Víctor tenía 65 años, italiano de nacimiento, forjado en las sombras de Europa como sicario de élite. Había viajado a México para acabar con un político corrupto que había desatado una guerra silenciosa en las calles. Era su última misión. Una bala certera en medio de la frente. El trabajo estaba hecho. Pero el precio fue su alma.
En un hospital, tiempo atrás, había conocido a Lucía. Ella no estaba enferma, era enfermera. Compartieron charlas entre silencios y miradas que se cruzaban entre vendajes y sangre. Ella fue la única luz que alguna vez lo tocó. Pero él la dejó ir. Nunca dejó el mundo de los disparos. Lucía formó su propia familia, y él… nunca olvidó.
Cuando cayó, no fue por una herida. Fue por el vacío. El peso de las almas que había tomado. La culpa lo estranguló.
—¿Hubiera podido ser otra persona…?
La muerte lo abrazó. Pero no fue el fin.
Renació en otro mundo.