Los Tres Reinos: la concepción
La rebelión era la única manera de ganar, la única forma de derrocar al viejo mandato de su padre y de llevar a la gloria al reino. Sin embargo, para conseguir algo tan grande y casi imposible, era necesario sacrificar su libertad, su identidad y su propio origen. Ishtar Astaroth, ex-Príncipe al Trono, había encontrado al primer peón en su plan maestro por engrandecer a su pueblo, y esa pieza era nada menos que el hijo adoptivo del ex-líder de la rebelión: Samael.
Por una parte, Astaroth conocía las reglas del juego, y no tenía problemas para compartir el poder con otros; de hecho, eso estaba bien. Él no deseaba un trono de una raza podrida y decadente; lo que él deseaba era preparar a los demonios para la guerra más devastadora y violenta que nunca antes se había experimentado. Y sus enemigos, quienes fueran capaces de openerse a su reino, se verían obligados a entrar en esa batalla infinita y complaciente.
Quizá, todo habría resultado perfecto, pero Astaroth había encontrado algo increíble e imposible de concebir: a una creatura tan poderosa como el mismísimo Creador, capaz de arrebatar la Vida de naciones enteras y hasta de perjudicar a la Muerte con sus poderes. Un ser divino que abriría las puertas al camino de la destrucción imparable. Aunque, para obtener su ayuda, Astaroth tendría que destrozar a sus propios aliados, y hacer guerra contra su propio elegido: Samael. Pero valía la pena, o eso se repetía el demonio, pues sólo así el Infierno comandaría la batalla final de todos los tiempos y se encargaría de arrastrar a sus oponentes en un caos impredecible.