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El Heraldo de la Duda

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Chapter 1 - Capítulo 1: La grieta bajo Níveus

El sonido de las campanas sagradas se mezclaba con los gritos. Caelum corría, descalzo, con la túnica empapada en sangre —suya o de otro, no sabía. Detrás, las luces de los custodios giraban como lanzas. No eran llamas. Eran haces de Fe. Pura, violenta, sin misericordia.

Cada paso lo alejaba del Templo de la Luz, pero no de sus preguntas.

¿Por qué lo perseguían? ¿Qué había hecho mal?

Sus pies golpeaban el mármol resquebrajado de la Plaza de Oración. Un lugar que alguna vez fue sagrado, ahora vacío, como si el Cielo hubiera dejado de mirar. A su alrededor, estatuas de santos caídos y ángeles con las alas rotas. No por el tiempo, sino por algo más reciente. Por algo que comenzó con él.

Caelum cayó de rodillas. Su cuerpo temblaba. Su pecho ardía.

La Marca en su piel —una espiral oscura sobre su corazón— latía con fuerza, como si fuera un corazón ajeno al suyo.

Y entonces, el suelo bajo él... colapsó.

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Despertó entre ruinas. No recordaba cómo había llegado tan profundo bajo el templo. Rocas, escombros, símbolos antiguos en las paredes. Allí, en esa oscuridad enterrada, el silencio era más honesto que las oraciones que había repetido toda su vida.

Recordó la ceremonia.

Recordó las palabras vacías, las miradas temerosas de los instructores.

Recordó cómo, al recitar el cántico final de la Vigilia, la Fe no se elevó al Cielo. Se condensó en él.

Los demás no lo notaron al principio. Pero los custodios sí.

«La Fe no se canaliza hacia abajo», le habían dicho alguna vez.

La Fe debe ascender. Alimentar la maquinaria celestial.

Pero su cuerpo... su duda... lo había convertido en una ruptura en el sistema.

—No soy un pecador —murmuró—. Solo… no creo igual que ellos.

Un sonido metálico lo interrumpió. No un guardián. Algo más viejo.

Un salón se abrió ante él, oculto tras una pared agrietada. No era un santuario, sino un archivo. Escrituras antiguas flotaban suspendidas en orbes. Mapas del flujo de Fe entre las ciudades. Dibujos de personas como él: portadores de Marcas inversas. Anómalos. Abominaciones.

Instrumentos de una verdad prohibida.

Caelum alargó la mano. Tocó un espejo ennegrecido. Una imagen se encendió: templos recolectando Fe como granjas; ángeles no como guías, sino como auditores de energía espiritual; humanos reducidos a nodos de poder.

Y entonces, lo supo.

El Cielo no era un reino de amor. Era una red de consumo.

Su cuerpo se estremeció. La Marca ardía. La Fe dentro de él ya no era obediente, ni pura. Era una mezcla de creencia y rabia, de amor y traición. Era suya. Y era peligrosa.

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Luces se encendieron detrás de él. Los custodios lo habían seguido.

—¡Caelum de Níveus! —gritó uno de ellos—. ¡Por orden del Alto Clero, estás condenado por desvío espiritual y herejía de canalización!

Caelum no respondió. La Marca palpitó como una estrella negra. El suelo tembló.

—¡No dejaré que me apaguen!

La explosión no fue fuego. Fue Fe. Cruda, desbordada, sin filtro.

El templo rugió desde sus cimientos. El aire se rasgó. Una grieta —no física, sino espiritual— se abrió bajo sus pies. Y por segunda vez, Caelum cayó.

No hacia el abismo.

Sino hacia afuera del sistema.