó por unos días más en el santuario, dejando atrás las tierras frecuentemente visitadas por los humanos. En poco tiempo, Han Sen y Cero se encontraron parados ante los aleros de un bosque frutal. Los árboles tenían unos treinta o cuarenta metros de altura y sus troncos eran enormes. Entre las ramas de los árboles había frutas negras, cada una del tamaño de un puño. Han Sen tomó una y la abrió. Fue bastante difícil de cortar, y cuando la fruta se abrió, dejó escapar un olor apestoso y nauseabundo.
Después de recorrer unos pocos cientos de kilómetros se confundieron, pues aún se encontraban dentro del bosque y pensaron que lo atravesarían rápidamente. Sus mentes lucharon por comprender qué tan grande y extenso resultaba ser ese bosque.
Con el zorro plateado allí, ninguna criatura perturbó o molestó su viaje. Pero pronto, Han Sen notó que Cero estaba empezando a verse cansada. En respuesta, decidió que era hora de descansar y estableció un campamento.