El silencio en la sala era tan denso que se podía escuchar el zumbido de los círculos mágicos flotando sobre el altar.
Cinco jóvenes invocados desde la Tierra aguardaban su turno en el corazón del Templo Lunar. El mármol blanco reflejaba los emblemas de Mizuki grabados en el techo. Todo era orden. Todo era protocolo.
El Rey no estaba presente.
—Su Majestad se encuentra en labores diplomáticas —murmuró un sacerdote de túnica azul—. Procederemos bajo administración eclesiástica.
Nadie objetó. Era lo esperado.
—Héroes elegidos, por favor diríjanse al centro del altar para recibir su bendición lunar —continuó el clérigo—. Cada uno será vinculado a un arma divina creada por la Diosa Mizuki.
En el centro del recinto, el Altar de Bendición Lunar brillaba suavemente.
Las runas grabadas por la mismísima diosa canalizaban el altar, permitiendo que las armas fueran extraídas en respuesta a la afinidad del alma de cada héroe.
—Miharu Takatsuki, un paso al frente, por favor.
La chica de cabello rojo avanzó. Al tocar el altar, una ráfaga de luz escarlata la envolvió. Aparecieron dos guanteletes metálicos, chispeando con energía viva.
—Afinidad confirmada: Breaker Gauntlets —anunció el panel flotante sobre su cabeza.
—Siguiente: Hayato Aizawa.
El chico de mirada fría repitió el gesto. Un grimorio flotante surgió a su alrededor, con páginas cubiertas de invocaciones arcanas.
—Afinidad confirmada: Chronoscroll Grimorie.
—Kouya Arisato.
Un arco de sombras emergió entre sus manos. La luz parecía huir de él.
—Afinidad confirmada: Shadowpiercer Bow.
Incluso Mio Tsukino, aunque más joven y callada, fue reconocida. Su vara era simple, con una campanita dorada en la punta, pero la energía que la rodeó fue pura.
—Afinidad confirmada: Lunar Veil.
Entonces llegó su turno.
—Ahora, el último héroe: Kaito Amakawa.
El chico de cabello oscuro avanzó en silencio.
Respiró hondo.
Kaito colocó la mano sobre el altar.
Nada.
Un silencio incómodo llenó el recinto.
—¿Algo anda mal? ¿Acaso hice algo fuera del protocolo? —preguntó, mirando al clérigo con confusión.
—Solo espera —respondió el pontífice, sin inmutarse—. El altar debe estar buscando el arma que mejor se adapte a tus aptitudes.
Kaito asintió, aunque sentía cómo su pecho se apretaba.
Cada segundo lo hacía dudar más.
¿También en este mundo voy a ser rechazado...?
Entonces, finalmente, algo comenzó a materializarse.
Una figura emergió lentamente en su mano.
Una espada.
Oxidada. Agrietada. Sin brillo.
El filo estaba roto. La guarda, sin runas. La empuñadura, desgastada por el tiempo.
Su panel de estado… no reaccionó.
Ningún aura. Ninguna luz.
—¿Qué está pasando? —exclamó el sumo pontífice, entre molesto y desconcertado—. ¿Qué es esa arma? ¿Hay algún registro en la base de datos de la iglesia?
Los sacerdotes se miraron entre ellos.
Un acólito revisó las tablillas flotantes.
—No… no hay coincidencias.
—¿Qué significa eso? —preguntó otro, bajando la voz.
El sacerdote principal se acercó. Observó la espada con detenimiento. Por un instante, su ceño se frunció.
—Nunca se ha visto un arma como esta. Ni en esta generación… ni en ninguna anterior.
Kaito los escuchaba, en silencio.
No entendía, pero algo en su interior se removía.
—¿Es un error? ¿O falló porque el muchacho no es digno? —susurró uno de los asistentes.
—Fallo de resonancia, probablemente —dijo un clérigo con tono neutro—. No hay afinidad detectable. Esta arma no fue bendecida por Mizuki.
El pontífice asintió con gravedad.
—Ya veo… entonces este muchacho no es apto para ser héroe.
El veredicto cayó como piedra.
—Kaito Amakawa será retirado del grupo de héroes. —anunció el pontífice con voz firme—. Mizuki no lo ha reconocido como elegido. Lo mejor será informar que… solo se pudieron invocar a cuatro héroes.
Nadie dijo nada.
Ni Hayato.
Ni Miharu.
Ni Kouya.
Solo la pequeña Mio, con su vara aún entre las manos, dio un paso vacilante, como si fuera a decir algo… pero se detuvo.
Kaito miró la espada en sus manos. No había reacción. No había respuesta. Solo silencio.
—Entiendo… —dijo en voz baja—. Pero entonces… ¿pueden enviarme de regreso a mi mundo?
El sacerdote suspiró.
—Lo siento, muchacho. No podemos hacer eso. Solo la diosa Mizuki conoce el ritual de retorno… y eso solo ocurrirá cuando se derrote al ejército de Netheria o alguno de sus tres reyes.
Kaito apretó los dientes.
—¿Y qué se supone que haga? Con esta espada rota no podré ni defenderme… ¿Puedo intentarlo de nuevo?
El pontífice negó con la cabeza, lento.
—Solo puedes usar una vez el Altar de Bendición Lunar. Y ya ha quedado claro que no eres digno.
Un acólito se acercó con una bandeja. Sobre ella, cinco bolsas con monedas.
—Compensación por su invocación —dijo—. Cien mil Yue de oro para cada uno.
El sacerdote principal miró a Kaito con una mezcla de incomodidad y autoridad.
—Tienes dos opciones, muchacho: puedes ser libre y hacer lo que quieras… o asistir a la Academia de Nobles en Aldoria como un estudiante ordinario.
—Pero los demás irán allí como héroes… —murmuró Kaito.
El clérigo lo interrumpió.
—Sí, pero tú no. —Y entonces, con una expresión más dura, apoyó una mano firme en su hombro—. No puedes decirle a nadie que fuiste invocado como héroe. Mucho menos… que fuiste un fracaso de la Iglesia.
El silencio volvió a caer sobre la sala.
—En tres días regresará el rey Raiden… los presentaremos formalmente al reino como los héroes de Estelaris.
—Y por favor, Amakawa… no te presentes.
El sumo pontífice hizo una seña.
—Pueden retirarse.
Los cuatro héroes asintieron en silencio. Un sacerdote los guió hacia la puerta lateral que llevaba a sus habitaciones.
Uno a uno, se marcharon.
Hayato. Miharu. Kouya.
Y Mio, que se detuvo apenas un instante… pero no dijo nada.
Los pasos resonaron sobre el mármol.
Kaito no podía seguirlos.
Siguió allí, de pie, con la espada rota entre sus manos. Envuelta ahora en una tela blanca que le había entregado un acólito. No pesaba mucho… pero el vacío en su pecho, sí.
Cuando la última puerta se cerró, la sala quedó completamente en calma.
Ya no había aplausos.
Ni luz divina.
Ni palabras de aliento.
Solo él…y una espada que no debía existir.