Hace incontables eras, existió un ser divino de bondad pura, cuyo amor por las criaturas que había creado era la fuerza motriz de su existencia. Dedicó eones a la labor de construir el mundo material, dando forma a cada montaña, cada río, cada ser vivo con una intención amorosa.
Durante este proceso de creación, conoció a una mujer humana, marcada por una gracia especial, una receptora directa de su favor divino. Entre ellos surgió un vínculo único, una conexión que trascendía las barreras entre lo inmortal y lo mortal.
Impulsado por este amor, el dios abandonó su plano de existencia superior y descendió al mundo terrenal para compartir su vida con ella. Juntos, establecieron una nación, un reino nacido de su profunda unión, un testimonio tangible de su afecto.
Con el tiempo, su amor floreció y dio fruto: un hijo, la encarnación de su alegría compartida. Sin embargo, esta felicidad se vio amenazada por la aparición del hermano gemelo del dios, una entidad primordial que representaba la esencia misma de la maldad y la destrucción.
—¡No permitiré que destruyas todo lo que eh creado!
En un acto final de amor y sacrificio, el dios se enfrentó a su gemelo oscuro, logrando confinarlo en un sello cósmico, pero a un costo inmenso: su propia vida se extinguió en el proceso.
Antes de su desaparición, dejó un objeto significativo para su hijo: una espada imbuida de su poder, destinada a ser un símbolo de su legado y una herramienta para el futuro. La paz que siguió fue breve y frágil. El reino que el dios y su amada habían construido con tanto esmero fue invadido por fuerzas externas, consumido por la violencia y la ambición de otros.
En medio del caos y la desesperación, la esposa del dios protegió a su hijo con su propio cuerpo, sacrificando su vida para asegurar su supervivencia en un mundo ahora desolado.
En la actualidad, en el Reino de Moniyan, un territorio que aún mantenía viva la fe en el dios benevolente, una sombra se extendía. El sello que contenía la maldad ancestral se había debilitado y finalmente roto. El dios oscuro, liberado de su prisión, comenzaba a alterar el equilibrio fundamental de los mundos, sumiendo la realidad en un creciente caos.
Vivía un joven de quince años llamado Aron, huérfano desde su nacimiento. Encontraba consuelo en las historias del pasado, relatos de un amor divino y un sacrificio supremo.
—¿Por qué nadie nos protege?
Aunque nunca conoció a sus padres, sentía un anhelo profundo por la calidez de una familia, por la seguridad de un hogar.
Poco después de escuchar una de estas historias, el orfanato donde residía fue atacado por criaturas grotescas, seres antinaturales provenientes de dimensiones corrompidas.
—¡Ayuda!
El pánico se apoderó de los niños, pero en Aron surgió una determinación inesperada.
—¡No dejaré que les hagan daño!
Recordó la leyenda de la espada, el último regalo de un padre al que nunca abrazó. En un rincón olvidado del orfanato, descubrió el arma, incrustada en una piedra antigua.
Sin dudarlo, se acercó y tomó la empuñadura. Su corazón latía con una intensidad desconocida.
—¡Vamos!. ¡Debemos salir de aquí!
Con una concentración feroz, volcó toda su intención en la espada. Y entonces, la piedra bajo sus pies comenzó a temblar.