Capítulo 1: El último suspiro de la rutina
El sonido del despertador cortó el silencio como un cuchillo. Kelgu abrió los ojos lentamente, mirando el techo blanco y desgastado de su pequeño departamento. La luz del amanecer se filtraba por las cortinas baratas, iluminando una habitación que aún olía a cajas de cartón y pintura fresca. Se sentó en la cama, frotándose la cara con las manos. Otro día..
—debí lavar los platos ayer.. —murmuró para sí mismo, con una sonrisa amarga.
Se levantó y caminó hacia la cocina, un espacio diminuto donde cada paso resonaba en el vacío. El piso estaba frío bajo sus pies descalzos, y el silencio era tan denso que podía escuchar el tic-tac del reloj de la pared. Abrió la nevera, que contenía poco más que un paquete de fideos instantáneos, un par de huevos y una botella de agua medio vacía. Suspiró.
—Buenos días —dijo en voz alta, como si esperara que alguien le respondiera. Pero no hubo respuesta. Solo el eco de su propia voz.
Después de un desayuno rápido (o lo que él consideraba desayuno), se vistió con su uniforme de trabajo: una camisa blanca arrugada y unos pantalones negros que ya empezaban a desgastarse en las rodillas. Miró su reflejo en el espejo del baño. Un joven de 20 años, con ojos cansados y una expresión que parecía cargar el peso del mundo. No era la vida que había imaginado cuando terminó el colegio.
—Al menos tengo un techo —se dijo, intentando convencerse a sí mismo.
La oficina era un lugar gris. Literalmente. Las paredes estaban pintadas de un tono apagado que parecía absorber la luz, y los fluorescentes del techo parpadeaban de vez en cuando, como si estuvieran a punto de rendirse. Kelgu llegó puntual, como siempre, pero eso no impidió que su jefe, el señor Rojas, lo recibiera con una mirada de desaprobación.
—Kelgu, llegas tarde otra vez —dijo el señor Rojas, cruzando los brazos sobre su barriga prominente. Su voz era áspera, como si siempre estuviera al borde de un grito.
—Pero... Son las ocho en punto —respondió Kelgu, tratando de mantener la calma.
—¡Exacto! ¡Ocho en punto! Deberías estar aquí media hora antes, como todos los demás —rugió el señor Rojas, señalando a los otros empleados, que ni siquiera levantaron la vista de sus pantallas.
Kelgu no dijo nada. Sabía que discutir era inútil. Se dirigió a su escritorio, un rincón estrecho lleno de pilas de papeles y una computadora que tardaba una eternidad en encenderse. Apenas se sentó, su compañera de al lado, Laura, le pasó una carpeta llena de documentos.
—Aquí tienes. El señor Rojas quiere que revises estas facturas antes del mediodía —dijo Laura, sin siquiera mirarlo. Su tono era frío, como si Kelgu fuera invisible.
—Pero... Esto lo revisé ayer —protestó Kelgu, abriendo la carpeta.
—Pues revísalas otra vez. Dice que encontró muchos errores —respondió Laura, y se dio la vuelta para seguir hablando por teléfono.
Kelgu suspiró y comenzó a trabajar. Las horas pasaban lentamente, marcadas sólo por el sonido de los teclados y las conversaciones triviales de sus compañeros. Nadie le hablaba a menos que fuera para pedirle algo o echarle la culpa de algo que había salido mal.
—Kelgu, ¿qué hiciste con el informe de gastos? —preguntó Carlos, otro de sus compañeros, acercándose a su escritorio con una expresión de fastidio.
—Lo dejé en tu escritorio esta mañana —respondió Kelgu, tratando de mantener la calma.
—Pues no está. O acaso no los hiciste —dijo Carlos, sacudiendo la cabeza como si Kelgu fuera un niño irresponsable.
—si los hice, te lo aseguro —insistió Kelgu, pero Carlos ya se había ido, murmurando algo sobre "gente incompetente".
Al mediodía, Kelgu apenas había tenido tiempo de comer un sándwich rápido en su escritorio. El señor Rojas pasó por su lado y lo miró con desdén.
—Kelgu, ¿qué haces comiendo aquí? Esto no es un restaurante. Si quieres comer, hazlo en tu hora de almuerzo —dijo, como si no supiera que Kelgu no tenía hora de almuerzo fija.
—Sí, señor Rojas —respondió Kelgu, guardando el sándwich a medias.
Cuando finalmente terminó su turno, Kelgu estaba exhausto. Había trabajado diez horas seguidas, revisando facturas, corrigiendo errores que no había cometido y aguantando las críticas constantes de sus compañeros y su jefe. Lo único que lo mantenía en pie era la idea de cobrar su sueldo.
Se dirigió a la oficina del señor Rojas, donde este estaba sentado detrás de un escritorio lleno de papeles y tazas de café vacías.
—Señor Rojas, vine a cobrar mi sueldo —dijo Kelgu, tratando de sonar firme.
El señor Rojas lo miró por encima de sus gafas, como si acabara de notar su presencia.
—Ah, sí. Tu sueldo —dijo, abriendo un cajón y sacando un sobre. Pero en lugar de dárselo, lo dejó sobre el escritorio y lo miró fijamente. —Kelgu, tengo que decirte que tu desempeño ha sido... decepcionante.
—¿Decepcionante? —preguntó Kelgu, sintiendo cómo el cansancio se convierte en frustración.
—Sí. Cometes muchos errores, y eso afecta a todo el equipo. He decidido descontar una parte de tu sueldo para cubrir los gastos de las correcciones —dijo el señor Rojas, abriendo el sobre y sacando unos billetes.
—Pero... Esos errores no fueron míos —protestó Kelgu, sintiendo que el suelo se movía bajo sus pies.
—Eso es lo que todos dicen —respondió el señor Rojas, contando los billetes con calma. —Aquí tienes. Espero que la próxima vez te esfuerces más.
Kelgu tomó el dinero con manos temblorosas. No era ni la mitad de lo que debería haber recibido. Quería gritar, protestar, decir algo, pero las palabras no salieron. Solo asintió y salió de la oficina, sintiendo el peso de la injusticia en cada paso.
Ya en las calles iluminadas por las farolas amarillentas. El frío de la noche se colaba bajo su chaqueta delgada, pero no le importaba.
Se detuvo frente a la pequeña tienda de la esquina, donde la señora Martínez, una mujer mayor de cabello gris y sonrisa cálida, lo atendía siempre con amabilidad.
—Buenas noches, Kelgu —dijo la señora Martínez, acomodando unos productos en los estantes. -- ¿Cómo estás, mi niño?
Kelgu esbozó una sonrisa forzada. —Bien, señora, bien. Solo pasaba a comprar algo para la cena.
La señora Martínez lo miró con esos ojos que parecían ver más allá de las palabras. —¿Seguro que estás bien? Pareces cansado. ¿Estás comiendo bien?
—Sí, sí, no se preocupe —respondió Kelgu, evitando su mirada. No quería preocuparla, pero la verdad era que no estaba bien. El trabajo lo estaba consumiendo, y la soledad pesaba más de lo que quería admitir.
—Bueno, si necesitas algo, ya sabes dónde estoy —dijo la señora Martínez, entregando la bolsa con las compras.— Y no te olvides de descansar, ¿eh? No puedes vivir solo de fideos y atún.
Kelgu asintió y le devolvió la sonrisa. —Gracias, señora. Que tenga una buena noche.
La señora Martínez lo observó mientras se alejaba, y suspiró con preocupación. —Ese muchacho... —murmuró para sí misma antes de volver a sus quehaceres.
El refugio de la cocina
Al llegar a su departamento, Kelgu dejó la bolsa de compras sobre la mesa y se tiró en la cama, sintiendo el peso del día en cada músculo. Los billetes que le había dado el señor Rojas los dejó caer al lado de la bolsa, sin siquiera mirarlos. No valía la pena contar algo que ya sabía que no era suficiente.
Después de unos minutos, se levantó y miró de reojo la cocina. El desorden lo irritaba, pero también sabía que limpiar y cocinar lo relajaba. Era una de las pocas cosas que le hacían sentir que tenía el control de algo.
—Bueno, a trabajar —se dijo, enrollándose las mangas.
Primero limpió los platos sucios que habían estado acumulándose en el fregadero. Luego barrió el suelo y organizó los pocos utensilios que tenía. Mientras lo hacía, puso un video en su teléfono: un tutorial sobre cómo hacer una sopa rápida y nutritiva. Aunque no tenía muchos ingredientes, siempre intentaba hacer algo que lo hiciera sentir un poco mejor.
—Un poco de cebolla, ajo, zanahoria... y el atún —murmuró, siguiendo las instrucciones del video.
Mientras cocinaba, se dejó llevar por el proceso. Cortar, picar, freír... cada movimiento era mecánico, pero también terapéutico. El olor a comida recién hecha llenó el pequeño departamento, y por un momento, Kelgu se sintió en paz.
Cuando terminó, la cocina estaba de nuevo sucia, pero eso ya no le importaba. —Mañana lo limpio —dijo, sirviéndose un plato de sopa caliente.
último libro
Después de cenar, Kelgu se sentó en su mesa, donde varios libros estaban apilados. Había libros de contabilidad y finanzas, algunos de cocina, y uno que había comprado recientemente: "Último suspiro de la Edad Media". Lo había visto en una librería de segunda mano y algo en él lo había atraído.
—Quizás sea hora de leer algo nuevo —pensó, tomando el libro y pasando los dedos por la cubierta desgastada.
Lo abrió por la primera página, y el olor a papel viejo lo envolvió. Las palabras parecían danzar ante sus ojos, contando historias de reinos perdidos, caballeros y batallas épicas. Por un momento, Kelgu olvidó su vida gris y monótona, sumergiéndose en un mundo que parecía mucho más interesante que el suyo.
Kelgu se sumergió en la lectura, olvidándose por completo del mundo exterior. Cada palabra que leía parecía cobrar vida en su mente, como si las historias de caballeros, castillos y batallas épicas se estuvieran desarrollando justo frente a sus ojos. Encima de su cabeza, pequeñas chispas de luz comenzaron a formarse, como estrellas que iluminaban un cielo oscuro. Al principio, no se dio cuenta, demasiado absorto en las páginas del libro.
Pero entonces, llegó a una frase que lo hizo detenerse: "Yo seré quien cambie este mundo". Las palabras resonaron en su mente como un eco, y de repente, las chispas de luz en su cabeza se intensificaron, convirtiéndose en un destello cegador.
—¿Qué... qué está pasando? —murmuró, apartando el libro de su vista.
Pero ya era demasiado tarde. La luz que había comenzado en su mente ahora llenaba la habitación, iluminando cada rincón con una intensidad casi dolorosa. Kelgu se levantó de un salto, dejando caer el libro al suelo. Las páginas comenzaron a ponerse en blanco, como si la tinta se estuviera evaporando.
—¡No, no, no! —gritó, intentando salir del cuarto, pero la luz lo envolvía, como si lo estuviera arrastrando hacia algún lugar desconocido.
El destello era tan potente que salía por las ventanas y las rendijas de la puerta, iluminando el pasillo del edificio. Si alguien hubiera estado afuera, habría visto cómo la luz se filtraba por cada grieta, como si el departamento de Kelgu estuviera a punto de explotar.
—¡Alguien ayúdeme! —gritó Kelgu, pero su voz se perdió en el vacío. No había nadie que lo escuchara. Nadie que pudiera ayudarlo.
La luz lo envolvió por completo, y Kelgu sintió cómo su cuerpo se desvanecía, como si lo estuvieran desarmando átomo por átomo. Intentó agarrarse a algo, a lo que fuera, pero no había nada. Solo la luz, cada vez más brillante, más abrumadora.
—¡No quiero morir! —fueron sus últimas palabras antes de que todo se volviera silencio.
acaso esto es..
Cuando la luz finalmente se desvaneció, la habitación de Kelgu estaba vacía. El libro yacía en el suelo, sus páginas completamente en blanco, como si nunca hubieran tenido nada escrito. La mesa estaba intacta, con los otros libros apilados y el plato de sopa medio comido. Pero Kelgu ya no estaba.
El silencio era absoluto. El departamento, que antes olía a sopa recién hecha y papel viejo, ahora solo desprendía un frío extraño, como si el tiempo se hubiera detenido. Fuera, la noche seguía su curso, indiferente a lo que acababa de suceder...
Kelgu abrió los ojos lentamente, sintiendo un dolor punzante en la cabeza, como si hubiera sido arrastrado por una corriente poderosa. Lo primero que notó fue el suelo: no era el frío linóleo de su departamento, sino tierra húmeda y fresca. Movió los dedos, sintiendo la textura áspera y el leve crujido de las hojas secas bajo sus manos.
—¿Qué...? —murmuró, levantándose con dificultad. Su cuerpo estaba adolorido, como si hubiera caído desde una gran altura.
Miró a su alrededor y lo que vio lo dejó sin aliento. Estaba en medio de un bosque denso y exuberante, con árboles tan altos que parecían tocar el cielo. Sus troncos eran gruesos y retorcidos, cubiertos de musgo y enredaderas que colgaban como cortinas naturales. El cielo era de un azul intenso, casi irreal, y el aire olía a tierra húmeda y flores silvestres. No había rastro de la ciudad, ni de su departamento, ni de nada que le resultara familiar.
—¿Estoy... muerto? —preguntó en voz baja, sintiendo un nudo en el estómago.
Se tiró de los cachetes con fuerza, esperando despertar de lo que parecía un sueño. El dolor fue real. Luego, se golpeó el brazo con los nudillos, una y otra vez, pero nada cambiaba. No era un sueño. No era una ilusión. Estaba allí, en carne y hueso, con la misma ropa que llevaba puesta en su departamento: su camisa arrugada y sus pantalones desgastados.
—¿Dónde estoy? —preguntó, esta vez con voz más alta, casi gritando. Su voz resonó entre los árboles, pero no hubo respuesta. Solo el sonido de la brisa meciendo las hojas y el canto lejano de algún pájaro que no reconoció.
Caminó unos pasos, sintiendo cómo la tierra se hundía ligeramente bajo sus zapatos. Miró hacia arriba, esperando ver alguna señal de civilización: una antena, un avión, cualquier cosa. Pero no había nada. Solo el bosque interminable y el cielo azul, tan vasto que le daba vértigo.
—¡Alguien! ¡Por favor, alguien! —gritó, pero su voz se perdió en la inmensidad del bosque.
Después de un rato, el pánico inicial comenzó a ceder, dejando paso a una sensación de desesperación fría y silenciosa. Se arrodilló bajo un árbol, apoyando la espalda contra el tronco rugoso. Las lágrimas comenzaron a brotar sin que pudiera evitarlo.
—No hay nada... ni siquiera una maldita antena de radio —murmuró entre sollozos, secándose las lágrimas con la manga de su camisa.
Se quedó allí, con la cabeza entre las manos, sintiéndose más solo que nunca. No tenía idea de dónde estaba, ni cómo había llegado allí, ni qué debía hacer. Solo sabía que estaba atrapado en un lugar que no parecía pertenecer a su mundo.