La Filosofía de la Estatua
Existe una corriente silenciosa, una ideología que nadie enseña porque se aprende sola, a través del dolor y del olvido. Se llama La Filosofía de la Estatua. Es la lenta petrificación de la voluntad, la transformación del alma viva en piedra fría, inmóvil, y con la boca bien cerrada. Uno no elige ser estatua del todo, aunque crea haberlo hecho. A veces es la vida quien talla, quien golpea hasta inmovilizarte en un rincón donde todo se oxida menos el recuerdo del movimiento.
Aislado por miedo, por cansancio, por heridas que ya no cierran, el individuo que cae en esta filosofía observa la vida como un fantasma, no participa, no altera nada. El reloj no se detiene; el mundo sigue desmoronándose sin pedir permiso. El cuerpo duele en lugares que antes no conocías, la mente se convierte en un campo baldío, caliente, donde las ideas se marchitan antes de nacer. Cada día, uno se convierte un poco más en una sombra sólida, en un peso muerto, en una estatua olvidada en medio de una ciudad en ruinas.
Los ancianos conocen esta filosofía mejor que nadie. Son los maestros invisibles de esta doctrina silenciosa. Abandonados en camas de hospitales o en asilos donde el aire huele a medicamentos vencidos, sus cuerpos apenas logran sostenerse. La movilidad se vuelve un lujo impagable. Entonces solo queda mirar, o cerrar los ojos. Los minutos se estiran como torturas medievales, la estatua no llora, sus lágrimas ya se secaron en el polvo de tantas despedidas.
Para ellos, la quietud no es elección sino condena. No es que deseen ser parte del mobiliario, sino que sus cuerpos y su entorno los han empujado hacia allí. El olvido duele más que la soledad, más que el dolor físico. Se vuelven decoraciones humanas de espacios fríos, cargados de ecos de vidas que ya no están. El único movimiento es el lento, casi imperceptible desmoronamiento de su propio ser.
En otro rincón de esta filosofía existen los condenados al silencio absoluto, los que caen en coma. Son estatuas perfectas, vegetales, atrapados en un ciclo sin tiempo donde el cuerpo sigue, pero el alma flota en un limbo que ni siquiera el amor puede penetrar. Sus cuerpos se convierten en recordatorios incómodos de lo que era la vida, y sus seres queridos se consumen en preguntas que nunca tendrán respuesta.
La estatua en coma no piensa, no siente, o quizá siente demasiado pero no puede expresarlo. Son cárceles de carne, cada fibra, cada célula, atrapada en un abismo donde el único testigo es el silencio ensordecedor. No es la muerte, pero tampoco es la vida, es ese espacio intermedio donde incluso la esperanza se convierte en una maldición.
La Filosofía de la Estatua enseña que el tiempo no necesita correr para destruir. Solo basta la inmovilidad, no importa si es por elección, enfermedad, abandono o accidente, La vida no se detiene a contemplar al que se queda atrás a los ojos del mundo, las estatuas dejan de importar el día que dejan de moverse. Pero para ellas, cada segundo pesa como una eternidad, cada respiración es un esfuerzo heroico que nadie ve.
Dentro de esta filosofía no hay héroes, no hay redención. Solo existe la cruda decadencia, el arte de no ser. La estatua aprende, al final, que no siempre se necesita morir para ser olvidado. Basta con estar quieto, inmóvil, mientras todo alrededor, y dentro, de si, se descompone lentamente, como una fruta podrida que aún conserva su forma.
Y sin embargo, en esa inmovilidad hay una especie de brutal honestidad. La estatua no miente, no pretende. Es lo que es, un testigo silencioso de la inevitable caída de todas las cosas. Su enseñanza final es sencilla y cruel todo lo que alguna vez se movió, todo lo que alguna vez se soñó, acabará detenido, convertido en polvo, tragado por el mismo olvido que ahora lame sus pies de piedra.
Aceptar esta filosofía no es rendirse. Es reconocer la verdad que todos niegan mientras corren de un lado a otro, que en algún momento, todos nos convertiremos en estatuas. Y entonces, solo quedará observar cómo el mundo continúa pudriéndose sin nosotros.
Con el tiempo, incluso el dolor deja de importar. Te acostumbras a los crujidos de tus huesos, a las heridas abiertas en el alma. La tristeza ya no se siente como un golpe, es más como un eco lejano, como un zumbido persistente que apenas notas. El terror a desaparecer se convierte en una certeza tranquila. Sabes que ya estás desapareciendo, aunque sigas respirando.
Los espacios se vuelven cárceles, pero también refugios. El cuarto donde estás detenido es tu prisión, sí, pero también tu único mundo. Cada objeto adquiere un peso simbólico, la silla, la ventana, la cama, las grietas en el techo. Tu mente se fusiona con ese espacio. Eres parte del decorado. Una pieza inservible del escenario de un teatro olvidado.
En algún punto, hasta los pensamientos se vuelven débiles, algunas veces incoherentes, y sobre todo, influenciando a qué te lastimes. Pensar se convierte en un desgaste inútil, soñar es una traición dolorosa, solo queda existir, como una piedra en el fondo de un río, sin esperar, sin querer, sin necesidad de ser otra cosa. La vida se convierte en un acto de paciencia, hasta que la casualidad acabe con tu sufrimiento, si es que no lo alarga de mas. Un tic nervioso que el universo todavía no se ha molestado en apagarte.
Dejar de pedir explicaciones, abandonar las súplicas, renunciar a toda ilusión de movimiento. Enseña a aceptar que, tarde o temprano, la inmovilidad alcanza a todos, y que no hay gloria en la resistencia.
Así lentamente aceptas que no hay más que hacer, no hay más que mirar, mientras el polvo se asienta sobre ti, mientras las telarañas conquistan tus ángulos, mientras tu nombre se vuelve irrelevante hasta para ti mismo. El destino de todo ser viviente es petrificarse ante su propio olvido, esa es la última verdad. Esa es la Filosofía de la Estatua.
Escrito por:
PØØL DARKØ.