La lluvia golpeaba el cristal de la ventana, ahogando el sonido de su respiración temblorosa. Lina se abrazaba a sí misma en la oscuridad de la habitación, sintiendo el peso del silencio. Afuera, la ciudad seguía su ritmo indiferente, pero dentro de esas paredes, su mundo se reducía a una sola presencia.
Eren estaba allí.
No podía verlo, pero lo sentía. Su mirada ardía en la penumbra como un depredador acechando a su presa. No necesitaba cadenas ni candados para mantenerla cautiva. Su simple existencia era suficiente.
—¿Por qué tiemblas? —su voz, suave y peligrosa, acarició sus sentidos.
Lina cerró los ojos con fuerza. No debía responder. No debía demostrar miedo. Pero su cuerpo la traicionó cuando la cama se hundió a su lado y una mano fría rozó su mejilla.
—Siempre estás asustada… —susurró Eren—. No tienes que estarlo. Yo siempre te protegeré.
Un escalofrío recorrió su espalda. Era cierto. Desde el momento en que lo conoció, él había sido su salvador, su refugio, su única seguridad en un mundo que solo la había rechazado. Pero también era su cárcel.
Eren tomó su mentón y la obligó a mirarlo. Sus ojos rojos brillaban con una devoción inquietante.
—Dime, Lina… ¿aún piensas en escapar de mí?
Ella no respondió. Porque aunque su mente gritaba que sí… su corazón comenzaba a dudar.